Название: David Copperfield
Автор: Charles Dickens
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9782384230037
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Era noche de marea, y en cuanto nos fuimos a la cama, míster Peggotty y Ham salieron a pescar. Yo me sentía muy orgulloso de ser, en la casa solitaria, el único protector de mistress Gudmige y de Emily, y deseaba que un león o una serpiente o cualquier otro monstruo apareciera decidido a atacamos para destruirlo y cubrirme de gloria. Pero a ningún ser de aquella especie se le ocurrió pasear aquella noche por la playa de Yarmouth, y lo suplí lo mejor que pude soñando con dragones hasta por la mañana.
Con la mañana llegó también Peggotty, que me llamó, como de costumbre, por la ventana, corno si Barkis no hubiera sido más que otro sueño. Después del almuerzo me llevó a ver su casa, que era muy bonita. De todos los muebles, el que más me gustó fue un antiguo buró de madera oscura que estaba en la salita (la cocina hacía de comedor), con una ingeniosa tapa que se abría, convirtiéndolo en un pupitre, donde estaba una edición en cuarto de Los Mártires, de Fox, este precioso libro del que no recuerdo una palabra; lo descubrí al momento, a inmediatamente me dediqué a leerlo. Y nunca he visitado después aquella casa sin arrodillarme en una silla, abrir la tapa del buró, apoyar mis brazos en el pupitre y ponerme de nuevo a devorarlo. Temo que lo que más me sugestionaba eran los grabados; tenía muchos y representaban toda clase de horribles tormentos. Pero Los Mártires y la casa de Peggotty han sido siempre inseparables en mi pensamiento, y aún lo son ahora.
Me despedí de míster Peggotty, de Ham, de mistress Gudmige y de Emily aquel día, y pasé la noche en casa de Peggotty, en una habitación abuhardillada, con el libro de los cocodrilos puesto en un estante a la cabecera de la cama. Aquel cuarto era mío para siempre, según dijo Peggotty, y toda la vida me esperaría igual.
-Joven o vieja, mi querido Davy, mientras viva y me cubra este techo, la encontrarás igual que si esperásemos tu llegada de un momento a otro. La arreglaré todos los días, como hacía siempre con tu cuarto de Bloonderstone, y aunque te marchases a China, puedes estar seguro de que lo esperará igual mientras estés allí.
Yo sentía la sinceridad y constancia de mi antigua niñera con todo mi corazón y le daba las gracias como podía, aunque no muy bien, pues me hablaba con los brazos alrededor de mi cuello. Aquella mañana tenía que volver a casa con ella y Barkis en el carro. Me dejaron en la verja con tristeza, y se me hacía tan extraño ver que el carro se llevaba a Peggotty lejos, dejándome bajo los viejos olmos mirando hacia la casa, en la que no quedaba nadie que me quisiera.
Entonces caí en un estado de abandono en el que no puedo pensar sin pena, en un estado de aislamiento, lejos del menor sentimiento de amistad, apartado de los otros chiquillos, apartado de toda compañía que no fueran mis tristes pensamientos (los que todavía me parece que lanzan una sombra sobre este papel mientras escribo).
Qué hubiera dado yo porque me enviaran a cualquier escuela, por duros que hubieran sido en ella, con tal de aprender algo de cualquier modo, en cualquier parte; pero ni esta esperanza tenía; no me querían, y cruelmente, voluntariamente, con perseverancia, me olvidaban. Creo que la fortuna de míster Murdstone estaba comprometida en aquellos momentos; pero eso era lo de menos. No podía aguantarme, y me alejaba deliberadamente, yo creo que para alejar al mismo tiempo la idea de que tenía deberes que cumplir conmigo. Y así sucedió.
No era precisamente que me maltrataran; no me pegaban ni me negaban la comida; pero no cesaban un momento en su mal proceder sistemático, sin el menor descanso: era un abandono frío y sin cólera. Día tras día, semana tras semana, mes tras mes, seguía abandonado. A veces pensaba, cuando reflexionaba sobre ello, qué habrían hecho si hubiera enfermado. ¿Me habrían dejado abandonado en mi habitual soledad, o me habría tendido alguien una mano de ayuda?
