Lenguas y devenires en pugna. Julio Hevia Garrido Lecca
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Название: Lenguas y devenires en pugna

Автор: Julio Hevia Garrido Lecca

Издательство: Bookwire

Жанр: Социология

Серия:

isbn: 9789972453694

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СКАЧАТЬ En tal sentido se ha señalado que, desde el orden analítico, no hay más incongruencia que la del teórico exigiendo a la estética popular, funcionamientos y usos que le son ajenos; solicitando al orden coloquial recursos que no harían más que ordenar el desorden y, en el camino, tergiversar su dinámica (Bourdieu, 1991: 30 y 93). A propósito de la diferencia entre enunciados descriptivos y enunciados realizativos, Austin señalaba el error de la filosofía, y de la propia lingüística, al restringir el alcance de los enunciados, muchos de ellos sin sentido estricto según Kant, privando así del espacio analítico correspondiente a una serie de oraciones cuyo carácter no descriptivo es constante y evidente (Austin, 1971: 41-4).

      Desde otra óptica Baudrillard, luego de poner en cuestión las propias nociones de lo social y de lo masivo, ha sustentado que la llamada pasividad del destinatario, lejos de ser una materia manipulable emerge como auténtica resistencia: ésta se nutriría de la saturación y la indiferencia, tantas veces criticadas, del anónimo colectivo (Baudrillard, 1985: 21-9, 36-41). Parece inevitable concluir que la famosa interactividad de fin de siglo ha tomado el relevo de las ilusiones participativas pretéritas: allí donde un fascinado Enzensberger atisba insospechados efectos democráticos (Baudrillard, 1974: 194-233).

      Se torna entonces inminente recoger ciertos indicadores que la lengua, en su inquieta permanencia, en su abrupta deriva, plasma en los usos proverbiales. Nótese la evidente “despersonalización” del sujeto anónimo cuando muestra y esconde su expresión mediante frases del tipo: “Las personas no saben qué actitud tomar”, “Uno no es nadie para opinar”, “La gente tiene que optar por lo más práctico”, o más drásticamente “¿Y qué es lo que quieren que uno haga?”. Debe también destacarse la propagación del se (Lefebvre, 1972: 146, 152, 162-3, 193, 224). Se dice, se rumorea, se viene escuchando, a veces intercambiables por giros más íntimos y fórmulas más discretas como la que encierra un “me han contado”. Del lenguaje directo al lenguaje indirecto, del lenguaje simple y llano al metalenguaje, tales subterfugios certificarían la recurrencia del juego entre embragues y desembragues (Benveniste, 1971) que los sujetos del discurso operan. Así, pues, de un lado tales juegos colocan al usuario en la comodidad de un registro impersonal y, de otro lado, lo proveen de recursos siempre, y en algún grado, incorporables; expresiones fácilmente apropiables. Objetos todos de adherencias identificatorias indiscutibles, a pesar de su transitoriedad. No es casual que este orden de cosas se dé en una época en que se asiste a la superación de la antinomia, otrora homenajeada, entre individuo y sociedad. Que tal resquebrajamiento resulte paralelo al de la polaridad entre esferas públicas y recintos privados.

      Hoy por hoy, cuando las entrevistas televisivas alcanzan su cresta más empinada y el intimismo que éstas procuran recrear se confunde con la intimidación propiamente dicha, nos encontraríamos ante lo que Baudrillard supo denominar porno-estéreo. En tales formatos los anonimatos no reconocibles y las autorías específicas se truecan una y otra vez; juegos dialógicos que entrevistadores y entrevistados procuran reproducir, mientras se accede a la cara anónima del personaje célebre, o al repentino y efímero, rostro notable del anónimo. Todo el mundo reconoce la abundancia y utilidad de giros coloquiales del tipo: tal vez, no sólo eso, de repente, nunca se sabe, ojalá, así pasa cuando sucede, y en la otra orilla los: desgraciadamente, para otra vez será, qué le vamos a hacer, habrá que esperar, no hubo suerte, como dispositivos que en su ritmo oscilante tienden puentes entre el escepticismo abúlico y la llamada esperanzadora. Tales indicadores revelan los fundamentos de un perfil estandarizado en el ciudadano medio, levantados ante la fantasmal verticalidad del poder, o ante los azares de una subsistencia hecha de crisis inflacionarias y desempleos súbitos.

