Salieron por la mañana y «a eso de las diez de la noche vimos ante nosotros, parpadeando en la distancia, un laberinto de luces que parecía extenderse en todas direcciones. Para mí –reconoció Mandela– la electricidad siempre había sido una novedad y un lujo, y delante tenía un enorme paisaje eléctrico, una ciudad de luz. Estaba terriblemente excitado por ver el lugar del que llevaba oyendo hablar desde que era un niño. Siempre me habían pintado Johannesburgo como una ciudad de ensueño, un sitio en el que uno podía pasar de ser un pobre campesino a ser un hombre rico y sofisticado, una ciudad de peligros y oportunidades»14.
A medida que se adentraban en el corazón de la ciudad, los coches crecían, crecían y crecían. Y a medida que la densidad del tráfico crecía, la velocidad se ralentizaba, se ralentizaba y se ralentizaba. El joven Mandela vivió el primer atasco de su vida.
La madre de Sidney Nxu se dirigió a una vivienda de un barrio residencial, donde el lujo obnubiló las percepciones de los dos pasajeros ocasionales de aquel vehículo. Aunque les condujeron a las dependencias del servicio doméstico, aquel primer dormitorio de Johannesburgo fue el más lujoso en el que había dormido en su vida.
II
Lazar Sidelsky
(1941-1948)
Johannesburgo era una de las fuerzas motoras de la economía sudafricana. La ciudad apuraba el paso por el esfuerzo que suponía la participación del país en la II Guerra mundial, en la que había declarado oficialmente las hostilidades contra el gigante nazi. Esa ciudad iluminada que habían descubierto Justice y Nelson en el coche que les trajo desde Queenstown era capaz de devorar mano de obra de cualquier rincón del país. De día, el hormiguero se trasladaba a las áreas industriales. De noche, a sitios como Sophiatown, Alexandra, Martindale o George Goch. Eran barrios para negros, para trabajadores llegados de fuera. Sitios inhóspitos, sin árboles, donde la gente se arremolinaba en pequeñas casitas, construidas con chapas o con lo que el ingenio o la casualidad pusieran por delante de sus inquilinos. Tan minúsculas y tan parecidas unas a otras que fueron bautizadas como cajas de cerillas. Aquellos suburbios eran, en realidad, guetos alejados de la exuberancia de los barrios de los blancos.
Justice y Nelson no tenían dinero ni porvenir, por lo que la primera encomienda a la mañana siguiente fue la búsqueda de empleo. Johannesburgo significaba, para muchos sudafricanos, trabajo. Y trabajo, para esos mismos hombres, era sinónimo de minería. De oro. De túneles. De picar. De excavar. De una vida bajo la superficie. Dos millones de negros trabajaban en las minas sudafricanas; 600.000 de los cuales lo hacían en el entorno de Johannesburgo. De aquellas explotaciones salía cerca del 70% de la producción mundial de oro; un 20% del uranio y el 35% de los diamantes.
Los dos recién llegados se dirigieron a Crown Mines con una recomendación que el regente había trasladado a la compañía para que contrataran a su hijo. Del resto, del puesto de trabajo para Nelson, se encargarían sus ingenios y sus mentiras. Justice se entrevistó con Piliso, el capataz de la mina. Además de ajustar sus condiciones, le advirtió de que Nelson era su hermano y que el regente pedía también un empleo para él. Piliso cayó en la trampa y le contrató.