Cuando míster Murdstone y su hermana estaban en casa, comía con ellos; en su ausencia, comía solo. Siempre estaba vagando por la casa o por las cercanías, sin que me hicieran caso; lo único que me prohibían era hacer amistades, pensando quizá que podría quejarme. Por esta razón, aunque míster Chillip me pedía a menudo que fuera a visitarle (se había quedado viudo algunos años antes de una mujer joven y rubia, a quien siempre recuerdo confundiéndose en mis pensamientos con una gatita gris de Angora), casi nunca me permitían la alegría de pasar la tarde con él en su despacho, leyendo algún libro nuevo para mí, rodeado del olor de farmacia que lo llenaba todo o machacando drogas en un mortero bajo su dirección.
Por la misma razón, reforzada sin duda por la antipatía, muy rara vez me permitían visitar a Peggotty. Fiel a su promesa, ella venía a verme a los alrededores una vez por semana, y ninguna con las manos vacías; pero muchas y amargas eran las decepciones que sufría cuando me negaban el permiso para ir a su casa. Algunas veces, sin embargo, aunque de tarde en tarde, me permitían ir, y entonces observé que Barkis era un poco roñoso, o, según la expresión de Peggotty, un poquito agarrado, y guardaba el dinero debajo de la cama en una caja, en la que pretendía no tener más que ropa. En aquel cofre guardaba sus riquezas con una tenacidad perseverante, y para obtener un poco de dinero hacían falta grandes artificios. Así, Peggotty tenía que preparar un largo y convincente discurso para sacarle el dinero todos los sábados.
Todo aquel tiempo era tan consciente de que, por mucho que prometiera, mi inteligencia se atrofiaría a causa de mi abandono, que habría sido completamente desgraciado de no tener mis antiguas novelas. Eran mi único consuelo; nos hacíamos mutuamente compañía, y yo no me cansaba de releerlas.
Y ahora llegamos a una época de mi vida de la que nunca perderé la memoria y cuyo recuerdo ha venido a menudo, a mi pesar, como una pesadilla, a entristecer mis tiempos más dichosos.
Había salido una mañana a vagar pensativo, como siempre, en mi vida solitaria, cuando al volver la esquina de un sendero, cerca de nuestra casa, me encontré a míster Murdstone que paseaba con otro caballero. En mi confusión iba a pasar de largo, cuando aquel caballero me gritó:
-¡Eh! ¡Brooks!
-No, David Copperfield.
-No me digas. Eres Brooks, Brooks de Shefield; ese es tu nombre.
Al oír aquellas palabras miré al desconocido con mayor atención. Su risa acabó de convencerme de que le conocía: era míster Quinion, a quien fui a ver a Lowestof con míster Murdstone antes… (pero poco me importa cuándo: no quiero recordarlo).
-¿Cómo estás y dónde te educas, Brooks? Me dijo míster Quinion.
Había puesto su mano sobre mi hombro y me hizo dar la vuelta para pasear con ellos. Yo no sabía qué decir, y miré confuso hacia míster Murdstone.
-Ahora está en casa —dijo este último-, y no está educándose en ninguna parte. No sé qué hacer con él; es difícil de manejar.
Aquella antigua mirada hipócrita se detuvo un momento en mí, y después sus ojos oscuros se separaron de los míos con un fruncimiento de aversión.
-¡Hum! -dijo míster Quinion, mirándonos a los dos-. ¡Qué tiempo tan hermoso!
Siguió un silencio, y yo estaba pensando cómo desprender mi hombro de su mano para marcharme, cuando dijo:
-Supongo que seguirás siendo un muchacho muy despierto, ¿eh, Brooks?
-Sí, inteligencia no le falta —dijo míster Murdstone con impaciencia-; pero harías mejor dejándole marcharse; no te agradece que lo estés molestando.
Al oír esto, míster Quinion me soltó, y yo me dirigí a casa. Volviéndome a mirarlo al entrar en el jardín, vi a míster Murdstone apoyado en la tapia del cementerio hablando СКАЧАТЬ