Algo crucial, sin embargo, desaparece en medio de esta oferta concreta y segmentada. La construcción de partidos programáticos, capaces de articular plataformas y liderazgos que logren forjar coaliciones sociales amplias (más allá de regiones, circunscripciones, distritos, y municipalidades particulares), es fundamental para superar los desafíos de la representación política en contextos de alta desigualdad. Los partidos políticos programáticos también han proveído, históricamente, de canales para la captación, formación y promoción de juventudes políticas. Sin ellos, es difícil pensar en la capacidad de los jóvenes de insertarse con éxito en la vida política institucional.
Un tercer factor, el ascenso de los ciudadanos monotemáticos, constituye también un rasgo predominante en la actualidad (Luna & Vergara, 2016). En los años ochenta y noventa, los analistas europeos manifestaban preocupación por el ascenso de los partidos de un solo asunto (los partidos verdes eran el caso más claro en ese contexto). Los viejos y estructurados sistemas de partidos europeos se veían desafiados por la emergencia de partidos muy radicales (intensos), pero preocupados por una agenda muy restringida (en el caso de los verdes, la política medioambiental). Actualmente, los intensos se han atomizado aún más: ya ni siquiera construyen partidos de un solo asunto. Se organizan cada vez más en red. Si bien logran superar la segmentación y los problemas de acción colectiva que crean los universos paralelos (gente muy diversa converge en torno a agendas específicas, pero comunes, y se organiza de forma virtual o eventual), son radicales de una sola causa.
En función de esta configuración de sus preferencias, los ciudadanos monotemáticos, desde la superioridad moral que genera toda preferencia absoluta, someten a juicio al gobierno, a los actores políticos y a sus pares en las redes sociales. Dichos juicios son generalmente negativos, porque, por definición, no pueden ser otra cosa. Aun cuando puedan celebrar una declaración o decisión de política pública, seguramente otras muchas los alienarán y descontentarán. Si la política es el ámbito de la negociación de diferencias y la búsqueda de mínimos comunes denominadores, dichos ciudadanos son en esencia antipolíticos. Algunos líderes lograr canalizar la energía que aporta esta radicalidad y los movilizan electoralmente. No obstante, una vez ganada la elección, cuando se trata de gobernar, se vuelven el blanco perfecto de sus electores ocasionales (y de tantos otros conglomerados de monotemáticos), y descubren lo endeble de su zurcido electoral.
¿Hacia un déficit permanente de legitimidad?
Pensando las transiciones latinoamericanas y su problemática, Lechner escribió a mediados de los ochenta que la legitimidad era una «cuestión de tiempo». Lechner (1989) afirmaba que construir un orden legítimo dependía de que los líderes tuvieran la capacidad de utilizar la confianza ciudadana para sincronizar los tiempos objetivos de la política (donde todo es más lento), con los tiempos subjetivos de la sociedad. Así, pensaba Lechner, los líderes conseguían legitimidad (y tiempo para hacer su trabajo) cuando persuadían a la sociedad sobre la necesidad de postergar sus expectativas en lo inmediato, en pos de la construcción de un proyecto más satisfactorio (de difícil, aunque plausible, construcción) en el futuro.
Nobleza obliga. Ser político –tradicional o emergente– se ha tornado una pesadilla. El juego democrático, que contó siempre con la legitimidad procedimental de su lado (en parte por el recuerdo de un pasado autoritario que las nuevas generaciones no poseen), no puede hoy sincronizar los tiempos políticos y los tiempos sociales. La compresión temporal, la segmentación y consolidación de universos sociales paralelos y el ascenso de los ciudadanos monotemáticos hace virtualmente imposible crear plataformas programáticas y candidaturas que logren «comprar tiempo» en función de un futuro consensualmente deseado y plausible.