En la superficie, la ciudad podía alcanzar el millón de habitantes, a los que se sumaban los que vivían en las zonas aclimatadas para los trabajadores. Allí, en el primer entorno laboral que Mandela conoció en la Johannesburgo de sus sueños, experimentó el contraste entre trabajar dentro y fuera de las minas; entre hacerlo en los túneles o en las oficinas. Y una diferencia, posiblemente la más evidente, procedía del lugar donde cada uno de aquellos hombres se ganaban el pan. Bajo tierra solo había trabajadores negros: «Una mina de oro no tiene nada de mágico. Desnuda y perforada, todo tierra y sin árboles, vallada por los cuatro costados, una mina de oro recuerda un campo de batalla devastado por la guerra. El ruido era estridente y constante: el chirrido de los ascensores, el golpeteo de las perforadoras, el rugido constante de la dinamita, el ladrido de las órdenes. Allá donde mirara –recordaría Mandela–, veía hombres negros con monos polvorientos, de aspecto cansado y abatido. Vivían sobre el terreno en desnudos barracones que contenían cientos de lechos de cemento separados entre sí solo unos cuantos centímetros»1. El mito del que les había hablado Banabakhe Blayi se desmoronaba delante mismo de sus ojos.
Mandela comenzó a conocer no solo la injusticia de las leyes que segregaban, donde los trabajos se dividían según el color de la piel de quien los ejecutara, o según el privilegio que pudiera conseguir algún jefe local, sino también la de un capitalismo salvaje que ya hacía de África su campo de experimentación más lustroso y, a la vez, más luctuoso. Aquellas excavaciones de Crown Mines fueron para los jóvenes Nelson y Justice un aldabonazo de la realidad que acompañaba, y acompañaría, al continente. Eran clases en directo de materias muy diferentes a las impartidas en Mqhekezweni, Clarkebury o Fort Hare.
La estructura social sudafricana quería mantener a los negros fuera de las ciudades, había que tratarlos como ciudadanos de segunda día tras día. Sin embargo, los reyes tribales y los líderes comunitarios sí eran recibidos con reverencia, casi con veneración, en determinados lugares donde la dominación blanca era una evidencia. Uno de esos lugares eran las minas. ¿El motivo? Una sola palabra, apenas una indicación de los líderes comunitarios, servía para que jóvenes de las aldeas emprendieran el fatigoso camino hacia lo que parecía un futuro prometedor: las minas de oro de Johannesburgo. Con esa petición, directa o indirecta, las grandes compañías mineras, en poder del capital blanco, se nutrían de la mano de obra poderosa, barata y silenciosa de los negros que escarbaban la tierra hasta hacerla sangrar, llorar o regurgitar la mayor cantidad posible de oro que hubiera en sus entrañas. En el caso de Crown Mines, por la escasa calidad del mineral, la hemorragia de trabajo debía ser abundante. Muy abundante.
En este contexto, la carta del regente y la mentira de Justice los convirtieron casi en privilegiados. Casi entre comillas. El hijo de Jongintaba Dalindyebo pasó a engrosar el equipo de oficinistas, algo que era casi un exotismo para un ciudadano negro. Nelson, por su parte, ocupó un puesto como guarda nocturno. Ambos tendrían, además del trabajo, la comida gratis y un lugar para dormir. Piliso, obsequioso por la carta del padre de Justice, e ignorando la mentira propinada, les dejó dormir varios días en su casa. Después tendrían que pasar a los barracones.
¿El salario? Ahí no había diferencias. Escaso. Pequeño. Raquítico.
En la soldada, Justice y Nelson se igualaban con el resto de trabajadores negros que agujereaban las tripas de Johannesburgo.
Ese pequeño sueldo era un caramelo con sabor a pequeño privilegio que consolaba, o alegraba, a dos jóvenes que habían dejado atrás una boda no deseada.
Una vez hubieron abandonado la relativa comodidad del hogar de Piliso, Justice –en su condición de hijo del regente– era tratado con deferencia por sus compañeros de barracón. Le recibieron con regalos, agasajos e, incluso, con un dinero que compartía con el camarada Nelson. De este modo, junto a la ausencia de compromisos familiares o matrimoniales, los dos amigos se antojaban poseedores de las cartas marcadas de la vida: un trabajo no demasiado exigente, al que se añadía la pleitesía de sus compañeros convertida en más monedas con las que llenar el bolsillo.
Una de las infinitas diferencias entre los trabajadores negros y blancos de la mina era el espacio donde pretendían descansar y lamerse las heridas provocadas por el trabajo diario. Los lugares СКАЧАТЬ