Episodios Nacionales: El equipaje del rey José. Benito Pérez Galdós
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СКАЧАТЬ Monsalud estaba solo en Madrid, porque realmente, para él los cien mil habitantes de la capital, no eran nadie, ni su amigo y su tío eran tampoco gran cosa. La soledad y la distancia habían ahondado el hoyo de su pensamiento, dentro del cual tristemente se revolvía, escarbando con ardor por todos lados sin hallar salida, ni respiro, ni luz.

      Hemos dicho que tenía un amigo, sí, Juan Bragas, joven nacido como Monsalud en el lugar de Pipaón, y que poseedor de mayores recursos y valimiento había resistido a las primeras escaseces de la vida cortesana, pescando al fin por lo muy pedigüeño y sumiso, una pluma de ganso en las covachuelas. Juan Bragas era, pues, covachuelista, es decir, palote árido y enteco en el cual debía injertarse después la vigorosa rama del funcionario público. Su carácter difería mucho del de Monsalud, y, sin embargo se juntaban ambos jóvenes con sumo gusto para charlar y referirse sus respectivas desventuradas aventuras.

      Juan Bragas carecía por completo de imaginación y de sensibilidad fina: pero sabía poner las cosas en su sitio, y tenía el mejor ojo del mundo para ver todos los objetos en su tamaño real: poseía, en suma, aquel poderoso instinto aritmético que a ciertas organizaciones, quizás las más influyentes hoy, les sirve para reducir a cantidad o a tamaño, mejor dicho, a una forma visible y fácilmente apreciable todos los hechos de la vida en lo moral y en lo físico. Bragas no se equivocaba nunca: tenía en sus juicios la infalibilidad de las matemáticas. Monsalud era una equivocación perpetua: llevaba infiltrado en su naturaleza el error constante y todas las deslumbradoras mentiras de la poesía.

      A pesar de esto, no reñían nunca y se querían de veras. Quizás ha dispuesto Dios que el mundo se componga de un Monsalud y de un Bragas. ¡Oh admirable armonía y concordia sublime! Las cuerdas del arpa no exhalarían, no, su armoniosa voz, si no existiera una caja vacía y seca, una especie de ataúd oscuro que retumbase bajo ellas, y vibrase agrandando los sones en su desnuda concavidad que podría servir de despensa.

      Cuando Monsalud estaba libre del servicio iba a buscar a Bragas, el cual limpiaba una tras otra las amarillentas plumas, guardándolas en el cajón con tanto cuidado como guarda un cirujano sus instrumentos, se quitaba después los manguitos negros, se desperezaba, y tomando con la diestra mano el sombrero, y despidiéndose con la zurda de D. Gil Carrascosa, jefe de la oficina, salía a la calle. Ambos jóvenes dirigían sus pasos por lugares no muy concurridos, bajando frecuentemente al campo del Moro, a la Virgen del Puerto, o bien se lanzaban intrépidos a las ondas de polvo del cerrillo de San Blas o de la vuelta exterior del Retiro.

      Un día, que debió de ser allá por los últimos de Mayo de 1813, Bragas y Monsalud hablaron de esta manera.

      – Amigo Juan Bragas, estoy de enhorabuena porque al fin voy a dejar este maldito pueblo que aborrezco. Los franceses se retiran mañana y yo con ellos.

      – ¿A Francia?

      – O por el camino de Francia, al menos – añadió Monsalud, – con lo cual dicho se está que pasaré por la Puebla de Arganzón, nuestra querida villa. Anímate, Juan… Ya me parece que estoy entrando por la calle real; que me acerco a mi casa sin que mi madre lo sospeche; ya me parece que llego, empujo la puerta, y me presento dando gritos y porrazos. A mi madre se le cae la calceta de la mano, corre a echarse en mis brazos, y la aguja de media que lleva sobre la oreja, se me clava en la frente… El corazón me baila en el pecho, amigo Bragas, cuando tales cosas pienso.

      – De veras te digo que pareces cómico – dijo Bragas riendo. – ¡Qué bien sabes fingir y representar una cosa que no es verdad!

      – Y luego – añadió Monsalud— saldré de mi casa, y paso a paso iré junto a Nuestra Señora de la Asunción, a cuya plazoleta caen las ventanas de Generosa, y arrojaré una chinita a los vidrios…

      – Para que se asome Genara con su pañuelo encarnado sobre los hombros… ¡La pícara qué guapa es! – afirmó Bragas. – Me parece que la estoy mirando, cuando bailaba contigo en casa del maestro Rondaña. Salvador, ¿te acuerdas de aquel lunarcito que tiene sobre el rincón derecho de la boca? ¡Santa Virgen, que rinconcito!

