Episodios republicanos. Antonio Fontán Pérez
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Название: Episodios republicanos

Автор: Antonio Fontán Pérez

Издательство: Bookwire

Жанр: Зарубежная психология

Серия: Historia y Biografías

isbn: 9788432159985

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СКАЧАТЬ Gregorio Marañón y el novelista Ramón Pérez de Ayala.

      El manifiesto de los intelectuales al servicio de la República, que había sido retenido unos días por la censura, se publicó, entre otros periódicos, en El Sol el 10 de febrero de 1931. Este documento tenía el aire de una proclama dirigida a las minorías, capaces de entender el Estado como empresa y no simplemente como botín al estilo de la revuelta callejera. Pero también encerraba entre sus líneas la pretensión de ser el certificado de defunción de la «monarquía de Sagunto», que sucumbía corrompida «por sus propios vicios sustantivos», sin haber logrado ser una «institución nacionalizada, es decir, un sistema de poder público que se supeditase a las exigencias profundas de la Nación y viviese solidarizado con ellas».

      Ortega trajo a la república el prestigio de su nombre, la adhesión de sus admiradores y una buena parte del plan de reformas —la militar, por ejemplo, y en cierto modo también la religiosa— que se propusieron las primeras Cortes.

      Los intelectuales no se manifiestan colectivamente, amparados en este nombre enfático que otorgan a su grupo, hasta 1931. Pero ya entonces eran tan antiguos como el siglo. La denominación incluye tardíamente a los profesores; al principio sobre todo a los periodistas y escritores. En el primer tercio del siglo algunos empleaban la palabra «literatos».

      Al final de siglo se vuelcan sobre Madrid algunos inquietos jóvenes de provincias. Hay tres nombres que compendian el movimiento: son los tres: Maeztu, Baroja y Azorín, los protagonistas —Pedro, Juan y Pablo— de La Voluntad azoriniana, que se llaman igual que los primeros grandes apóstoles cristianos. Creen en la acción y en la fuerza. Quieren hacer cosas, no sólo escribir palabras. Invitan a la acción. Son, hasta cierto grado, nietzscheanos. Recogen la herencia crítica de Costa y de Macías Picavea: España, sumergida en el marasmo del desastre colonial, necesita en primer lugar reformas físicas, de carácter económico y social. No se cuidan entonces de las ideologías, si no es para implicar en su actitud la simplificación de atribuir a la vieja tradición histórica la culpa de la presente decadencia y de la miseria que quieren remediar. Eran, sin contacto todavía con Giner, otros nuevos partidarios, como decía Unamuno, de la «japonización de España» en la que él no tenía ninguna fe. Los tres mozos iban a seguir trayectorias dispares, que no es cosa de analizar aquí.

      Una obra representativa de su actitud en esos primeros momentos es Hacia otra España, el libro del Maeztu joven. La crítica de España no es en él tan radical como en Ortega: arranca del proceso de la decadencia. La grandeza pasada no se desmiente, pero tampoco importa, porque la exigencia de hoy es un audaz enfrentamiento con el futuro desde la tabla rasa de donde se hayan hecho desaparecer todas las pobrezas físicas, intelectuales y morales de la España del final de siglo.

      Baroja y Azorín fueron anarquistas, por romanticismo y por pasión. A «los tres» se suman otros: Unamuno, Valle, Machado, que trae el aliento institucionista de Giner.

      El proyecto activista del 98 había hecho crisis ya en 1914. Antonio Machado lo constata en un poema de esa fecha: «España sigue toda —dice— de carnaval vestida, mísera y beoda». Pero lo importante de estos hombres es que dejaron echada en tierra la semilla de algo que Sanz del Río, los krausistas y Giner no habían logrado. Convocan al periódico y a la calle a la gran discusión de los temas nacionales.

