Название: El árbol de la nuez moscada
Автор: Margery Sharp
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Hoja de Lata Editorial
isbn: 9788418918278
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Entonces se sumió en el silencio, preocupado por sus asuntos profesionales. Julia, para distraerlo, le preguntó por la nueva generación, pero eso lo apesadumbró aún más.
—Bob y Willie están bien casados, pero solo tienen una hija cada uno. Chiquillas encantadoras y alegres, pero a pesar del apellido no es frecuente que una mujer sea una acróbata de primera clase. Están aprendiendo danza. —Fred suspiró—. Yo también debería casarme, pero hubo una muchacha, hace seis años…
Julia le estrechó la mano. No pudo evitarlo, pero él creyó que era intencionado.
—Cayó en la red —continuó—, aunque en una mala postura. Creo que deseó que no hubiera habido red. El caso es que murió tres meses después y, por un momento, detesté todo esto.
—Me asombra que no lo dejara.
—¿Dejarlo? —Fred la miró sorprendido—. Pues claro que no lo dejé. Pero me afectó, ya me entiende. No voy a decir que no haya vuelto a mirar a una mujer desde entonces, porque no es así, pero casarme es otra cosa.
—No creo —dijo Julia con delicadeza— que ella hubiera querido que no…
—Es cierto. En su lecho de muerte, me dijo: «Dale un abrazo de mi parte a tu esposa, Fred», con esas palabras. ¡Discúlpeme, no pretendía entristecerla!
Y es que Julia ya estaba llorando. Ninguna consideración hacia su aspecto había conseguido jamás reprimir su sensible corazón y las lágrimas se mezclaron con el colorete hasta que el pañuelo de Fred se llenó de manchas rosas. Cuando al fin se sonó la nariz, parecía cinco años más vieja, pero Fred no dio muestras de que le importase. Le rodeó los hombros con un brazo y trató de secarle los ojos él mismo.
—No —sollozó Julia—. Vaya a ver a Ma. Quiero arreglarme.
Él se fue de inmediato, el perfecto caballero. Una vez sola, el llanto cesó rápido, dejándola purgada por la emoción, y se enfrascó con su neceser sin pensar en otra cosa. Desde luego estaba disfrutando en extremo del viaje: su congoja, del todo auténtica mientras duró, no era sino un suceso más en un periplo de lo más interesante y variopinto. No habría querido perdérselo. Incluso la apresurada compostura del maquillaje la divertía y cambió el carmín más tenue (de Packett) por otro a prueba de roces en un tono rojo flamenco. El efecto era imponente, pero cuando regresó el señor Genocchio no pareció darse cuenta.
—Estoy preocupado por Ma —dijo sombrío—. Sigue revuelta.
Julia alzó la vista con interés.
—Y además —continuó el otro—, cuando se le pase, se quedará dormida. Ese idiota de Joe la ha estado atiborrando de coñac como si rellenara una petaca. Creo… —Se dejó caer en el asiento—. Creo que no podrá salir al escenario.
—Bueno, en realidad no es parte del espectáculo, ¿no? —observó Julia en un intento por consolarlo—. Quiero decir que no es como si tuviese que retirarse usted.
—Nos permitía tomarnos un respiro. Viene bien parar un minuto durante la actuación. Además, sé que no lo creerá al verla así, pero Ma es bastante buena. Tiene una sonrisa bonita y cierta presencia. Un brillo especial en los ojos y todo lo demás. Le sorprendería el arte que tiene.
—Eso es la experiencia —repuso ella con ambigüedad—. ¿No pueden recurrir a nadie del teatro?
—Tal vez, pero no tenemos mucho tiempo y detestan a cualquiera que les dé problemas. No sirve de nada preocuparse. Si llega bien, llega bien, y si no…
—Si no, tendré que ayudarles yo misma —dijo Julia.
Apenas aquellas palabras salieron de sus labios, supo que era un error. Hay ocasiones en las que uno debería abstenerse de hacer buenas obras y esta era una de ellas. Cuando vas a reunirte con tu hija —o, en cualquier caso, cuando vas a reunirte con una hija como Susan—, no tendrías que desviarte para ponerte unas mallas prestadas. Pero Fred ya estaba estrechándole las manos con una gratitud casi excesiva y una emoción peculiar recorría los dedos de ambos. Era la emoción del teatro, el entusiasmo de estar entre bambalinas, esa sensación de la que llevaba tanto tiempo alejada y que (ahora se daba cuenta) tanto había echado de menos. «Solo por esta vez —se dijo—. Solo una vez más, ¡antes de que me haga demasiado vieja!».
De modo que, en lugar de seguir hasta la estación de Lyon, Julia se apeó en la estación del Norte.
CAPÍTULO 4
1
De pie sobre una silla frente al exiguo espejo del camerino, Julia se miró detenidamente las piernas. Hacía tanto que no se veía en mallas que sentía a la vez curiosidad y aprensión, sobre todo porque las mallas de Ma eran a todas luces enormes. No obstante, aunque la señora Genocchio era corpulenta, también era bajita y el tejido era muy elástico. Subiéndoselas con maña, había conseguido estirarlas bien y ahora aquel reflejo aplacó sus dudas. Encaramada a los tacones de cinco centímetros de sus propios zapatos plateados, las piernas de Julia se alzaban fuertes y bien torneadas hasta el argénteo faldellín y, si bien no eran como las de una modelo, tenían su propio atractivo.
—A los hombres no les interesan los mondadientes, de todas formas —dijo complacida.
Con cuidado, por los tacones, se bajó de la silla y estudió esta vez la mitad superior de su imagen. Iba apenas cubierta con una especie de cuerpo de traje de baño, negro igual que las mallas, y un bolero color plata. Un tocado compuesto por plumas negras de avestruz que salían de una diadema plateada completaba el conjunto, y quienquiera que lo hubiese diseñado (pensó Julia) debía de tener muy buen gusto.
Al oír unos golpecitos en la puerta, se apartó casi de un brinco del espejo y adoptó una pose despreocupada bajo una luz más favorable.
—Soy yo, Fred —se anunció el señor Genocchio.
—¡Adelante!
El corazón se le había acelerado. ¿Y si no le gustaba? ¿Y si creía que estaba demasiado… rolliza? Con ferviente repulsa, pensó en todos los dulces franceses que había comido a lo largo de su vida. ¿Por qué se los había comido si siempre supo que serían su ruina? Una vez, para divertir al señor Macdermot, se zampó cuatro éclairs de una sentada… «¡Debería haberse avergonzado de mí!», pensó con amargura; pero si bien su inquietud puede parecer excesiva, es preciso recordar que Julia siempre vivía el presente y que en ese momento su presente era por entero de Fred.
No tenía nada que temer, sin embargo. El rostro del trapecista, cuando apareció en el umbral, rezumaba una admiración empalagosa.
—Está magnífica —dijo al fin.
—Usted también —repuso Julia de corazón.
Y es que ninguna fotografía podía hacerle justicia. Una fotografía solo podía reflejar el brillo de sus mallas negras, no la palpitación de los músculos que había debajo; solo la escultural belleza del equilibrio, no la fluida hermosura del movimiento. Fred cruzó la estancia como una pantera negra y, mientras lo contemplaba extasiada, Julia adquirió sin darse cuenta algo que llevaba СКАЧАТЬ