¿Cómo hacer para representar tal diversidad de preferencias sobre la base de un programa común? ¿Cómo crear plataformas programáticas medianamente coherentes e integradas? Aunque sin esas plataformas se puede ganar elecciones a nivel local, y armar una bancada parlamentaria que constituye la «suma de las partes» a nivel nacional, resulta muy difícil generar coaliciones políticas que sean más que eso. Y sin esas coaliciones, gobernar el todo se torna básicamente en una fuga hacia delante en que es necesario, constantemente, apagar incendios locales o actuar sobre temas y problemáticas puntuales, para lograr sobrevivir a una medición de popularidad más.
Desde hace unos años, los comentaristas políticos de la región acusan la falta de «relato» en las campañas electorales. Los discursos son, en cambio, una colección amorfa de anuncios segmentados que interesan a públicos específicos. Son también un conjunto de declaraciones políticamente correctas que intentan satisfacer el hambre de algunos votantes, sin ojalá alienar a otros. En la sociedad actual, en que la legitimidad es la nueva utopía (así de inalcanzable se ha vuelto), los discursos de campaña no podrían ser otra cosa. Lo que sí debe quedar claro es que en este contexto social es cada vez más difícil construir partidos políticos que, mediando entre el Estado y la sociedad, logren sincronizar los tiempos y producir legitimidad.
¿Se puede hacer algo?
La introducción de reformas institucionales –y las reglas de juego– es usualmente vista por analistas y actores políticos como una forma de «alinear incentivos» para generar un cambio en las dinámicas negativas que se observan en un sistema político. Sin embargo, es necesario examinar esta expectativa a la luz de los datos empíricos que tenemos sobre los partidos y su evolución histórica. La evidencia de que disponemos en la ciencia política muestra claramente dos cosas.
Primero, América Latina se ha caracterizado en las últimas décadas por la creación y rápida desaparición de partidos políticos. Según una estimación muy antigua de Coppedge (1998), hacia fines de los años noventa, un 95% de los partidos latinoamericanos había competido en una elección para luego desaparecer. De acuerdo con la estimación más reciente de Thomas Mustillo (2009), desde la última transición a la democracia registrada en cada país hasta 2005, Bolivia había visto la irrupción de 37 nuevos partidos, Chile de 20, Ecuador de 93, y Venezuela de 797 organizaciones partidarias (se considera 1958 como año de transición en este caso, mientras que en los restantes la transición se produjo en los años 1985, 1989 y 1979, respectivamente). De dichas organizaciones, muy pocas sobrevivieron a la primera elección, y menos aún, lograron alcanzar representación parlamentaria. En el mismo sentido, un libro recientemente editado por académicos de la Universidad de Harvard también señala que son escasísimos los casos de partidos nuevos que logran permanecer en el tiempo e institucionalizarse en las democracias latinoamericanas contemporáneas (Mustillo, 2009).
Segundo, dos tesis doctorales (Wills, 2016; Rosenblatt, 2018) sugieren que los partidos tradicionales están en extinción en la región y que las condiciones para el surgimiento de un partido político, y su sobrevivencia como una organización dinámica y perdurable en el tiempo, tiene muy poco que ver con incentivos institucionales (véase también Levitsky et. al. 2016). Es decir, el desarrollo de los partidos no se relaciona tanto con las reglas a las que son sometidos –aunque dichas reglas son muy relevantes también–, sino a procesos de organización internos que están ligados a su origen histórico. Este último trabajo señala claramente que los partidos que hasta hace poco eran organizaciones institucionalizadas y vibrantes provenían, sin excepciones, de un pasado en que primaban fuertes niveles de polarización y violencia. También es claro que los partidos políticos tradicionales, admirados muchas veces por sus altos niveles de institucionalización y por la fuerte identificación que generaban con el electorado, se desarrollaron en un contexto de expansión de los aparatos estatales nacionales. Los Estados grandes (y muchas veces ineficientes en términos económicos) constituían una «caja» fundamental para el financiamiento de la actividad partidaria. También permitían, en distintos niveles, montar un sistema de mediación que conectaba cada localidad con el centro político, intercambiando СКАЧАТЬ