Название: Aún no es tarde
Автор: Andreu Escrivà García
Издательство: Bookwire
Жанр: Математика
Серия: Sin Fronteras
isbn: 9788491343349
isbn:
EL VOLCÁN QUE LUCHABA CONTRA EL GIGANTE DE HIELO
Es habitual que en ciencia le pongan tu nombre, si la contribución ha sido suficientemente notable y singular, a una ley física, una reacción química o un planteamiento matemático. De aquellas personas que han pasado hasta el momento por estas páginas, hay unas cuantas cuyo nombre pervive en los libros de texto como el de una parcela del conocimiento científico y del saber compartido de nuestra especie.
Charles David Keeling tiene el honor, no exento de cierta opresión, de estar de actualidad permanente, y que cada año nos fijemos en la curva que lleva su nombre. La curva de Keeling1 es la gráfica más famosa de todas aquellas que tienen que ver con el cambio climático. Constituye el mensaje más claro y potente del acierto de Callendar, y de cómo de justificada estaba la preocupación de aquellos que se planteaban, allá por la década de 1950, si no debíamos estar trastocando demasiado las cosas.
Figura 1.2 Curva de Keeling. CO2 atmosférico en el Observatorio de Mauna Loa (datos a fecha de agosto de 2016).
Keeling, que había desarrollado un instrumento para medir con exactitud el dióxido de carbono en el aire, fue persuadido de continuar con su investigación en este campo por Roger Revelle, uno de los primeros científicos que estudió el calentamiento global por causas humanas, y también uno de los que hicieron posible el Año Internacional de la Geofísica, que acercó a científicos de los dos bandos de la guerra fría. Al cabo de poco tiempo, Keeling recibió financiación para establecer una base en Hawái, en el volcán Mauna Loa. La base se encontraba a miles de kilómetros del continente y también a 3.000 m, y este aislamiento no era casual: para medir la concentración de CO2 sin interferencias (como lo serían las ciudades, las fábricas o las infraestructuras) era necesario alejarse de la civilización.
La curva empieza en 1958 con un valor de 315 ppm (partes por millón, que quiere decir que de cada millón de moléculas del aire 315 son de CO2) y, desde entonces, no ha dejado de mostrar un aumento año tras año de la concentración del gas. Las variaciones mensuales, que le dan su característica forma de sierra, son debidas a los efectos de la vegetación: la mayor parte de las tierras emergidas se encuentra al norte del ecuador, y en la época de crecimiento (primavera-verano) capturan significativamente más carbono que en el otoño y el invierno. Keeling había hecho la fotografía perfecta de cómo respiraba la Tierra. Desgraciadamente, la tendencia de ascenso permanente permanece inmutable.
El dióxido de carbono, en las concentraciones actuales, no es tóxico; para envenenarnos respirando, la concentración tendría que ser mucho, mucho mayor de la que hemos alcanzado –o que previsiblemente alcanzaremos en el medio plazo–. La preocupación de Keeling al ver los datos no respondía, pues, a una amenaza inmediata de una nueva forma de contaminación, como sí que era el caso de otros subproductos de la combustión de combustibles fósiles (el plomo cuando se añadía como aditivo a la gasolina o los compuestos de azufre y partículas pequeñas que se liberan cuando se quema el carbón). La preocupación tenía que ver con la consciencia de estar perturbando una cosa enorme y desconocida como es el sistema climático, y estar haciéndolo a tientas, con los ojos vendados, sin saber exactamente qué botones tocamos ni qué nos encontraremos cuando encendamos la luz.
Mientras Keeling anotaba los datos desde Mauna Loa y los compartía con el resto de la comunidad científica, un hecho inesperado aconteció por todo el mundo: la temperatura media del planeta estaba disminuyendo. Hasta más allá de 1980 la temperatura no volvió a alcanzar los valores a los que había llegado en 1940, y en 1970 era casi de 0,2 ºC menos (0,5 ºC en el hemisferio norte) en el momento en el que Keeling se instalaba en el observatorio hawaiano. Dos décimas de grado pueden parecer poco pero, como veremos a lo largo de este libro, son todo un mundo.
