100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери
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Название: 100 Clásicos de la Literatura

Автор: Люси Мод Монтгомери

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9782378079987

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СКАЧАТЬ Y luego el resplandor desapareció, cada una de las luces la fue abandonando con pesar, sin querer irse, como esos niños que tienen que dejar al anochecer el placer de la calle.

      El mayordomo volvió y murmuró unas palabras al oído de Tom, que frunció las cejas, apartó la silla de la mesa y, sin una palabra, se metió en la casa. Como si aquella ausencia hubiera acelerado algo en su interior, Daisy volvió a acercárseme, y su voz se iluminaba, cantaba.

      —Qué alegría verte en mi mesa, Nick. Me recuerdas a… una rosa, exactamente una rosa. ¿No? —se volvió hacia miss Baker en busca de confirmación—. Exactamente una rosa, ¿verdad?

      No era verdad. Ni de lejos parezco una rosa. Daisy sólo estaba improvisando, pero desprendía una calidez excitante, como si su corazón quisiera escapar y entregarse oculto en una de aquellas palabras entrecortadas, perturbadoras. Entonces, de pronto, lanzó la servilleta a la mesa y entró en la casa.

      Miss Baker y yo intercambiamos una mirada relámpago, premeditadamente desprovista de significado. Iba a hablar cuando ella se irguió en la silla, alerta, y dijo «Shhh», avisándome. De la habitación contigua llegaban murmullos apagados y apasionados, y miss Baker se adelantó, sin ninguna vergüenza, para intentar oír. El murmullo vibró en los límites de la coherencia, se hizo más débil, se elevó en una especie de arrebato, y cesó definitivamente.

      —Ese mister Gatsby del que usted habla es vecino mío —dije.

      —Calle. Quiero enterarme de lo que pasa.

      —¿Pasa algo? —pregunté inocentemente.

      —¿Está diciéndome que no lo sabe? —dijo miss Baker, sorprendida de verdad—. Yo creía que lo sabía todo el mundo.

      —Yo no.

      —Ah… —dijo, dubitativa—. Tom tiene una mujer, en Nueva York.

      —¿Una mujer? —repetí sin comprender.

      Miss Baker asintió.

      —Podría tener la decencia de no llamarlo a la hora de la cena. ¿No cree?

      Casi antes de que captara el sentido de sus palabras, nos llegó el frufrú de un vestido y el crujir de unas botas de cuero, y Tom y Daisy estaban de vuelta a la mesa.

      —¡Era inevitable! —exclamó Daisy con una alegría forzada.

      Se sentó, miró escrutadoramente a miss Baker y luego a mí, y continuó:

      —Me he asomado un momento al jardín. ¡Qué romántico! Hay un pájaro en el césped que debe de ser un ruiseñor llegado en un transatlántico de la compañía Cunard o de la White Star Line. Está cantando… —y su voz cantó—. ¿No te parece romántico, Tom?

      —Muy romántico —respondió Tom antes de dirigirse a mí con tono abatido—. Si todavía hay luz después de la cena, me gustaría llevarte a las cuadras.

      El teléfono sonó dentro de la casa como una alarma y, mientras Daisy negaba rotundamente con la cabeza mirando a Tom, la idea de las cuadras, y todas las ideas, se desvanecieron en el aire. Entre los fragmentos rotos de los últimos cinco minutos en la mesa, recuerdo que habían vuelto a encender las velas, quién sabe para qué, y que tenía conciencia de querer mirar a fondo a todos, y que, sin embargo, evitaba mirar a nadie. Era incapaz de adivinar lo que pensaban Daisy y Tom, pero tampoco estaba seguro de que miss Baker, que parecía en posesión de un escepticismo inquebrantable, pudiera obviar la perentoriedad estridente y metálica de la quinta comensal. Para ciertos temperamentos la situación quizá resultara sugestiva. Mi instinto me pedía llamar inmediatamente a la policía.

      Nadie, es innecesario decirlo, volvió a mencionar los caballos. Tom y miss Baker, separados por un metro de crepúsculo, se dirigieron a la biblioteca, como a velar un cadáver perfectamente tangible, mientras, intentando parecer gratamente interesado y un poco sordo, yo seguía a Daisy a través de una serie de galerías que partían del porche. Nos sentamos en la penumbra, en un sofá de mimbre.

      Daisy puso la cara entre las manos como para sentir sus rasgos perfectos, y su mirada se perdió poco a poco en la oscuridad de terciopelo. Me di cuenta de que la dominaba la fuerza de sus emociones y, pensando que así la tranquilizaría, le pregunté por la niña.

      —Tú y yo no nos conocemos demasiado, Nick —dijo de pronto—. Aunque seamos primos. No fuiste a mi boda.

      —No había vuelto de la guerra.

      —Es verdad —dudó—. Bueno, lo he pasado mal, Nick, y me he vuelto una cínica.

      Tenía, evidentemente, razones para serlo. Esperé, pero no dijo nada más, y al cabo de un momento volví sin demasiada convicción al tema de su hija.

      —Supongo que habla y… come, y esas cosas.

      —Ah, sí —me miró, ausente—. Oye, Nick: deja que te cuente lo que dije cuando nació. ¿Quieres saberlo?

      —Por supuesto.

      —Eso te demostrará lo que he llegado a sentir acerca de… todo. Bueno, la niña tenía menos de una hora y Tom estaba Dios sabe dónde. Me desperté de la anestesia con una sensación de profundo abandono, y le pregunté a la enfermera si era niño o niña. Me dijo que era una niña, y volví la cabeza y me eché a llorar. «Estupendo», dije, «me alegra que sea una niña. Y espero que sea tonta. Es lo mejor que en este mundo puede ser una chica: una tontita preciosa». Ya ves, creo que la vida es terrible —continuó, muy convencida—. Todo el mundo lo piensa, las personas de ideas más avanzadas. Y yo lo sé. He estado en todas partes, he visto todo y he hecho todo —lanzó una mirada desafiante a su alrededor, a la manera de Tom, y se echó a reír con impresionante desprecio—. Sofisticada… Dios mío, ¡qué sofisticada soy!

      En cuanto la voz se apagó y dejó de exigirme atención y confianza, tuve conciencia de la insinceridad básica de todo lo que había dicho. Y me sentí incómodo, como si toda la velada hubiera sido una trampa para extraer de mí una contribución sentimental. Esperé y, en efecto, al momento me miró con una espléndida sonrisa de satisfacción, como si me hubiera confesado su pertenencia a una distinguida sociedad secreta a la que tanto ella como Tom estaban afiliados.

      Dentro de la casa, el salón carmesí florecía de luz. Tom y miss Baker se sentaban en los extremos del amplio sofá, y miss Baker leía en voz alta un artículo del Saturday Evening Post: las palabras, en un susurro, sin inflexiones, se fundían en una melodía de efectos sedantes. La luz de la lámpara resplandecía en las botas de montar, perdía brillo en el pelo amarillo otoñal de miss Baker, y destellaba en el papel cada vez que pasaba la página y palpitaba la delicada musculatura de sus brazos.

      Cuando entramos, nos obligó, alzando una mano, a mantener silencio unos segundos.

      —Continuará —dijo, y arrojó la revista sobre la mesa— en nuestro próximo número.

      El cuerpo impuso su poder con un movimiento impaciente de las rodillas, y miss Baker se puso de pie.

      —Las diez —señaló, como si comprobara la hora en el techo—. Es hora de que esta niña buena se acueste.

      —Jordan participa mañana en el torneo de Westchester —explicó Daisy.

      —Ah, ¡eres Jordan Baker!

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