Название: Cuentos de Asia, Europa & América
Автор: Tessa Hadley
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Fondo Universidad de Guadalajara
isbn: 9786075712680
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Después de un largo recorrido, había dado con un buen médico. Lidia acudía a su consulta por lo menos dos veces al año para tenerle al tanto de sus consabidas dolencias. No, no mejoraba, convivía con ellas. Unas veces, agudos y persistentes dolores de cabeza, otras, menos agudos, más bien, una sensación de pesadez. En ocasiones, era el cuerpo lo que le dolía. O ese peso, de nuevo, como si algo se hubiera filtrado en su interior y tirara para abajo. Hacía lo que podía, pero no era fácil vivir así. Con dolor casi constante. Sin diagnóstico. Los médicos a los que había visitado habían pronunciado nombres de enfermedades que a Lidia le sonaban a excusas, a subterfugios. Al cabo, había dado con un médico que la escuchaba y parecía comprenderla. Le recetaba fármacos que aliviaban su dolor. No dudaba de la intensidad de su dolor, o, como habían hecho otros médicos, de la misma existencia del dolor, se preocupaba por ella. Incluso le había dado el número de teléfono de su móvil, por si algún medicamento le sentaba mal, por si aparecía un nuevo síntoma.
Aquel día había sido distinto. Quién sabe por qué, Lidia se había encontrado hablando de Néstor, su hijo, con el médico. Tenía quince años, una edad muy difícil. Lidia sentía que lo estaba perdiendo. Estaba siempre como ido, apenas hablaba, no estudiaba, no leía (de pequeño, le encantaban los cuentos), comía de una forma muy poco educada, evitando mirarles, soltaba pequeños gruñidos como única respuesta a lo que ella y su marido le decían. David, su marido, trataba de quitar importancia al asunto, decía que Néstor estaba pasando por una mala época, cosas de la edad, él también había sido un adolescente hosco e inabordable, había que tener paciencia, confiar.
Pero Lidia se sentía íntimamente desanimada, desilusionada, casi desgarrada. Y tenía una sospecha: el chico se drogaba. Era más que una sospecha, le confesó Lidia al médico. Había encontrado, medio escondido entre las camisetas, un pedazo de color chocolate de lo que sin duda era hachís en el armario de Néstor. Había sido de forma casual, nunca se le hubiera ocurrido escudriñar en las cosas de su hijo, eso le parecía mal, le repelía, simplemente estaba colocando la ropa limpia y planchada de Néstor en su armario. Se le iba, sí, eso era lo que estaba pasando, se le escapaba, y lo raro, lo que le causaba verdadera impotencia, además del dolor, era que lo entendía, ella también quería escaparse, irse adonde fuera. Eran muy parecidos, dijo, su hijo y ella. Perderlo era como perderse a ella misma.
El médico negó con la cabeza. Luego dijo cosas —muchas, fue casi un discurso— que más tarde Lidia no pudo recordar de forma literal, pero sí aquella sensación: súbitamente comprendió que estaba completamente equivocada. ¡Qué liberación! Ella no era su hijo.
De todos modos, se dijo, mientras caminaba bajo las sombras de los árboles, hablaría con él. Simplemente, le diría: Estoy preocupada.
¡Ay, si se le pasaran los dolores! Por primera vez en mucho tiempo, pudo imaginarse a sí misma sin dolores de ninguna clase, de muy buen humor, haciendo miles de cosas. En casa, y fuera de ella. Fármacos, hay muchos, había dicho el médico, si uno no funciona, probaremos con otro. Daremos con ello. ¿Por qué no?
Muy cerca ya de la plaza que todos llamaban «de los delfines», a causa de los delfines de hierro cuyo salto, inmóvil, recibía la cascada del agua de la fuente, Lidia vio una cafetería. Una pequeña terraza cubierta con un toldo. Pidió un café (descafeinado) y telefoneó a David. Aún estaba en la librería, pero se encontraba ya frente a la caja, pagando.
Mientras hablaba con David y le daba explicaciones sobre el lugar exacto en que estaba la cafetería, Lidia se fijó en una mujer que estaba sentada a una mesa algo más adelantada que la suya, hacia la izquierda.
