Mientras que el explosivo crecimiento de Chiloé en un corto período de tiempo se explica por la llegada de una fuerte inversión extraterritorial (la acuicultura), territorios estudiados en otros países de América Latina registran un crecimiento menos llamativo pero sostenido y más equitativo. Es el caso de la provincia de Tungurahua, en Ecuador, que «se distingue por su marcado dinamismo y diversificación productivos, por su gran importancia como centro comercial nacional y por el notable predominio de pequeñas y medianas empresas familiares en la estructura económica regional» (Hollenstein & Ospina, 2014: 205).
Estos distintos patrones tienen un correlato más o menos evidente en el tipo de coaliciones sociales que se despliega en cada tipo de territorio. Llegamos acá a un factor crítico para entender las posibilidades de desarrollo de un territorio, cual es la existencia de actores sociales colectivos. Definimos una coalición como un conjunto de diferentes actores que realizan acciones convergentes en torno a una dinámica territorial de desarrollo. Pero no cualquier coalición tiene ese potencial. Éste se despliega cuando la coalición es socialmente inclusiva y representa una variedad de actores que comparten de forma tácita o explícita algunos objetivos de desarrollo importantes, incluso si sus motivaciones son diferentes, o si hay conflicto o desacuerdo sobre otros temas. Los actores en la coalición participan en una acción colectiva con una perspectiva a largo plazo y tienen suficiente poder para, al menos, refutar la dinámica de desarrollo vigente. Este poder está basado en una combinación de diferentes capitales (económico, político, social, cultural) suministrado por los diferentes miembros, de modo que ninguno está en una posición completamente subordinada respecto de los demás en la coalición. Finalmente, una coalición transformadora es capaz de socializar y legitimar su visión y estrategia de desarrollo de tal forma que estas sean gradualmente aceptadas e incluso internalizadas por otros actores en el territorio (Fernández y Asensio, 2014).
En un análisis sobre el tema basado en seis casos, distinguimos tres tipos de coaliciones territoriales: «(i) coaliciones que apuestan al crecimiento económico como objetivo principal; (ii) coaliciones que apuestan por la equidad y la inclusión como objetivo principal; (iii) coaliciones que impulsan dinámicas que conjugan ambos objetivos» (Fernández et. al. 2014: 26-27). Mientras que las coaliciones del primer tipo son lideradas e impulsadas por actores de fuera del territorio en alianza con el Estado (como Chiloé), las del tercero son coaliciones de actores endógenos (como Tungurahua, en Ecuador), en ausencia de grandes inversiones extraterritoriales y, consecuentemente, en ausencia de conflictos como los que nos ocupan.
Lo que muestran, en síntesis, estos resultados es que allí donde el motor del crecimiento y desarrollo del territorio está puesto en inversiones extraterritoriales de gran escala (como la industria acuícola en Chiloé, entre los casos de estudio del proyecto), se observan consistentemente situaciones de crisis ambiental y exclusión social.
¿Debemos, entonces, acostumbrarnos a la persistencia de conflictos y abandonar los objetivos de inclusión y sostenibilidad en aras del crecimiento de corto plazo? Ante una respuesta negativa, a continuación se delinea una agenda para abordar la compleja situación de conflictividad que afecta a muchas comunidades y pone en jaque el modelo de desarrollo vigente.
Resolver o gestionar conflictos: ¿qué pueden hacer los gobiernos?
El solo hecho de reconocer la conflictividad territorial en los términos acá descritos es un paso necesario para delinear una agenda que ponga en el centro de sus preocupaciones la complejidad de unas dinámicas que no se resuelven ni con mejor regulación ni con más políticas sociales, ni con más esfuerzos de mitigación.
Para avanzar hacia la resolución de los conflictos la única agenda posible es una de reformas de carácter estructural tanto en el plano económico como en el político.
En lo económico, los especialistas postulan la urgencia de diversificar nuestra matriz productiva e invertir en formación de capital humano, para disminuir nuestra dependencia del precio de los commodities en el mercado internacional, incrementar la productividad y agregar valor a la producción nacional, todavía predominantemente extractiva (Landerretche, 2011).
En lo político, los conflictos expresan la urgencia de una agenda que vuelva a poner el valor de lo colectivo en el centro de la construcción de propuestas de desarrollo. Pero no solo eso, se requiere también abordar desde lo público las consecuencias que derivan de las enormes asimetrías de poder e información que existen entre los gobiernos, los empresarios y la ciudadanía en general. Más transparencia, más participación, mejores mecanismos de rendición de cuentas son algunos de los mecanismos formales.
Un giro sustantivo del modelo de desarrollo y convivencia en esta dirección, que valore y apoye una mayor diversidad de proyectos de vida, producción y bienestar, debiera reducir en forma considerable las fuentes de conflictos derivados de la resistencia a una industria extractiva que hoy se impone como la única vía de desarrollo posible y cuenta, para su despliegue, con el aval (y subsidio) de todas las fuerzas políticas y económicas de carácter nacional.
No obstante, una política industrial agresiva capaz de transformar las bases del modelo no terminará con los conflictos derivados de la instalación de zonas de sacrificio. Lo que cabe acá es impulsar cambios institucionales que incrementen las regulaciones a la (nueva) actividad económica y reduzcan la asimetría en el poder de negociación de las partes en conflicto.
En ausencia de reformas estructurales como las esbozadas, una opción reformista menos radical consiste en optar por gestionar adecuadamente los conflictos, evitando escaladas de violencia que hoy aquejan a muchos países de la región, mitigando el daño sobre poblaciones afectadas y equiparando las condiciones para el diálogo y la expresión de intereses y demandas de los distintos actores en disputa. En efecto, en muchas ocasiones la presencia de una situación de conflicto implica también una oportunidad para, a partir de la crisis generada por el mismo, abrir posibilidades de alcanzar nuevos arreglos institucionales que impacten en dinámicas de desarrollo más inclusivas y sostenibles. La presión política que surge de las manifestaciones derivadas de los conflictos puede ayudar a reformar las políticas estatales y empujar al cambio institucional progresivo (Bebbington, 2012). Pero para ello se requiere –insistimos una vez más– partir por reconocer la emergencia de conflictos como un problema que no se resuelve con políticas productivas y sociales compensatorias.
Entre las reformas necesarias destaca en primer lugar todo el conjunto de medidas ya mencionadas, tendientes a regular la actividad económica en el sentido de una mayor responsabilidad ambiental y social, incrementando el costo de las sanciones por incumplimiento.
Un ámbito complementario de reformas, comúnmente menos explorado en referencia a una mejor gestión de conflictos socio-territoriales, es el relativo al fortalecimiento de la descentralización СКАЧАТЬ