Название: Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820)
Автор: Luis Bustamante Otero
Издательство: Bookwire
Жанр: Социология
isbn: 9789972454875
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El discurrir del siglo XVIII y el aumento demográfico, las migraciones, el incremento del mestizaje, la creciente convivencia interracial en los barrios, el mayor desarrollo de la economía de mercado y, sobre todo, las reformas borbónicas, vendrían acompañados de importantes cambios culturales que dejarían su impronta, especialmente en las ciudades. El ilustrativo caso de la Ciudad de México permite obtener algunas conclusiones. Sobre la base de las apreciaciones de Seed (1991) relativas a la transformación del concepto de honor en Nueva España, Gonzalbo Aizpuru (2000) concluye que se habría generalizado en el país una división fundada más en la condición social que en las calidades étnicas, y que las personas con mayor capacidad económica y aspiraciones señoriales intentaban sujetarse, al menos en apariencia, a la rigurosidad de las normas sobre el matrimonio que les permitiera resguardar el honor familiar. Entretanto, “los españoles pobres, mestizos y castas parecían instalados en una cómoda despreocupación, que les permitía optar libremente por uniones consensuales o matrimonios sacramentales” (Gonzalbo Aizpuru, 2000, p. 11). La explicación que subyace a este juicio tiene como punto de partida los albores coloniales, es decir, la época en la que la Corona española delimita los patrones de asentamiento hispano en América y construyó lo que, a la larga, terminaría siendo esa ficción jurídica que fue el ordenamiento de la población en dos repúblicas: la de españoles y la de indios. Ambas colectividades debían vivir separadas, una en las ciudades y la otra en las reducciones o pueblos de indios.
En ese marco, el matrimonio jugaba un rol fundamental: garantizaba la endogamia racial. Sin embargo, hubo matrimonios mixtos (el argumento del libre consentimiento) y, sobre todo, uniones consensuales entre todos los grupos, con el resultado conocido del mestizaje y la ilegitimidad, los cuales, con el transcurrir del tiempo, se acentuarían17. Pero el tiempo urbano no es igual que el tiempo rural, y en las ciudades, mientras predominaba la endogamia entre los españoles y los pocos indios que en ellas había (generalmente estos vivían en barrios separados)18, entre los mestizos y las castas se impuso la tendencia a la aspiración de ascenso social. La consecuencia de todo esto explotaría en el siglo XVIII: muchas familias se habían “blanqueado” o estaban en proceso de lograrlo, debido, entre otras cosas, al crecimiento económico y las mejores relaciones sociales que este implicaba. La sospecha cundía, especialmente entre las élites recelosas de su “calidad”, y, como en una gradiente empinada, repercutía hacia abajo, hacia los grupos intermedios, y de estos hacia la plebe. Detener este “desorden” fue parte también del programa borbónico de reformas, uno de cuyos puntales fue la Pragmática Sanción de 1776, aplicada a América en 1778. Por el momento, sin embargo, lo que interesa destacar es cómo la estratificación social fue distanciándose de los iniciales parámetros estrictamente étnicos, hacia los más específicamente socioeconómicos.
En general, pareciera ser que la tendencia característica del siglo XVIII fue la de “un progresivo avance de la moral cristiana entre españoles y castas, con mayor proporción de matrimonios y considerable descenso en el número de nacimientos ilegítimos”. Los cambios de la modernidad ilustrada terminaron influyendo en la conducta de las parejas: se incrementaron los matrimonios canónicos entre españoles y castas, y se redujeron los nacimientos ilegítimos, aunque las castas continuaron siendo las más irreverentes (Gonzalbo Aizpuru, 2000, pp. 12-17); el proceso modernizador llevado a cabo por los Borbones en América exigía mayor formalidad en las uniones. Sin embargo, aunque los datos de la capital novohispana coinciden, en términos generales, con los de otras poblaciones mexicanas en el sentido de una reducción de la ilegitimidad (o, por lo menos, de una estabilidad de las tasas respecto del siglo XVII), no hay razones suficientes para sostener que estas tendencias se hayan presentado en otras áreas urbanas de Hispanoamérica. Así, en la capital del virreinato peruano, la tendencia era la de un crecimiento de la ilegitimidad en el siglo XVIII respecto del anterior (Cosamalón, 1999b, pp. 40-41)19. Esto no niega, sin embargo, la preocupación borbónica por el control social que, sin duda, se extendió, entre otras razones, porque la ilegitimidad fue peor vista que antes.