¿Qué años tendría? Mayor que Lidia, sí. Llevaba ropa cara, se notaba a la legua, a pesar de la discreción de los colores. Predominaban los beiges y los marrones. El pelo, perfectamente arreglado en una melena corta, con mechas rubias. Delgada. Falda levemente por encima de la rodilla. La cara, que Lidia sólo podía ver en parte, cuando giraba un poco la cabeza, tenía un aire artificial. Operada, sin duda. Todo resultaba desajustado.
La mujer pidió vino blanco, justo en el momento en que Lidia volvió a dejar el móvil sobre la mesa. El camarero le sirvió una medida generosa, y depositó sobre la mesa un platillo de aceitunas. La mujer sacó de su bolso marrón una agenda de piel de cocodrilo, tomó un pequeño bolígrafo o lápiz portaminas dorado y se concentró ante las páginas de la agenda abierta, mientras su mano revoloteaba sobre el platillo de las aceitunas y la base de la copa de vino. La mano, tostada por el sol, gastada por la vida, pero muy cuidada, iba y venía. Un anillo de oro, ancho, de dibujos geométricos, refulgía en uno de sus dedos. Varias pulseras tintineaban en la muñeca.
Sonó el móvil de Lidia. David ya estaba muy cerca. Tal como habían convenido, no aparcaría el coche.
Bebió el resto del café que quedaba en la taza, pagó, echó una última ojeada a la mujer, y esperó, de pie en el borde de la acera, la llegada de David.
La mujer no había levantado los ojos fijos en la agenda.
Al cabo de un mes, más o menos, a Lidia le pareció ver de nuevo a la mujer de la terraza del bar. Venía andando por la calle de Goya con la mirada abstraída. Prácticamente igual vestida, igual peinada. Andaba muy despacio, como si tuviera miedo de caerse. No se detenía frente a los escaparates.
Al llegar a su altura, Lidia la miró sin disimulo alguno. La mujer no le devolvió la mirada.
Aún no era la hora del aperitivo, la hora del vino blanco con aceitunas.
Pocos días antes de Navidad, uno de los amigos de Néstor tuvo que ser hospitalizado con urgencia. Había perdido el sentido de madrugada, en una fiesta. ¿Qué era lo que había tomado?, preguntaron los padres del chico a sus amigos. Néstor lo dijo enseguida, se trataba de una pastilla, un fármaco que, al combinarse con alcohol, provocaba una súbita e intensa euforia. El chico, después de la euforia, se había desmayado. Probablemente, saber lo que el joven había ingerido le había salvado.
La conmoción, afortunadamente, no tuvo consecuencias trágicas. Pero la tragedia les había rozado.
Lidia acompañó a Néstor al hospital a ver a su amigo, ya fuera de peligro. El chico había preguntado por sus amigos, quería saber cómo se encontraban, asegurarse de que estaban vivos. Le había entrado una gran preocupación por ellos.
—Te espero en la cafetería —le dijo Lidia a su hijo—. Tómate todo el tiempo que quieras. Me he traído un libro.
Lidia estaba leyendo Las crónicas del dolor, de una tal Melanie Thorston, que padecía un constante dolor en el hombro. Era un libro algo complicado, Lidia no se enteraba muy bien de todo lo que decía ni, menos aún, de las conclusiones que sacaba, pero le interesaba. Hablaba del dolor constante. De eso sabía mucho. Desde que había acudido al doctor Brasso, se sentía mejor, pero los problemas seguían, el dolor seguía. Siempre estaba allí, más o menos agazapado.
De manera que Lidia, sentada a una mesa, frente a su café, abrió el libro.
Fue entonces cuando vio a la mujer. Apoyaba los codos en la barra. Tenía las piernas, enfundadas en medias oscuras, cruzadas, flotando sobre el suelo donde se asentaba el taburete. La melena seguía igual de perfecta, las manos, cubiertas de manchas oscuras, adornadas con anillos y pulseras de oro, iban y venían, se posaban en el bolso de piel marrón.
Sobre el mostrador, cerca de sus manos, un vaso alto, ¿de whisky?
Un poco pronto para empezar a beber, aunque el whisky se bebe a todas horas, se dijo Lidia. СКАЧАТЬ