      Los nombres de segunda fila que les siguen en los años inmediatos son legión. Los más artistas o puros intelectuales se dispersan. Alguno, como Maeztu, emprende el periplo de regreso a una estimación de lo que había sido España y que —lo confiesa él— en su juventud desconocía. Pero del ambiente de la calle, de la prensa cotidiana y de los clubs culturales, se apodera un vago aliento de reforma, al que la obra de Ortega iba a dar empaque intelectual, presentación sistemática y esquemas rigurosos. En la agitada atmósfera revolucionaria de los años 20 en los medios estudiantiles, por ejemplo, o antes en el antimilitarismo popular de los penosos días de la campaña de Marruecos, o en el anticlericalismo escueto y sin violencia, de gabinete, que se suma al anticlericalismo jacobino del primer Lerroux de Barcelona, de Blasco en Valencia, de los anarquistas y socialistas españoles, había una huella de los intelectuales, probablemente una entelequia de contornos imprecisos, pero que resulta operativa en la vida nacional de cada día y en los grandes acontecimientos de los años 30 y 31.

      El Sol había sido fundado en 1917 por Nicolás María de Urgoiti, un industrial vasco, significativo representante de buena parte de los intereses de los nuevos capitalistas industriales del norte de España. Fue siempre un periódico de ajustada economía, que vivió gracias al apoyo de su vespertino La Voz, a la protección de la Papelera Española y a una aún más discreta de los políticos, de diversos matices, del momento. Quería ser el gran periódico español. «Renovación» era su divisa y su primera gran campaña tuvo como ocasión las Juntas de Defensa de los oficiales del ejército —rebeldes al Gobierno— en el mismo año 1917. El Sol acogió esta acción como un síntoma de la ansiada renovación que obligaría al régimen a asentarse sobre bases de verdad. La sorpresa vino después, cuando los mismos oficiales rebeldes pusieron al descubierto que su programa era conservador y de estricta disciplina nacional. El Sol saca a los intelectuales al palenque diario del artículo, y no sólo a los intelectuales-escritores, sino a los profesores de Letras, de Geografía, de Historia —sobre todo de corrientes reformistas— a quienes llama a una empresa de divulgación y contacto con el público.

      Pero, históricamente, El Sol fue, políticamente ante todo, la tribuna de Ortega. Maeztu, por ejemplo, tuvo que dejar de escribir en él para acogerse a otros órganos de la gran prensa argentina o a las páginas de Ahora, cuando adoptó decididamente una actitud reconstructora, no sencillamente constructora, de la vida nacional, con los ojos abiertos a la historia y la atención repartida entre el futuro, el presente y el pasado, como manera de alcanzar una visión global del mundo español de sus hechos y de sus problemas.

      El Ateneo de Madrid era un centro intelectual, de larga historia y de tradición casi siempre liberal y progresista, con excelente biblioteca, muchos socios, varias tertulias o mentideros permanentes, donde pasaban la vida algunos estudiosos, otros escritores menores y unos nutridos grupos de intelectuales frustrados, dilettantes y hasta chismosos de la literatura y de la política. En tiempos de la dictadura y en los años 30 y 31, el Ateneo era republicano y radicalmente reformista. Su hombre por antonomasia fue Azaña y su aire público, en las dos ocasiones en que en esos años lo clausuró la policía, el de un club jacobino del París del 89, en donde el anticlericalismo rozaba o incidía en la blasfemia, y en el cual una minoría activista en medio de una masa de socios de caracteres políticos e intelectuales diversos y contradictorios, entre los que había muchos notables hombres de cultura, daba la nota revolucionaria de colaboración con los marxistas, y aún los anarquistas de esos años, en una especie de liga nacional arreligiosa y antimonárquica.

      El 17 de agosto de 1930, como se ha recordado en el capítulo anterior, republicanos, socialistas y catalanistas adoptaron juntos el acuerdo al que ellos mismos dieron el nombre de Pacto de San Sebastián con que ha pasado a la historia.

      ¿Quiénes estaban detrás de estos hombres? En otros términos, ¿cuál era la procedencia política, geográfica, social, de los votantes que en las grandes ciudades dieron la victoria a las candidaturas republicano-socialistas en las elecciones municipales de abril del 31?

      Por una parte, el socialismo. De los efectivos del partido y de su sindicato tratamos en el capítulo siguiente. Esto puede explicar la victoria electoral del 14 de abril en Madrid, y algunas zonas como Bilbao o Asturias donde sus sindicatos eran fuertes. De otra parte, los anarcosindicalistas cuyas cifras exactas no son conocidas, pero que explican la victoria antimonárquica de Barcelona (capital y provincia), de Málaga y Sevilla (capitales), de Córdoba (provincia) y de extensos СКАЧАТЬ