Название: 100 Clásicos de la Literatura
Автор: Люси Мод Монтгомери
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9782378079987
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Esta resolución contribuyó a consolarlos aquella tarde.
CAPITULO VII
A los pocos días se supo que el capitán Wentworth había arribado a Kellynch. El señor Musgrove fue a visitarlo y volvió haciendo de él los más encendidos elogios y diciendo que lo había invitado a ir con los Croft a cenar a Uppercross a fines de la siguiente semana. Fue una gran contrariedad para el señor Musgrove no poder celebrar antes dicha cena, tal era su impaciencia por demostrar su gratitud al capitán Wentworth, teniéndolo bajo su techo y dándole la bienvenida con todo lo más fuerte y mejor que hubiese en sus bodegas. Pero tenía que esperar una semana. “Sólo una semana”, se decía Ana, para que, según suponía, volviesen a encontrarse; y pronto empezó a desear sentirse segura una semana siquiera.
El capitán Wentworth devolvió sin tardanza la fineza del señor Musgrove, y por cuestión de media hora no estuvo Ana presente. Estaban ella y María preparándose para ir a la Casa Grande, donde, como más tarde supieron, se lo habrían encontrado sin poder evitarlo, cuando llevaron a la casa al chico mayor que había dado una mala caída, y esto las retuvo. La situación del niño dejó la visita completamente de lado, pero Ana no pudo enterarse con indiferencia del peligro del que había escapado, ni siquiera en medio de la grave ansiedad que luego les causara la criatura.
El pequeño se había dislocado la clavícula y había recibido tal contusión en la espalda que hizo concebir los más grandes temores. Fue una tarde de angustia y Ana tuvo que hacerlo todo a la vez: mandar por el médico, buscar e informar al padre de lo ocurrido, atender a la madre y socorrer sus ataques de nervios, dirigir a los criados, apartar al chico menor y cuidar y calmar al pobre accidentado. Y además, en cuanto se acordó, avisar a la otra casa de lo acontecido, lo que trajo una avalancha de gente que más que ayudar eficazmente no hizo otra cosa que aumentar la confusión.
El primer consuelo fue el regreso de su cuñado, que se encargó de cuidar a su mujer, y el segundo alivio fue la llegada del médico. Hasta que él llegó y examinó al pequeño, lo peor de los temores de la familia era su vaguedad; suponían que tenía una grave lesión, pero no sabían dónde. La clavícula fue en seguida repuesta en su lugar, y aunque el doctor Robinson palpaba y palpaba, y volvía a tocar, mirando gravemente y hablando en voz baja con el padre y la tía, todos se tranquilizaron y ya pudieron irse y comerse su cena en un estado de ánimo algo más sosegado. Momentos antes de partir, las dos jóvenes tías dejaron de lado la situación de su sobrino para hablar de la visita del capitán Wentworth; se quedaron cinco minutos más, cuando ya sus padres se habían marchado, para tratar de expresar lo encantadas que estaban con él, diciendo que lo encontraban mucho más apuesto e infinitamente más agradable que ninguno de los hombres que conocían y que fueran antes sus favoritos; lo contentas que se pusieron cuando oyeron que su papá lo invitaba a quedarse a cenar; lo tristes que se quedaron cuando él contestó que le era imposible y lo felices que volvieron a sentirse cuando, apremiado por las otras invitaciones que le hacían los señores Musgrove, prometió ir a cenar con ellos al día siguiente. ¡Al día siguiente! Y lo prometió de un modo cautivador, como si interpretase con acierto el motivo de aquellas atenciones. En suma, que había mirado y hablado de todo con una gracia tan deliciosa que las niñas Musgrove podían asegurarles que las dos estaban locas por él. Y se marcharon tan alborozadas como enamoradas, y, en apariencia, más preocupadas por el capitán Wentworth que por el pequeño Carlitos.
La misma escena y los mismos arrebatos se repitieron cuando las dos muchachas volvieron con su padre al caer de la tarde, para saber cómo seguía el niño. El señor Musgrove, disipada su primera inquietud por su heredero, confirmó las alabanzas al capitán y manifestó su esperanza de que no hubiera necesidad de aplazar la invitación que le habían hecho, lamentando únicamente que los de la quinta de seguro no querrían dejar al niño para asistir también a la cena.
