100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери
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Читать онлайн книгу 100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери страница 33

Название: 100 Clásicos de la Literatura

Автор: Люси Мод Монтгомери

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9782378079987

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      —Daisy está en casa —dijo. Mientras nos apeábamos del coche, me miró y arrugó la frente—. Debería haberte dejado en West Egg, Nick. Esta noche no podemos hacer nada.

      Había sufrido un cambio, y hablaba con gravedad y decisión. Recorríamos a la luz de la luna el sendero de grava que lleva al porche, y Tom liquidó la situación con un par de frases concluyentes.

      —Pediré un taxi por teléfono para que te lleve a casa y, mientras lo esperas, lo mejor es que vayas con Jordan a la cocina para que os preparen algo de cena, si te apetece —abrió la puerta—. Pasad.

      —No, gracias. Pero te agradeceré que me pidas un taxi. Esperaré fuera.

      Jordan me puso la mano en el brazo.

      —¿No quieres entrar, Nick?

      —No, gracias.

      Me sentía mal y quería estar solo. Pero Jordan insistió un poco más.

      —Sólo son las nueve y media —dijo.

      Quedarme hubiera sido una maldición: un día entero en su compañía ya me parecía bastante, y aquello, inesperadamente, incluía también a Jordan, que debió de percibir algo de eso en mi expresión, porque dio media vuelta, subió corriendo las escaleras del porche y se metió en la casa. Me senté un rato con la cabeza entre las manos hasta que oí descolgar el teléfono y la voz del mayordomo que pedía un taxi. Entonces bajé despacio el paseo con la idea de esperar junto a la cancela.

      No había recorrido veinte metros cuando oí mi nombre y Gatsby salió de entre dos arbustos. Yo debía de estar muy descentrado en ese momento porque en lo único que podía pensar era en la luminosidad del traje rosa de Gatsby bajo la luna.

      —¿Qué haces? —pregunté.

      —Sólo estar aquí, compañero.

      Me pareció una ocupación despreciable, no sé por qué. Por lo que yo sabía, podía desvalijar la casa en cualquier instante; no me hubiera sorprendido ver las caras siniestras de «la pandilla de Wolfshiem» detrás de él, en la oscuridad de los matorrales,

      —¿Habéis visto algo en la carretera? —preguntó al cabo de unos segundos.

      —Sí.

      —¿Ha muerto?

      —Sí.

      —Eso me pareció, y se lo dije a Daisy. Era mejor que recibiera la impresión de golpe. Lo soportó muy bien.

      Hablaba como si la reacción de Daisy fuera lo único importante.

      —Fui a West Egg por una carretera secundaria —continuó— y dejé el coche en mi garaje. Creo que no nos vio nadie, pero, claro, no estoy seguro.

      Había llegado a resultarme tan desagradable que no consideré necesario decirle que se equivocaba.

      —¿Quién era la mujer? —preguntó.

      —Se llamaba Wilson. Su marido es el dueño del garaje. ¿Cómo diablos ha sido?

      —Intenté girar el volante… —dejó de hablar y de repente adiviné la verdad.

      —¿Conducía Daisy?

      —Sí —dijo al cabo de unos segundos—, pero diré que fui yo, por supuesto. Ya sabes, cuando salimos de Nueva York estaba muy nerviosa y pensó que conducir la tranquilizaría… Y esa mujer apareció corriendo en el momento en que nos cruzábamos con un coche que venía en dirección contraria. Todo sucedió en un instante, pero creo que la mujer quería decirnos algo, que nos confundía con algún conocido. Bueno, Daisy giró primero hacia el otro coche para esquivar a la mujer, pero entonces perdió los nervios y volvió a girar. En el momento en que mi mano alcanzaba el volante, sentí el impacto. Debió de matarla en el acto.

      —La destrozó.

      —No me lo cuentes, compañero —hizo un gesto de dolor—. Bueno, Daisy aceleró. Traté de hacer que parara, pero ella no podía, así que tiré del freno de mano. Entonces se echó entre mis brazos y ya seguí conduciendo yo. Mañana estará bien —añadió enseguida—. Voy a esperar aquí por si trata de molestarla por lo que ha pasado esta tarde, tan desagradable. Se ha encerrado con llave en su habitación y, si él intenta alguna brutalidad, encenderá y apagará la luz varias veces.

      —Tom no la tocará —dije—. No piensa en ella.

      —No me fío de él, compañero.

      —¿Cuánto tiempo vas a esperar?

      —Toda la noche, si es necesario. Por lo menos, hasta que se acuesten todos.

      Vi entonces el asunto desde otra perspectiva. Supongamos que Tom descubría que la que conducía era Daisy. Podía intuir alguna conexión, cualquier cosa… Miré hacia la casa; había dos o tres ventanas con luz y, en el segundo piso, el resplandor rosa de la habitación de Daisy.

      —Espera aquí —le dije a Gatsby—. Voy a ver si hay alguna señal de jaleo.

      Volví bordeando el césped, crucé sin hacer ruido el sendero de grava y subí de puntillas los escalones de la galería.

      Las cortinas de la sala de estar estaban abiertas y comprobé que no había nadie en la habitación. Pasando el porche donde habíamos cenado aquella noche de junio tres meses antes, llegué a un pequeño rectángulo de luz que imaginé la ventana de la antecocina. La persiana estaba echada, pero descubrí una rendija en el alféizar.

      Daisy y Tom se sentaban a la mesa de la cocina, uno frente al otro, con un plato de pollo frío entre los dos y dos botellas de cerveza. Él hablaba con absoluta concentración y, muy serio, apoyaba la mano en la mano de Daisy, cubriéndosela. De vez en cuando ella levantaba la vista, lo miraba y asentía con la cabeza.

      Estaban tristes, y no habían tocado ni el pollo ni la cerveza, pero no se sentían desdichados. Había en la escena un aire de intimidad, de naturalidad, y cualquiera los hubiera tomado por dos conspiradores.

      Cuando salía de puntillas del porche, oí mi taxi, que se acercaba a la casa por la carretera a oscuras. Gatsby esperaba en el sendero, donde lo dejé.

      —¿Está todo tranquilo? —me preguntó, preocupado.

      —Sí, está todo tranquilo —titubeé—. Sería mejor que te vinieras a casa, a dormir.

      Dijo que no con la cabeza.

      —Esperaré aquí hasta que Daisy se acueste. Buenas noches, compañero.

      Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y volvió a escudriñar celosamente la casa, como si mi presencia manchara lo sagrado de su misión de centinela. Así que me fui y lo dejé allí, a la luz de la luna, vigilando la nada.

      8

      No pude dormir en toda la noche; una sirena antiniebla no dejó de gemir en el estrecho, y yo me debatí como un enfermo entre la realidad grotesca y pesadillas desquiciadas y pavorosas. Hacia el amanecer oí que un taxi subía el camino a la casa de Gatsby, e inmediatamente salté СКАЧАТЬ