¿Y entonces? ¿Estaban equivocados Callendar, Arrhenius, Keeling y todos aquellos que creían que un aumento de dióxido de carbono conllevaría un aumento de las temperaturas? Según los datos experimentales disponibles en aquel momento, sí: mientras subía la concentración del gas de efecto invernadero, bajaba la temperatura global.
Tanto es así que algunos científicos, convenientemente amplificados por algunos semanarios y periódicos, plantearon la posibilidad de estar encaminándonos hacia una nueva edad de hielo. Después de todo, encajaba con la glaciaciones cíclicas (hacía ya 12.000 años del deshielo que dio paso al Holoceno, la época geológica marcada por la expansión humana) y los datos climáticos disponibles. La revista Time titulaba, el 24 de junio de 1974: «¿Una nueva edad de hielo?» («Another Ice Age?», 1974).
La controversia y la perplejidad se extendieron al ámbito científico. En un artículo (Wigley y Jones, 1981) en Nature, de 1981, los autores comienzan así el manuscrito:
Pese a que es una creencia general que el aumento de los niveles de CO2 causarán un calentamiento global perceptible, los efectos no son aún detectables, posiblemente por el ruido de la variabilidad climática natural».
Ciento cincuenta años después de Agassiz, la variabilidad del clima era un hecho aceptado que no generaba ninguna polémica. No se veía como algo imposible que el calentamiento provocado por causas humanas –cuyos fundamentos físicos ya se conocían con exactitud– hubiera sido contrarrestado por alteraciones naturales sobre las que los humanos no teníamos ningún control.
Pero esta tampoco era la respuesta.
Solo unas semanas después, otro artículo (Hansen et al., 1981) comenzaba a entreabrir dos puertas, la del inesperado enfriamiento y la del cambio climático tal y como lo conocemos hoy en día. En la revista Science, un equipo de la NASA liderado por James Hansen explicaba sus predicciones hechas mediante modelos informáticos, con equipos y ordenadores infinitamente menos potentes y capaces que el teléfono móvil que tienes en el bolsillo. Sus resultados no dejaban lugar a dudas: al ritmo de crecimiento y de emisión de gei de la época, cabía esperar un calentamiento de 2,5 ºC en el siglo XXI, contando con la sustitución de parte de las energías fósiles por renovables.
Por eso una de las primeras frases decía:
La mayor dificultad a la hora de aceptar esta teoría ha sido la ausencia de calentamiento coincidente con el aumento histórico de CO2.
A principios de los ochenta nos encontrábamos en un punto de incertidumbre absoluta. La concentración del principal GEI continuaba aumentando y, de las cuatro décadas previas, tres habían sido de enfriamiento. ¿Y si estábamos entendiendo mal el efecto invernadero? ¿Y si en realidad no sabíamos cómo funcionaba el sistema climático? ¿Y si nos estábamos dejando algo?
LA SOMBRILLA DE HUMO Y CENIZA
Hace doscientos años no había radio, ni tocadiscos, ni videoclips, ni tampoco, claro está, canción del verano. Y sin embargo hubiera dado exactamente lo mismo, porque hace doscientos años no hubo verano.
Mientras que en Nueva Inglaterra, en Estados Unidos, se vestían con jersey y manoplas y recogían más de diez centímetros de nieve en junio (New England Historical Society), en el lago de Ginebra, entre Suiza y Francia, Mary Wollstonecraft y unos amigos miraban con desaliento por la ventana. Llovía, otra vez. El cielo estaba cenizo y uno de los presentes propuso escribir historias sobre fantasmas y temática sobrenatural. Wollstonecraft aceptó el reto de su amigo, que no era otro que Lord Byron, y de aquella noche nació Frankenstein o el moderno Prometeo, que fue publicado dos años después. Es posible que sin un verano anómalo como el de 1816 no disfrutaríamos hoy en día de toda la iconografía que rodea a Frankenstein –ni tampoco buena parte de СКАЧАТЬ