      Retrato existencial cuyos contornos se ven incesantemente recompuestos; plano en el que abundan los agujeros y las fisuras; terreno que supone camadas y estratos en permanente acomodo; concavidades sobre las que es necesario deslizarse; intersticios que es preciso salvar o, en los que es preciso perderse. Acontecimientos todos a los que se va habituando el cuerpo y el pensamiento; las sensibilidades y sus manifestaciones discursivas; el espíritu, y la letra que procura figurarla. Se danza, se torea, se engaña a la realidad; se le es, en fin, infiel. Ese trabajo supone un compromiso y ese compromiso ciertas artes: las de la subsistencia y de los artificios motores que lidian con lo inmediato. Contraataques que se inventan para debilitar a los imponderables de lo real, tácticas para asimilar el impacto que invade el horizonte de cada día. Modos de sortear, y en el extremo de alterar, un campo perceptivo quizás menos calmo y ortodoxo que el que de manera harto prolija, describiera la fenomenología (Merleau-Ponty, 1985).

      Un aspecto a retener, a modo de conclusión tentativa, e incluso de advertencia: nadie se enfrenta solo ante tamañas carencias y no debe sorprender que diversas investigaciones desarrolladas en la línea cognitiva hayan demostrado que lo que valida la continuidad y cohesión grupales no se explica a partir del éxito alcanzado, del logro de una meta concreta, o de la recompensa material a la que una colectividad accede objetivamente. Contra todo pronóstico utilitarista, suele destacarse, en la experiencia y en la memoria grupal, el común enfrentamiento a la adversidad. Sesgo que supone la necesidad de despersonalizar el comportamiento y de encontrar, más allá de toda diferencia, semejanzas que contengan y fortalezcan la llamada endogrupalidad, las identidades grupales (Turner, 1990: 84-91). Si los intelectuales de la escena social o del horizonte humano se han encandilado ante la llamada solidaridad de los sectores populares y la han tornado románticamente sublime es porque, en gran medida, el etnocentrismo de sus razonamientos está demasiado ligado a la propiedad privada, a los tiempos mediatos y a los logros pecuniarios del denominado adulto-hombre-blanco (Deleuze y Guattari, 1988: 107, 291-2).

      Sin embargo, y según nos recuerda una notable pluma mexicana, la miseria no hace a nadie mejor, sino más cruel (Fuentes, 1992: 384). Productos que corroboren tal afirmación los podemos encontrar en el neorrealismo italiano, y enseñanzas similares se desprenden del cine negro en Norteamérica. Sólo en las telenovelas, claro está, los indigentes se tornan benévolos y, para coronar la ficción, los sectores acomodados serán proclives a las discordias y los rencores: ¡Que viva la cenicienta! Joaozinho Trinta, consagrado coreógrafo de los carnavales cariocas, afirma que sólo un burgués se puede preguntar a qué se debe el énfasis con que multitud de gente humilde se compromete, con la mayor dedicación y perseverancia, en la preparación anual de los desfiles de verano. Sólo aquél que es estructuralmente ajeno a la problemática de las necesidades básicas concibe la existencia como inseparable de una cierta comodidad suntuaria; como programada en términos de medios y fines. No es casual que desde esas mismas capas se le reclame al pueblo capacidad para el ahorro, perspectivas a mediano plazo, previsión del futuro.

      Por cierto, es en la misma distancia que gobierna la pretendida comprensión de los eventos descritos, que suele alojarse la sorpresa y admiración de los “interesados”. Sorpresa inequívocamente manifestada mediante una serie de interrogantes cuyo rango etnocéntrico no es difícil detectar. Desde su propia articulación tales preguntas levantan un verdadero impasse, fortifican un cerco insalvable: aquél que sus consignas le dictan. En buena cuenta, el problema es que parten de un lugar equivocado, o para decirlo de otro modo, el problema no pasa de ser aquél que la propia interrogación inventa. Así, pues, por lo general se instala al observado en el lugar del observador, en vez de proceder a la inversa. Le atribuyen al primero razones, criterios, lógicas que le son ajenas; negando, recíprocamente, aquellas que le son afines. Sin embargo, dicha ceguera anima el interés y estimula una terca perseverancia. De ahí que el propio Joaozinho Trinta haya dictado una especie de sentencia del investigador aburguesado: si a alguien le agrada la pobreza, si a alguien le llama la atención, ése “alguien” es el intelectual.

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