Pero la preocupación por el “desorden” al que se aludía también hacía referencia al aumento de la conflictividad marital. En el contexto del siglo XVIII, individuos de toda condición étnica y socioeconómica, aunque primordialmente elementos de los sectores medios y populares, acudieron con una frecuencia cada vez mayor a las instancias judiciales para intentar resolver sus problemas. Conforme transcurría la centuria y se acercaba a su fin, se observa, desde la comodidad del presente, cómo se multiplicaban los juicios entre los cónyuges y se advierte que mucha gente sufría. El abandono, el adulterio, la falta de manutención, el alcoholismo y, sobre todo, la violencia marital, entre otros factores, estaban en la base de los numerosos litigios que llegaron a los juzgados. Los procesos de nulidad matrimonial y de separación de cuerpos efectuados en los juzgados eclesiásticos, preferentemente, y en menor medida los litigios que se desenvolvieron en el fuero civil, darían cuenta de esta dura realidad que la modernización borbónica pretendió también enfrentar20.
3. Nulidad matrimonial y divorcio eclesiástico
De lo expuesto resulta claro que tanto el derecho canónico como la legislación civil colonial sobre matrimonios persiguieron la instauración de un modelo de familia cristiana en América que, en principio, debía ser aplicable a cualquier espacio y condición social, mediante la implantación del sacramento matrimonial. Esta unión convertía a la pareja conyugal en agente difusor de la moral y los valores cristianos, y en entidad idónea para luchar contra la herejía, la idolatría y la poligamia, capaz de llevar a cabo el plan de Dios, que es la salvación. El régimen legal matrimonial preveía, no obstante, que se pudieran producir situaciones irregulares dentro del modelo ideal y consideraba la posibilidad de “recursos legales de protesta que de ningún modo invalidaban o demeritaban el modelo, sino que reforzaban su universalidad al referirse a vicios en la práctica contrarios al espíritu de la ley” (Gonzalbo Aizpuru, 2001, p. 167). Es decir, si el matrimonio no contaba con los requisitos exigidos por ley, si había —utilizando el lenguaje canónico— impedimentos que no habían sido subsanados mediante alguna dispensa, este no podía llevarse a cabo o, si ya había sido efectuado, podía ser anulado, lo que significaba, en última instancia, que este no había existido o era ilegal. Ello implicaba la necesidad de acudir a los tribunales eclesiásticos e iniciar un proceso relativamente largo y complicado para solicitar la nulidad del matrimonio.
En el discurso tomista sobre el sacramento matrimonial, el consentimiento mutuo expresado libremente entre personas aptas para el casorio causa la unión. El principio general es que si el impedimento, esto es, la circunstancia que se opone a la validez del acto, vicia el consentimiento, no puede haber matrimonio válido. Entre los impedimentos que vician el libre albedrío, está la coacción (el miedo grave que destruye el consentimiento), el error (el desconocimiento sobre algo esencial al matrimonio o sobre el sujeto con el que se contraerá las nupcias), la locura (la falta de uso de razón anterior a la unión) y la condición servil (una de las partes ignora la condición de siervo o esclavo de la otra) (Ortega Noriega, 2000, p. 50).
Los impedimentos, de otra parte, inhabilitaban a la persona de manera absoluta o temporal para contraer nupcias. Entre ellos estaban el de impotencia (la imposibilidad perpetua de que uno de los consortes pueda realizar el coito), el de defecto de edad (si los contrayentes no tienen la edad mínima que exige la ley canónica: 12 años para la mujer y 14 para el hombre), el de voto y de orden (una de las partes ha emitido voto solemne de continencia, por ejemplo, al profesar en una orden religiosa), de maleficio (la impotencia del varón a causa de un hechizo), de vínculo (si uno de los consortes ya está casado), de disparidad de cultos (uno está bautizado y el otro no), de pública deshonestidad (una de las partes ha contraído esponsales con una persona y pretende casarse con otra), de parentesco (por consanguinidad, afinidad, de tipo espiritual y de tipo legal)21 y de crimen (el incesto y el uxoricidio inhabilitan a la persona) (Ortega Noriega, 2000, pp. 50-53; Rípodas Ardanaz, 1977, capítulos III-IX).
Desde un ángulo más estrictamente jurídico, los impedimentos matrimoniales pueden ser divididos en dirimentes, СКАЧАТЬ