Episodios Nacionales: 7 de Julio. Benito Pérez Galdós
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Название: Episodios Nacionales: 7 de Julio

Автор: Benito Pérez Galdós

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ y que abunden en él las citas de filósofos, para que se vea…

      – Que mis discursos no son como los de Romero Alpuente, un fárrago de vulgaridades ramplonas para trastornar a la muchedumbre.

      – ¿Quiere Vuecencia que lea? – preguntó el joven sentándose.

      – Ya te escucho.

      – «Señores diputados – dijo Monsalud leyendo, – cedo por fin a los ruegos de mis amigos y tomo la palabra para exponer mi opinión sobre la política del Gobierno. Hablo sin preparación alguna, apremiado por las graves circunstancias que atravesamos. No extrañéis la incorrección de mi frase…».

      – Es preciso decirlo así… está muy bien.

      – «Rudo militar, hablaré con franqueza y sin retórica que no son propias de mi carácter y escasas letras. Al mismo tiempo debo advertiros que al tomar la palabra para intervenir en este delicado asunto, lo hago con repugnancia, con verdadero sentimiento. Amigos míos son los señores secretarios del despacho, amigos de toda la vida. ¿Por qué ha querido la suerte que opinemos de distinta manera sobre los negocios del país? ¡Ah! en mi alma luchan los afectos de la más pura amistad con el deber que me imponen mi puesto y los poderes que he recibido. Padezco hondamente, señores, podéis creérmelo; pero mi alma se esfuerza en sobreponer a todas las consideraciones la consideración del deber, y en tal ley anuncio al Ministerio que le voy a atacar duramente, durísimamente, porque los hombres deben ser esclavos de sus convicciones, y, como dijo Rousseau: de las grandes convicciones nacen los grandes hechos».

      – Muy bien, ese principio me gusta. ¿Has confrontado bien la cita? No me vayan a decir que atribuyo a Juan Jacobo lo que es de Marco Aurelio o de Erasmo.

      – Descuide Vuecencia. Si por casualidad resultase una equivocación, los diputados no se romperán la cabeza en averiguarla, porque tienen demasiados quehaceres para ocuparse de esto.

      Siguió leyendo hasta que el Duque dijo:

      – Me parece que en ese párrafo has ido demasiado lejos. Yo no quiero que se planteen todas, absolutamente todas las reformas que piden los exaltados.

      – Lo expreso de un modo vago, sin determinar…

      – No, no; conste claramente que no admito la ampliación de ley de milicias, ni la supresión de escarapelas, ni estoy de acuerdo con que se devuelva al Rey la ley de señoríos que no ha querido sancionar. Poquito a poco. No todas las reformas son buenas.

      – Mayormente las que atacan a la nobleza – dijo Monsalud tachando algunos renglones. – Fuera esto.

      – Parto del principio – dijo el del Parque poniendo la mano sobre las cuartillas y accionando gravemente con la otra, – de que yo, al mismo tiempo que detesto ciertas reformas, no puedo decir nada contra ellas. Ten presente que si defiendo otras, es porque tengo la convicción de que no se han de plantear nunca. ¿Qué se han de plantear, si le sientan a nuestro país como a la burra las arracadas?

      – Comprendido; se variará este párrafo.

      Después de otro poco de lectura, el aristócrata indicó con cierta sumisión, homenaje sincero del poder al talento:

      – Van tres citas seguidas de Diderot. ¿No te parece que es demasiado?

      Pues esta última se la encajaremos a… a otro cualquiera… por ejemplo a Julio César Scalígero.

      – Hombre, por Dios. ¿Así de ese modo cuelgas milagros?

      – No importa. Ellos no revolverán bibliotecas para averiguar si la cita es exacta. Pondremos que lo dijo D’Alembert, añadiendo un «si no recuerdo mal». ¿No le parece a Vuecencia?

      – Añade «si no recuerdo mal… Ya saben los señores diputados que mi memoria es desgraciadísima».

      Al llegar al final, Su Excelencia meditó breve rato antes de dar su aprobación definitiva al discurso que había de pronunciar dentro de dos días. El secretario miraba a su amo con atención inquieta, cual si desconfiara del éxito de su obra. Por último, el Duque se expresó así:

      – Nada tengo que decir de la forma de mi discurso. También me parece admirablemente pensado. Si no me equivoco hablaré bien. El fondo, con las correcciones que te he dicho, quedará de perlas, menos en el final, que debe ser variado por completo. ¿De dónde sacas que yo quiero llamar a Riego héroe invicto y felicitarle por su elevación a la presidencia del Congreso?

      – Como Vuecencia pertenece al grupo exaltado, creí que encajaban bien esos piropos al héroe de las Cabezas.

      – Te diré – repuso el prócer frunciendo el ceño. – Cuando los demás llaman a Riego héroe invicto, yo no les contradigo: también aplaudo si es preciso; pero de eso a darle yo mismo tales nombres hay mucha diferencia.

      – Entonces se suavizarán las frases de elogio – dijo Monsalud pasando los ojos por el final del manuscrito.

      – No, ¿a qué vienen esos sahumerios? Harto le ensalza la plebe. ¿No se ha cacareado bastante su hazaña?

      – Demasiado.

      – No… sino que todos los días hemos de estar con el padre de la libertad, con el adalid generoso, con el consuelo de los libres y el insoportable viva Riego, que es como un zumbido de mosquitos que nos aturde y enloquece.

      – ¡Ah! todo cansa en el mundo, señor Duque, hasta el incienso que se echa a los demás; todo cansa, hasta doblar la rodilla ante un ídolo de barro.

      – ¡De barro! Has dicho bien, muy bien. ¡Si yo pudiera decir eso en mi discurso!

      – Pues nada más fácil.

      – ¡Hombre, qué calma tienes! Estaría bueno…

      – En efecto; estaría bueno llamar necio de buenas a primeras al jefe del partido a que uno pertenece – dijo Salvador riendo. – Pero todo puede hacerse en este mundo. Mire usted, señor Duque, yo lo haría.

      – ¿Tú?

      – Sí señor.

      – Pero tú no sirves para la política. Lo malo que tiene este maldito oficio de politiquear consiste en que a menudo es preciso que adulemos y ensalcemos a más de un majadero que vale menos que nosotros y que se ha elevado por un rasgo de audacia o por su misma majadería; pues también esto se ve todos los días. Conque quítame toda esta hojarasca del héroe invicto, y arréglalo de modo que ningún señorito mimado adquiera fama con mis discursos.

      – Está muy bien. Con tal que se le cargue la mano al Ministerio…

      – Firme, pero firme – dijo el Duque acompañando de enérgica acción la palabra. – Haz que resalte bien nuestro lema: libertades públicas antes que nada. Todo lo bueno que sale de nuestras filas, ¡canario! no lo han de decir Alcalá Galiano, Javier Isturiz, Rivas y Bertrán de Lis. En todas partes hay tiranía, hijo. Hasta en el partido de la igualdad, de la democracia, de los hombres libres, ha de haber cuatro o cinco gallitos que quieran despuntar, imponer su voluntad, tratando a los demás como miserables polluelos.

      – ¡Pícaro despotismo que en todas partes se mete! – dijo Monsalud con aparente distracción. – Pero yo tengo la seguridad de que Vuecencia pronunciará un gran discurso que llamará la atención de la mayoría exaltada y de la minoría moderada.

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