Betty. Tiffany McDaniel
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Читать онлайн книгу Betty - Tiffany McDaniel страница 13

Название: Betty

Автор: Tiffany McDaniel

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Sensibles a las Letras

isbn: 9788418918247

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СКАЧАТЬ tengo s-s-sueño.

      Lint subió al capó por el lado de papá.

      Se frotaba los ojos llorosos con el dorso de los puños. Sus bolsillos estaban repletos de las piedras que había cogido.

      —Pues estás de suerte, hijo, porque tengo polvo de dormir en el bolsillo —dijo papá subiendo a Lint al capó y poniéndolo entre nosotros—. ¿Todavía te da miedo dormirte? —le preguntó.

      Un par de semanas antes, Lint había hecho un dibujo en el que se veía un garabato negro encima de su cuerpo hecho con palitos. Entonces tenía cuatro años, de modo que el dibujo tenía menos sentido que la explicación que dio. Le dijo a papá que el garabato negro era la noche y que si se dormía, la noche le robaría el alma.

      —El a-a-alma —había dicho Lint a la vez que ennegrecía el garabato—. La noche se la lleva, papá. Se la lleva para e-e-enterrarla. Al norte. En el f-f-frío.

      Acordándome del dibujo de Lint, miré a la oscuridad que nos rodeaba mientras papá prometía a Lint que la noche no le robaría el alma.

      —Yo no lo permitiré.

      Papá abrazó a Lint.

      —No puedes e-e-evitarlo, papá.

      —Tu alma está aquí. —Papá le puso la mano con delicadeza sobre el puente de la nariz—. Te dejaré la mano aquí toda la noche mientras duermes. Cuando te despiertes por la mañana, tu alma seguirá en su sitio. Te lo prometo.

      Mientras Lint apoyaba la cabeza en el pecho de papá, yo me acurruqué sola en el borde del capó.

      5

       ¿Diste tú hermosas alas al pavo real?

      Job 39, 13

      BIENVENIDOS A BREATHED se hallaba pintado en rojo en un trozo astillado de madera de granero clavado a un plátano americano. Con el tiempo aprendería que, entre el cielo y el infierno, Breathed era un pedazo de tierra en medio de un dolor palpitante, donde las lagartijas morían aplastadas bajo las ruedas y la gente parecía hablar como un trueno que choca con otro. Allí, en el sur de Ohio, te despertabas con los ladridos de los perros callejeros y siempre tenías presente la sombra de los lobos grandes.

      —¿Cómo se dice el nombre del pueblo? —preguntó Trustin—. ¿Breathed?

      —No con el sonido de la i de brisa. —Papá miró a Trustin por el retrovisor—. Sino con el de la e de brezo, pero en lugar de la o del final, pronuncia una t.

      Por todos lados, las colinas se alzaban como una gran exclamación del hombre al cielo. Conocido como las estribaciones de los Apalaches, el macizo de arenisca desprotegida formaba crestas, precipicios y cañones tallados y moldeados por el deshielo de los glaciares. Cubierta de una mezcla verde de musgo y liquen, la antigua arenisca recibía los nombres de las cosas a las que recordaba. Estaba la Mesita de Té del Diablo, el Ciervo Cojo y la Sombra del Gigante. Los nombres se transmitían a cada nueva generación como si su valor fuese comparable al de las joyas de una familia.

      No había carreteras ni calles que cruzasen las colinas y atajasen por el terreno, sino caminos, como los llamaban los lugareños, como si para ellos las vías cubiertas de tierra no fuesen más que senderos ensanchados. En Main Lane, la vía principal, estaba la tienda de ropa Saint Sammy’s, la juguetería Moogie’s, la tienda de ropa Fancy’s y otros negocios. Main Lane se bifurcaba en caminos residenciales donde cada casa tenía una biblia familiar y una receta suculenta de pan. Más lejos, el terreno estaba ocupado por granjas. Bajo su forma más saludable, Breathed era una madre y esposa que no se olvidaba de colgar las banderas de la barandilla del porche cada Cuatro de Julio. Bajo su forma más siniestra, era el sitio en el que podías morir desangrado sin una sola herida abierta.

      Papá entró en Breathed despacio, como alguien que pone cuidado donde pisa. Pronto apareció un hombre canoso con un globo amarillo en la mano. Se encontraba en el linde del límite forestal.

      —Hola, viejo amigo —gritó papá por la ventanilla abierta saludando al hombre con la mano.

      —¿Landon Carpenter? —El hombre le devolvió el saludo—. ¿Eres tú de verdad?

      Papá respondió con un breve bocinazo, y seguimos avanzando.

      —Ese era el viejo Cotton Whithers —nos dijo a los niños mientras mirábamos hacia atrás al hombre que todavía agitaba los dos brazos.

      —Veo que no ha dejado de mandar cartas —observó mamá contemplando cómo el globo amarillo se elevaba en el cielo.

      Centré mi atención en el pueblo. Ya habíamos vivido en parajes agrestes. Árboles de una altura de la que carecían los hombres. Prados de una belleza equivalente a la de las mujeres. Sin embargo, en Breathed había algo distinto. Ese sitio parecía inspirar y espirar como si no fuese un pueblo creado por el hombre, sino un lugar nacido de él. Tenía ganas de escribir un poema a Breathed. Rimaría las palabras si no me quedaba más remedio, pero las pronunciaría como si lanzase piedras a un río. Esa parecía la única forma de representar un lugar en el que los caminos de tierra parecían pitones pardas tendidas en el suelo, cuyas escamas reflejaban la luz del sol.

      Cuando papá giró bruscamente, alcé la vista y vi el nombre del camino.

      —Shady Lane —pronuncié en voz alta.

      Unos árboles muy altos bordeaban los dos lados de la travesía, y sus ramas se trenzaban como ríos helados. El camino terminaba en la entrada de nuestra propiedad, compuesta por hectáreas de bosque y campo sin podar. En el camino de acceso cubierto de malas hierbas había un coche rojo. Apoyado en él estaba Leland. Se encontraba de permiso, y como papá le había escrito para informarle de que íbamos a cambiar de vivienda, Leland dijo que se reuniría con nosotros en la nueva casa. Entonces tenía veintidós años. Tenía el pelo rubio corto y llevaba el uniforme de servicio del Ejército.

      Trustin gritó el nombre de Leland cuando bajó del coche.

      —¿De dónde has sacado ese cochazo nuevo? —preguntó papá mirando cómo brillaba el vehículo de Leland.

      —Me lo ha prestado un amigo —respondió Leland.

      —¿Nos has traído algo de Japón? —quería saber Trustin.

      Leland nos había comunicado por carta que había estado destinado recientemente en Japón. Nos había cautivado con todo lo que había visto. Mujeres con pintura blanca en la cara. Bonitos kimonos que se arrastraban por el suelo. Tejados que se llamaban pagodas y tenían forma de flores de calabaza apiladas unas encima de otras.

      —Pues claro que tengo cosas para vosotros.

      Leland le regaló a Trustin un pisapapeles que tenía espirales de color dentro. A Lint le dio una piedra gris redonda.

      —La cogí en suelo japonés yo mismo —le explicó.

      —Mira lo redonda que es —le dijo papá a Lint—. Parece un ojo grande y viejo.

      Lint sonrió al oír su comentario.

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