Название: Cuentos de Asia, Europa & América
Автор: Tessa Hadley
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Fondo Universidad de Guadalajara
isbn: 9786075712680
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Un día, hacía ya algunos meses, Nahum fue a buscarla al atardecer a su habitación del centro educativo para llevarle un jersey que se había dejado en su casa. La encontró con dos de sus compañeras, cada una sentada en su cama, tocando la flauta y repitiendo una y otra vez la misma pieza, que no era más que una sencilla escala. Al entrar se disculpó ante las chicas por la interrupción, dejó el jersey doblado al borde de la cama, quitó una imperceptible mota de polvo de la mesa, se disculpó de nuevo y salió de puntillas, para no molestar. Una vez fuera, se quedó en la oscuridad bajo su ventana unos cinco minutos más escuchando cómo volvían a tocar las flautas: en esa ocasión se trataba de un estudio musical fácil, que se alargaba y se repetía con tristeza, y de pronto sintió que se le encogía el corazón. Después se fue a su casa y se quedó escuchando la radio hasta que se le cerraron los ojos. Por la noche, en duermevela, oyó chacales muy cerca, como si hubiesen llegado justo hasta los pies de su ventana.
El martes, al volver del trabajo, Nahum se lavó, se puso unos pantalones planchados color caqui y una camisa celeste, se abrigó con su viejo chaquetón, que le daba un aspecto de intelectual pobre de principios del siglo pasado, limpió con la punta del pañuelo los cristales de sus gafas y se dispuso a salir. En el último momento se acordó del libro de árabe para principiantes que Edna había dejado en su casa. Envolvió el libro con mucho cuidado en plástico semitransparente, se lo puso bajo el brazo, se colocó una gorra gris y salió de casa. Las huellas de la lluvia aún se notaban en algunos charcos pequeños y en las hojas de los árboles, que estaban limpias y olorosas. Como no tenía prisa, dio un rodeo por un camino que pasaba por la casa de los niños. Aún no sabía qué le iba a decir a su hija y qué podía decirle a David Dagan, pero esperaba que en el último momento, cuando los tuviera delante, se le ocurriera algo. Por un instante le pareció que todo ese asunto entre Edna y David Dagan tan sólo existía en la imaginación calenturienta de Roni Shindlin y el resto de los cotillas del kibutz, y que cuando llegase a casa de David lo encontraría como siempre, tomando el café de la tarde con alguna mujer completamente distinta, una de sus exmujeres, o la maestra Ziva, o tal vez una chica nueva que él no conocía. Edna no estaría allí y él tan sólo intercambiaría con David unas cuantas frases en la puerta, sobre la situación, sobre el gobierno, rechazaría quedarse a tomar café y a jugar al ajedrez, se despediría y se marcharía, tal vez iría a la habitación de Edna en el centro educativo, allí la encontraría leyendo, tocando la flauta o haciendo los deberes. Como siempre. Y le devolvería el libro.
El olor a tierra mojada lo acompañó por el camino junto con un lejano olor a cáscaras de naranja fermentadas y a estiércol de vaca procedente del patio y los establos. Se detuvo ante el monumento a los caídos y vio el nombre de su hijo, Yishai Asherov, que había muerto hacía seis años durante la incursión de nuestras fuerzas en el pueblo de Dir al-Nashaf. Los once nombres del monumento estaban grabados con letras de bronce en relieve y Yishai era el séptimo o el octavo de la lista. Nahum recordó que, de pequeño, Yishai decía «era» en vez de «pera» y «ana» en vez de «rana». Alargó la mano y pasó la yema de los dedos por las frías letras de bronce. Luego se marchó de allí sin saber aún lo que iba a decir, pero de pronto sintió angustia porque desde su juventud había un lugar reservado en su corazón para David Dagan e incluso ahora, después de lo que había ocurrido, no estaba enfadado sino confuso y sobre todo decepcionado y triste. Mientras se alejaba del monumento comenzó a llover de nuevo, no con fuerza, pero sí de forma persistente. Esa lluvia le mojó las mejillas y la frente y le empañó las gafas, así que protegió el libro envuelto en plástico bajo el gastado chaquetón de estudiante apretándolo con el brazo contra su pecho. Por tanto, parecía que se llevaba la mano al corazón como si se sintiese mal. Pero no se cruzó con nadie por el camino que pudiera ver ese gesto de su mano apretada contra el chaquetón. ¿Y si esa relación sin fundamento entre Edna y David Dagan terminaba por sí sola en unos cuantos días? ¿Y si ella recapacitaba y volvía a su vida de antes? ¿O David se hartaba de ella pronto como solía hartarse de todas sus amantes? Al fin y al cabo, ella era una joven que no había tenido nunca novio, salvo, según decían, una historia de dos o tres semanas con Dubi, el socorrista de la piscina, mientras que David Dagan era famoso por cambiar continuamente de esposas y de amantes.
