Название: Lo primero es el amor
Автор: Scott Hahn
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Patmos
isbn: 9788432159510
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Incluso esta cifra tan alta es minúscula cuando la comparamos con la noción bíblica de familia.
1. EL CINTURÓN TRIBAL[2]
En el antiguo Israel, en realidad en la mayoría de las culturas antiguas, la familia extensa definía el mundo de un sujeto dado. La familia de cualquiera incluía a todos los descendientes de un determinado patriarca, normalmente un hombre que vivió siglos antes. La nación de Israel era una familia de este tipo, puesto que fue poblada en su mayoría por los que se reconocían descendientes del patriarca Jacob (también conocido como Israel). Los doce hijos de Jacob, a su vez, proporcionaron la identidad familiar a las «Doce Tribus» de Israel. Cada tribu, entonces, era una familia distinta cuyos miembros se llamaban entre sí «hermanos» y «hermanas», hijos de un padre común, el antiguo patriarca. De esta forma, incluso a los primos lejanos se les consideraba hermanos. De hecho, la mayoría de las lenguas semíticas antiguas no tienen una palabra para decir «primo», puesto que «hermano» o «hermana» servía para tal propósito. En el libro de Josué del Antiguo Testamento, vemos una expresiva descripción de este orden social, con tribus, clanes y casas que corresponden más o menos a nuestras modernas ideas de federación, estado y gobierno municipal. «Al día siguiente, de mañana, Josué hizo que se acercara Israel por tribus, y fue señalada la tribu de Judá. Hizo acercarse a las familias de Judá, y fue señalada la familia de Zare. Hizo acercarse a la familia de Zare, por casas, y fue señalada la casa de Zabdi» (7, 16-18).
A menudo la familia tribal estaba vinculada por herencia a una determinada parcela de tierra. Por consiguiente, la «tierra de Judá» (Judea) era la casa de los descendientes de Judá. La tierra era su patrimonio, recibido de los antepasados, que era conservado por la generación actual para las futuras generaciones familiares. La familia se identificaba con la tierra; vender el solar familiar era algo impensable, y a veces legalmente imposible (cf. Lv 25, 23-34).
La movilidad personal también estaba limitada. En general, uno vivía y trabajaba dentro de los confines de la tierra de su tribu y moría en la tierra donde había nacido. Si alguien se marchaba lejos de la tierra de los ancestros, seguía identificándose con su tribu y, durante toda su vida, su «hogar» seguía siendo la tierra de los antepasados, y no aquella a la que había emigrado. Es más, sus descendientes heredarían este sentimiento, considerándose a sí mismos «extranjeros en tierra extraña», incluso en la tierra en la que nacieron.
2. UNA EXPERIENCIA DE HEREDERO
Las relaciones familiares tampoco terminaban con la muerte. En las culturas antiguas, se veneraba a los antepasados[3]. La veneración se debía sobre todo, pero no de forma exclusiva, al patriarca. La tumba de los antepasados se consideraba un segundo hogar. Por medio de la tradición oral, las familias conservaban cuidadosamente sus genealogías, que enlazaban las generaciones y unían a los hijos de hoy con el patriarca.
Los miembros de la familia vivían bajo unas normas, por lo general no escritas, que establecían sus deberes dentro del clan y su comportamiento hacia los de fuera. Todos los miembros estaban obligados a defender el honor de la familia. Un hombre no elegía un oficio sobre la base de sus intereses, ni siquiera de sus habilidades; su trabajo estaba determinado por las necesidades familiares, y sus ganancias se acumulaban para provecho de la familia.
Por último, la pertenencia a una familia determinaba la religión. La familia era por encima de todo una comunidad religiosa, perpetuada para el culto de sus particulares «dioses familiares». El sacerdocio pasaba de padre a hijo (preferentemente el primogénito), quien dirigía el culto según la tradición de sus antepasados. El dios de la familia era el dios de los antepasados[4]. Los israelitas, por ejemplo, se referían al Señor Dios como «el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres» (Hch 3, 13, cf. también Mt 22, 32; Mc 12, 26, Lc 20, 37). Esto era así no sólo para los israelitas, sino también para la mayoría de los pueblos de la tierra, en todo Oriente Medio, en la antigua Grecia y Roma, en la India, Japón, China y en toda África.
