Название: El caso de Betty Kane
Автор: Josephine Tey
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Hoja de Lata
isbn: 9788418918360
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—¿No es posible que conociera a alguna de las sirvientas? ¿O al jardinero?
—Nunca hemos tenido jardinero. Aquí solo crece la hierba. Y hace más de un año que no tenemos asistenta. Ahora suele venir a limpiar una vez a la semana una chica de la granja.
—Es una casa muy grande para que una sola persona se haga cargo de ella —dijo Robert, empáticamente.
—Cierto, aunque hay dos cosas que ayudan. No soy de esas mujeres que se enorgullecen de su casa. Además, me sigue pareciendo tan maravilloso tener de nuevo un hogar que las desventajas quedan en un segundo plano. El viejo señor Crowle era primo de mi padre, aunque no sabíamos de su existencia hasta que murió. Mi madre y yo siempre hemos vivido en una pensión en Kensington —dijo. Y esbozando una seca sonrisa, continuó—: Se puede imaginar la popularidad de mi madre entre el resto de inquilinos. —La sonrisa se había esfumado de su cara—. Mi padre murió cuando yo era muy pequeña. Era uno de esos optimistas que viven con la esperanza de que van a hacerse ricos al día siguiente. Cuando descubrió que sus especulaciones no le habían dejado dinero suficiente ni para comprar una barra de pan, se suicidó y dejó a mi madre sola a cargo de todo.
Robert pensó que aquello explicaba, en cierto modo, el carácter de la señora Sharpe.
—Nunca pude prepararme para ejercer una profesión y a lo largo de mi vida he pasado por todo tipo de trabajos. No domésticos, claro está —aborrezco las tareas domésticas—, pero sí de ayudante en ese tipo de negocios femeninos que tanto abundan en Kensington. Tiendas de lámparas, flores, baratijas. He trabajado hasta de informadora turística. Cuando murió el anciano señor Crowle yo estaba empleada en un salón de té. Uno de esos lugares donde las chismosas se reúnen cada mañana, desde bien temprano. Lo sé, es algo difícil…
—¿A qué se refiere?
—Imaginarme entre tazas de té.
Robert, que no estaba acostumbrado a que le leyeran el pensamiento —a la tía Lin le resultaba complicado incluso seguir el curso de sus propios pensamientos—, se sintió algo desconcertado. Pero ella no se refería a él en ese momento.
—Empezábamos a acostumbrarnos a este lugar, a sentirnos en casa, seguras. ¡Y ahora esto!
Por primera vez desde que le había pedido ayuda, Robert percibió entre ellos cierta camaradería.
—Y todo a causa del desliz de una chiquilla que necesitaba una coartada para cubrir sus desmanes —dijo él—. Debemos averiguar todo lo que podamos sobre Betty Kane.
—Una cosa sí le puedo decir. Esa chiquilla es una lujuriosa.
—¿Es eso simple intuición femenina?
—No. No soy muy femenina que digamos y carezco de intuición. Pero nunca he conocido a nadie con ese color de ojos que no lo fuera. Ese azul oscuro casi opaco, como un azul marino desvaído. Nunca falla.
Robert le sonrió con indulgencia. Después de todo, era una mujer muy femenina.
—Y no vaya usted a sentirse superior solo porque esta certeza mía no sea fruto de una lógica más propia de leguleyos —añadió—. No tiene usted más que observar con cierto detenimiento a sus propios amigos y lo comprobará.
Antes de poder evitarlo pensó en Gerald Blunt y en el escándalo de Milford. Cierto, Gerald tenía los ojos azul pizarra. Y también Arthur Wallis, el friegaplatos del White Hart, que pagaba semanalmente nada menos que tres pensiones alimenticias. Y también… ¡Dichosa mujer! ¡No tenía ningún derecho a hacer una ridícula generalización como esa y además estar en lo cierto!
—Resulta fascinante especular con lo que habrá estado haciendo durante todo un mes —dijo Marion—. Me complace pensar que alguien le zurró lo suficiente como para dejarle el cuerpo lleno de moratones. Al menos hay una persona en este mundo que ha llegado a tomarle la medida. Espero conocerlo algún día y estrecharle la mano.
—¿Conocerlo?
—Con esos ojos, estoy segura de que se trata de un hombre.
—Bueno —dijo Robert, mientras se disponía a marcharse—, dudo que Grant tenga aún caso suficiente como para llevarlo ante un tribunal. Sería la palabra de ella contra la de usted, sin nada concreto que respalde la versión de ninguna de las partes. Contra usted estaría su declaración jurada: tan detallada como circunstancial. Contra ella, lo inherentemente improbable de su historia. No creo que consiguiera un veredicto.
—Pero aún en ese caso el asunto no desaparecerá, llegue o no al juzgado. Y no me refiero solamente a los archivos de Scotland Yard. Tarde o temprano, algo así trascenderá y la gente empezará a chismorrear. No estaremos tranquilas hasta que todo quede completamente aclarado.
—Oh, todo se solucionará si está de mi mano. Sin embargo, creo que lo mejor será esperar un día o dos para ver qué decide Scotland Yard. Poseen más y mejores recursos que nadie para llegar a la verdad. Desde luego, muchos más que los que nosotros tendremos nunca.
—Viniendo de un abogado, lo que acaba de decir es todo un tributo a la honestidad de la policía.
—Créame, quizá la verdad sea una virtud, pero en el caso de Scotland Yard hace tiempo que se ha convertido en un activo comercial más. No quedarán satisfechos con otra cosa que no sea la verdad.
—Si finalmente fuéramos a juicio —dijo ella, mientras lo acompañaba hasta la puerta—, y obtuviéramos un veredicto, ¿qué consecuencias tendría eso para nosotras?
—No estoy seguro de si serían dos años de prisión o siete de trabajos forzados. Como ya le dije, no estoy muy ducho en lo que a procedimiento penal se refiere. Pero me informaré.
—Sí, hágalo. Hay una gran diferencia.
Decidió que le agradaba su costumbre de bromear. Especialmente ante la posibilidad de ser acusada de un delito tipificado en el código penal.
—Adiós —dijo ella—. Ha sido muy amable al venir. Su presencia me ha reconfortado.
Y Robert, recordando lo cerca que había estado de pasarle el muerto a Ben Carley, se sintió avergonzado mientras caminaba hacia la puerta.
4
¿Has tenido un día atareado, querido? —preguntó la tía Lin mientras desplegaba una servilleta y la colocaba sobre su mullido regazo.
Era esta una frase que, aunque nacía de una sincera preocupación e interés, con el paso del tiempo había perdido su significado. Era una manera más de dar comienzo a la cena, tanto como el gesto de extender su servilleta o de tantear el suelo con los pies hasta dar con el escabel en el que los apoyaba para compensar la brevedad de sus gordezuelas piernas. En cualquier caso, no esperaba respuesta alguna. O, más bien, puesto que no se percataba de haber hecho la pregunta, tampoco prestaba atención a la respuesta.
Robert levantó la vista de la mesa y la miró con una benevolencia aún mayor que de costumbre. Tras su insólita visita de esa tarde a La Hacienda, la serenidad de tía Lin le resultaba reconfortante y observó con ojos nuevos aquella pequeña y sólida figura de cuello gordezuelo, cara redonda y sonrosada y cabellera de color gris acero cuyos rizos se escapaban de las grandes horquillas que pretendían contenerlos. СКАЧАТЬ