      – Para retirarse a él y decir: «ya no quiero más mundo».

      – ¿Pues y aquel modo de mirar, y aquel reconcomio de ángeles divinos, cuando se menea, o alza los hombros, o le da a uno las buenas tardes? Paréceme que la oigo: «Buenas tardes, Braguitas, ¿has visto en las eras a Salvador Monsalud?».

      – ¡Ay, amigo! – exclamó el joven soldado dando un suspiro. – ¡Cuando uno piensa que ha tenido todo eso y todo eso ha perdido!…

      – ¡Miren el Juan Lanas! Valiente hombre tenemos aquí – dijo el de la covachuela mofándose de la sensibilidad un tanto exagerada de su amigo. – Échate a llorar y ponte flaco y amarillo y echa suspiritos al aire, por una mujer, por un lunar bien puesto encima de una boquirrita. Mira, Monsalud, si tú eres necio, yo no lo soy. Ya te lo he dicho varias veces: las mujeres para un rato y nada más. Mucho de que te quiero y te adoro; pero después… puntapié. Eso de llorar y entristecerse y decir palabrotas y quererse morir por una de tantas es propio de bobos.

      – Tú no sabes lo que es el amor, Juan Bragas – dijo el soldado; – o mejor dicho, crees que viene a ser algo semejante a un plato de estofado.

      – Ni más ni menos. Un plato de estofado repugna después de haber comido… Por consiguiente, no te acuerdes más de la Generosa, que a buen seguro ella se acuerda de ti como de las nubes de antaño. Los paisanos que llegaron el otro día me dijeron que se iba a casar con el hijo de D. Fernando Garrote, el cual tiene más dinero que pesáis tú y Generosa juntos.

      – ¡Con el hijo de D. Fernando Garrote, con Carlitos Garrote! – murmuró Monsalud palideciendo. – Juan Bragas, si vuelves a decir eso delante de mí, te cojo y… vamos, te cojo y te ahorco de un árbol.

      – ¡Piedad, señor mío! – dijo Bragas deteniéndose ante su amigo y haciendo grotescos gestos. – Está Vd. enamorado o lo que es lo mismo, imbécil, y los imbéciles suelen ser graciosos.

      – Bragas, eres una bestia – dijo el soldado. – Para ti no hay más vida que el forraje que te echan todos los días en casa de tu patrón D. Mauro Requejo. Siento tener por amigo una bestia; pero en fin eres un buen muchacho: tu solo defecto es que coceas de vez en cuando.

      – Pero jamás he llevado sobre mí la albarda del enamoramiento. Ven acá, hombre sin seso, ¿de quién estás enamorado? De Generosa. ¿La ves acaso? ¿No está a cien leguas de donde tú estás? ¿No te dijo su abuelo que jamás casarías con ella por ser tú un triste pelón y tener tus arcas rasas, lisas y mondas como fondo de mortero de piedra? De modo que estás queriendo a una sombra, a un imposible, a una ilusión, a una telaraña; justo, esa es la palabra, a una telaraña.

      – Juan – repuso Monsalud, – al oírte me confirmo en que eres un saco de carne, con dos agujeros que llaman ojos, para ver lo que se le pone delante, y boca y barriga para comer y llenarse de bazofia todos los días. Cada hombre tiene su destino en el mundo: el tuyo ya sabemos cuál es.

      – Y el tuyo lo veo yo clarito también: holgazanear, mirar a las estrellas cuando las hay, taconear por las calles para llamar la atención de las costureras que pasan, no tener qué comer y ser toda la vida un señoritico cañihueco y hambrón.

      – Pues mira, a veces se me ha ocurrido, amigo Bragas, que yo sería mucho más feliz si fuese como tú, es decir, un saco con sentidos. Pienso muchas veces en mi porvenir y digo: «Quién sabe, ¡vive Dios! si esto que pienso será una mentira, una cosa vana y disparatada». Todos los jóvenes hacemos nuestros cálculos para lo porvenir, Juan, y los míos son un poco extraños y fuera de lo común. A mí se me ha puesto en la cabeza que para levantarse todos los días, comer, dormir la siesta, pasear, cenar y meterse en СКАЧАТЬ