En las civilizaciones antiguas, la religión era un amplio fenómeno local, una cuestión familiar. Más que los lazos de sangre, era este culto común el que unía a una familia a través de muchas generaciones y de muchos grados de parentesco. Entrar en una familia por matrimonio suponía aceptar los deberes religiosos de esa familia. Vivir fuera de la familia, alejarse de las tierras de los antepasados, negarse a vivir bajo las normas familiares, significaba cortar de raíz con el culto familiar, y por tanto con la vida familiar.
3. ADOPTAR HERENCIAS
Pero la puerta no se abría sólo hacia fuera. Una familia podía aceptar, y aceptaba de hecho, a forasteros como miembros de pleno derecho, pero sólo después de que se hubieran convertido en miembros. Y la forma ritual y legal de dar la bienvenida al nuevo miembro era mediante un «pacto». El pacto era la forma que tenían las familias de extender las obligaciones y privilegios de parentesco a otras personas o grupos[5]. Cuando una familia recibía nuevos miembros, por medio del matrimonio u otro tipo de alianzas, ambas partes, los nuevos miembros y la tribu establecida, sellaban el pacto que les vinculaba con un juramento solemne, con una comida en común y ofreciendo un sacrificio.
Algunas alianzas llegaban incluso a unir dos amplias familias tribales para darse apoyo y protección mutua. Pero una alianza era más que un mero tratado, y las partes contratantes eran más que aliados. Por la fuerza del pacto quedaban unidos como una familia. El estudioso de la Biblia Dennis McCarthy, S. J., escribió que «la alianza entre Israel y Yahvé constituyó a Israel en familia de Yahvé, en un sentido muy real... como resultado... la alianza se consideraba como un tipo de relación familiar»[6].
4. HOGARES MODELO
Los sociólogos han desarrollado muchos modelos para entender esta organización familiar. El que me ha parecido más útil es el de Carle C. Zimmerman, de la Universidad de Harvard, que se refería a las familias antiguas como «familias depositarias».
En su monumental obra Family and Civilization, explicaba Zimmerman: «la familia depositaria se llama así porque se considera a sí misma, más o menos, como inmortal: existe de forma perpetua y no se extingue jamás. Por consiguiente, los miembros que viven no son la familia en sí, sino simplemente “depositarios” de su sangre, derechos, propiedades, nombre y posición, mientras viven»[7].
La familia depositaria enfoca la familia principalmente en términos religiosos. No es sólo la familia nuclear, ni siquiera la extensa, sino todos los miembros de la familia del pasado y del futuro, así como los de la generación presente. Un lazo sagrado une a los miembros de la presente generación con los antepasados que les dieron la vida; el mismo lazo los une con sus futuros descendientes, que perpetuarán el nombre de la familia, su honor y sus ritos.
Esto se parece poco a lo que la mayoría de la gente de hoy se refiere al hablar de familia. Las familias modernas tienden a caer bajo lo que Zimmerman clasificaría como «familia doméstica» o «familia atomista». La familia doméstica describe un hogar basado en el vínculo matrimonial: marido, mujer e hijos. En esta estructura los miembros de la familia hacen hincapié en los derechos individuales junto con los deberes familiares. En las familias atomistas, sin embargo, los derechos individuales están muy por encima de los vínculos familiares, y la familia en sí misma existe para el placer del individuo.
Hay muchas diferencias destacables entre estas etapas históricas[8]. En las sociedades de familia depositaria, la familia se ve como una realidad mística; en las sociedades de familia doméstica, se trata de una tradición moral; cuando predomina la familia atomista, el hogar se ve como una especie de capullo de la crisálida, algo en lo СКАЧАТЬ