Asignar un carácter vinculante al Plan Regional de Ordenamiento Territorial (PROT), como lo hace la última reforma a la Ley de Gobiernos Regionales aprobada en marzo de 2018, puede significar un paso decisivo para una gestión integral del territorio, que ponga en común intereses, muchas veces en conflicto, de actores como el sector privado, las organizaciones sociales, los gobiernos locales o la comunidad organizada. Una discusión sustantiva sobre cómo compatibilizar en un mismo espacio geográfico la producción (minera, pesquera, forestal, agrícola) a distinta escala, con respeto a las identidades locales y protección del medioambiente, junto con otros usos del territorio, significa un paso sustantivo para una mejor articulación de la institucionalidad pública, para la cual el PROT será de cumplimiento obligatorio. Pero más importante aún, si se toma en serio la obligación que establece la ley de someter el PROT a consulta pública, este instrumento puede contribuir al bienestar de las comunidades.
Como vimos al hacer referencia a la investigación de Rimisp13 sobre dinámicas territoriales rurales, no hay dinámica de desarrollo territorial posible sin la existencia de un actor territorial colectivo. Tomarse en serio el fortalecimiento de las capacidades de acción colectiva requiere mucho más que regular procesos de consulta previa y resguardar condiciones formales para un diálogo equitativo: requiere reconstruir confianzas, acortar brechas cognitivas y socioeconómicas, comprender y valorar las propuestas de sentido de las comunidades territoriales, sentarse a la mesa a dialogar de manera franca, dar muestras reales de apertura, entender y valorar la diversidad. Una agenda compleja, pero necesaria, para repensar las prioridades y estrategias del progresismo latinoamericano.
Post scriptum
Vigencia de los conflictos socio-territoriales
Desde la fecha de término del escrito anterior, la situación en torno a los conflictos socio-territoriales se ha mantenido prácticamente sin cambios. No han surgido nuevos conflictos, no se han resuelto los existentes, no han surgido nuevos espacios de diálogo ni instrumentos de política para su gestión y resolución. No obstante, el tema ha adquirido alguna visibilidad en la agenda en cuanto problema estructural que subyace a la expresión de malestar que estalla en el país el 18 de octubre pasado. En efecto, el estallido social de octubre puso de relieve las consecuencias de un modelo socioeconómico reproductor de múltiples desigualdades. En ese sentido, parecen necesarias dos consideraciones para los argumentos desarrollados en este artículo.
La primera refiere a las nuevas formas de acción colectiva que parecen estar surgiendo en el país y su potencial de contribución al diálogo y la resolución de conflictos. El despertar de la ciudadanía es, sin duda, un hecho positivo y que merecerá mucho análisis en los próximos años, pero hasta el momento se observan muy escasas señales de que esa acción colectiva encuentre eco en la clase política o el sector privado, en el sentido de promover espacios de diálogo y construcción de acuerdos.
Se menciona en el artículo principal que la existencia de coaliciones de actores diversos en sus intereses y posiciones, pero que comparten algunos objetivos comunes, es clave para activar dinámicas inclusivas de transformación territorial. Lo que se observa hoy en Chile es más polarización que diálogo. Otra tarea urgente para el progresismo deriva de esta observación: la de transformar el malestar en una oportunidad para la discusión propositiva y aprovechar la existencia de un movimiento social extendido para el fortalecimiento del tejido y la organización social. La polarización no es intrínseca al surgimiento de un movimiento social que se expresa de manera diversa y heterogénea tras el estallido social de octubre: es más bien efecto de la distancia creciente que existe entre la élite política y económica del país respecto del tejido social y la ciudadanía en general. La tarea, es, por tanto, disminuir esa distancia sin desactivar la organización social y la acción colectiva emergente.
La segunda consideración es una invitación a revisar las recomendaciones formuladas en las páginas anteriores, en el sentido de relevar la prioridad (y viabilidad) de reformas estructurales al modelo. Lo que hasta mediados de 2019 parecía estar fuera del espacio de discusión política nacional –y que sugería una «agenda reformista menos radical para la gestión de conflictos»– tras el estallido social de octubre se vuelve una alternativa cierta: la de discutir y modificar las bases del modelo. Esto abre la posibilidad de discutir sobre la propiedad y el acceso al agua, la diversificación de la economía, el rol del Estado en el desarrollo, el resguardo y la protección de las comunidades y el medioambiente ante la acción privada, entre otras cuestiones que de seguro serán tema de debate en el proceso constituyente que muy probablemente tenga lugar en el país en los próximos años. Es de prever que cambios en la forma como se enfrenta cada uno de los temas recién mencionados contribuyan a disminuir la conflictividad socio-territorial. No obstante, queda mucho trabajo por hacer para construir y consensuar un proyecto alternativo al vigente que proponga las definiciones fundamentales en ámbitos como los mencionados y otros igualmente críticos para la construcción de un país más justo e igualitario.
Santiago, mayo de 2020.
Referencias
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