-¡Oh, no! ¡Nada de dejar al chico!
El padre y la madre estaban demasiado afectados por la seria y reciente alarma para poder ni siquiera considerarlo una posibilidad. Y Ana, con la alegría de volver a librarse, no pudo menos que añadir sus calurosas protestas a las de ellos.
Sin embargo, Carlos Musgrove manifestó más tarde deseo de ir. El chico iba tan bien y él tenía tantas ganas de que le presentaran al capitán Wentworth, que tal vez iría a reunirse con ellos por la tarde; no quería cenar fuera de casa, pero podía ir a dar un paseo de media hora. Al oír esto, su mujer puso el grito en el cielo:
-¡Ah, no, Carlos, de ningún modo! No podría soportar que te fueses. ¿Qué sería de mí si sucediera algo?
El niño pasó una buena noche y al día siguiente ya estaba mucho mejor. Era cuestión de tiempo el cerciorarse si se le había lesionado la espina dorsal, pero el doctor Robinson no encontraba nada que pudiese dar lugar a alarma, y por consiguiente Carlos Musgrove empezó a pensar que no había ninguna necesidad de seguir confinado. El niño tenía que quedarse en cama y distraerse lo más quietamente posible, pero el padre ¿qué tenía que hacer allí? Era cosa de mujeres, y le parecía muy absurdo que él, que en nada podía ayudar en la casa, tuviese que permanecer recluido en ella. Su padre estaba deseoso de presentarle al capitán Wentworth y como no había ninguna razón de peso en contra de ello, tenía que ir. Todo acabó en que al volver de su cacería, Carlos Musgrove declaró pública y audazmente que pensaba vestirse acto seguido e ir a cenar a la otra casa.
-El chico no puede estar mejor -dijo- y por lo tanto le acabo de decir a mi padre que iré y él ha opinado que hago muy bien. Estando tu hermana contigo, amor mío, no tengo ningún temor. Que tú no te separes del niño, santo y bueno; pero ya ves que yo no sirvo aquí de nada. Si pasara algo, que Ana vaya a buscarme.
Las esposas y los maridos por lo general entienden cuándo son vanas las oposiciones. María supo por el modo de hablar de Carlos, que éste estaba absolutamente resuelto a irse y que sería inútil contrariarlo. Por lo tanto no dijo nada hasta que se hubo marchado, pero tan pronto estuvo a solas con Ana, exclamó:
-¡Vamos! Ya nos dejaron solas para que nos las arreglemos con este pobre enfermito y en toda la tarde no vendrá nadie a vemos. Ya sabía yo que esto pasaría. ¡Siempre me ocurre lo mismo! En cuanto sucede algo desagradable puedes estar segura de que van a esfumarse, y Carlos no es mejor que los demás. ¡Qué fresco! Hace falta no tener entrañas para abandonar de este modo a su pobre hijito y decir, encima, que no le pasa nada. ¿Cómo sabe que no le pasa nada o que no puede sobrevenir un cambio repentino dentro de media hora? Nunca creí que Carlos fuera tan desalmado. Ahí lo tienes, largándose a divertirse y yo, como soy la pobre madre, no tengo derecho a moverme. Pues por cierto que yo soy la menos capaz de atender al chico. El hecho de que sea su madre es una razón para que no se pongan mis sentimientos a prueba. No puedo resistirlo. Ya viste qué nerviosa me puse ayer.
-Pero no fue más que el efecto de tu súbita alarma, de la impresión. Ya no volverás a ponerte nerviosa. Estoy casi segura de que no ocurrirá nada que nos inquiete. He comprendido muy bien las instrucciones del doctor Robinson y no tengo ningún temor. No me extraña la actitud de tu marido. Cuidar a los chicos no es cosa de hombres; no es asunto de su incumbencia. Un niño enfermo debe estar siempre al cuidado de su madre, sus propios sentimientos se lo imponen.
-Creo que quiero a mis hijos como la que más, pero no que sea más útil yo a la cabecera que Carlos, porque no puedo estar todo el tiempo regañando y contrariando a una pobre criatura cuando está enferma; ya has visto esta mañana: bastaba que le dijera que se estuviese quieto para que empezara a agitarse. Yo no puedo soportar estas cosas.
-Pero, ¿estarías tranquila si te pasaras СКАЧАТЬ