Nahum Asherov recordó cómo había empezado su amistad con David Dagan: cuando el kibutz se levantó sobre el suelo, durante los primeros años eran tan pobres que todos vivían en tiendas de campaña suministradas por la Agencia Judía y sólo los cinco recién nacidos se alojaban en el único barracón existente. En el joven kibutz estalló un debate ideológico sobre quiénes debían pernoctar por turnos en el barracón de los niños: ¿los padres o todos los miembros del kibutz? El debate surgió por un desacuerdo aún más profundo: ¿los niños pertenecían, por principio, a sus padres o a toda la comunidad del kibutz? David Dagan luchó a favor de la segunda postura, mientras que Nahum Asherov abogó por el derecho natural de los padres. Durante tres días, a lo largo de la tarde y hasta bien entrada la noche, los miembros del kibutz estuvieron discutiendo la cuestión de si zanjar el debate con una votación pública o secreta. David Dagan condujo la lucha a favor de la votación pública, mientras que Nahum Asherov fue uno de los defensores de la votación secreta. Al final se acordó constituir un comité en el que participarían David y Nahum junto con tres compañeras que aún no fuesen madres. En el comité se decidió por mayoría de votos que los niños pertenecían al kibutz, pero que en los turnos para pernoctar en el barracón participarían primero todos los padres. Nahum admiraba la postura ideológica firme y coherente de David Dagan, aunque discrepaba de él. Mientras que David apreciaba la delicadeza y la paciencia de Nahum, y le impresionó que Nahum, gracias a su tranquila tenacidad, hubiera conseguido vencerle. Cuando Yishai murió durante la incursión en Dir al-Nashaf, David Dagan pasó varias noches en casa de Nahum. Desde entonces habían conservado su amistad y a veces se veían al atardecer para jugar al ajedrez y charlar sobre los principios que regían el kibutz, sobre cómo eran y cómo deberían ser.
David Dagan vivía en una casa junto al muro de cipreses en un extremo del sector 3. Entró en esa casa tras abandonar a su cuarta esposa, y todos sabían que lo había hecho porque mantenía relaciones con Ziva, una joven maestra de la ciudad que se quedaba tres noches por semana en nuestro kibutz. Hacía unos días que había roto la relación con Ziva, porque Edna se había llevado sus cosas de la habitación del centro educativo y se había ido a vivir con él a su nueva casa. Otra persona en mi lugar, pensó Nahum Asherov, puede que irrumpiese allí hecha una furia, propinase a David dos bofetones, la agarrase a ella del brazo y se la llevase a casa a la fuerza. O, al contrario, que entrase en silencio y se plantase ante ellos rota y exhausta como diciendo cómo habéis podido, cómo no os da vergüenza. Vergüenza de qué, se preguntó Nahum.
Y mientras tanto permaneció unos instantes más bajo la fina lluvia delante de la casa, apretando contra su corazón el libro que llevaba debajo del abrigo y con las gafas empañadas por las gotas de lluvia. Un trueno lejano se oyó en el horizonte y la lluvia arreció. Nahum se detuvo bajo la marquesina de la entrada de la casa y esperó. Aún no tenía ni idea de lo que iba a decir cuando David le abriese la puerta. ¿Y si lo hacía Edna? El pequeño jardín de David Dagan estaba descuidado, lleno de cardos y de hierbas, y sobre los cardos había СКАЧАТЬ