Название: El fantasma de Canterville
Автор: Oscar Wilde
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9782378079734
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«Nunca», pensé, deseando fervientemente morirme. Mientras expresaba este deseo entre sollozos entrecortados, se acercó alguien, sobresaltándome. Helen Burns se aproximaba de nuevo; su llegada a la habitación vacía apenas era visible a la luz del fuego agonizante; me traía café y pan.
—Anda, come algo —dijo, pero aparté la comida, sintiendo que se me atragantaría una gota de café o una miga de pan en aquellos momentos. Helen me contempló, probablemente sorprendida. No pude contener mi desasosiego, aunque lo intenté, y seguí llorando desconsolada. Ella se sentó a mi lado en el suelo, rodeó las rodillas con los brazos y apoyó la cabeza en ellos: en aquella postura se quedó callada como una india. Yo fui la primera en hablar:
—Helen, ¿por qué te quedas con una niña que todos creen que es una embustera?
—¿Todos, Jane? Vaya, solo ochenta personas han oído que te llamasen así, y hay cientos de millones en el mundo.
—¿Qué me importan esos millones a mí? Las ochenta que yo conozco me desprecian.
—Estás equivocada, Jane; es probable que no haya ni una en toda la escuela que te desprecie, y estoy segura de que hay muchas que te compadecen.
—¿Cómo pueden compadecerme después de lo que ha dicho el señor Brocklehurst?
—El señor Brocklehurst no es un dios, ni siquiera es un gran hombre a quien admiramos; se le quiere poco aquí, y no ha hecho nada para que se le quiera. Si te hubiera tratado como una protegida especial, hubieras encontrado enemigas, declaradas u ocultas, por todas partes. Tal como están las cosas, la mayoría te apoyaría si se atreviera. Es posible que las profesoras y las alumnas te traten con frialdad durante un día o dos, pero esconden sentimientos de amistad en sus corazones. Si perseveras con tu buena conducta, estos sentimientos pronto aflorarán más claramente por haberse suprimido temporalmente. Además, Jane… —hizo una pausa.
—¿Sí, Helen? —dije, poniendo mi mano en la suya. Frotó suavemente mis dedos para calentarlos y siguió:
—Aunque todo el mundo te odiase y te creyese mala, mientras tu propia conciencia te aprobara y te absolviera de toda culpa, no estarías sin amigos.
—No, ya sé que tendría buena opinión de mí misma, pero no es suficiente. Si no me quieren los demás, prefiero morirme. No puedo soportar sentirme sola y odiada, Helen. Mira, para ganar tu afecto o el de la señorita Temple o de cualquier otra a la que de verdad quiero, de buena gana me dejaría romper un hueso del brazo, o me dejaría embestir por un toro, o me pondría detrás de un caballo encabritado y dejaría que me coceara el pecho…
—¡Calla, Jane! Le das demasiada importancia al cariño de los seres humanos. Eres demasiado impulsiva y vehemente. La mano soberana que creó tu cuerpo y le dio vida, te ha provisto de otros recursos aparte de tu ser, débil como el de las demás criaturas. Además de esta tierra y la raza de hombres que la puebla, existe un mundo invisible y un reino de espíritus; este mundo nos rodea, pues está en todas partes, y estos espíritus nos vigilan, ya que su cometido es cuidarnos. Y aunque nos estuviéramos muriendo de pena y vergüenza, aunque el desprecio nos persiguiera y el odio nos aplastara, los ángeles verían nuestros tormentos y reconocerían nuestra inocencia (si es que somos inocentes, como yo sé que tú lo eres de la acusación del señor Brocklehurst, basada en lo que le ha dicho la señora Reed; veo una naturaleza sincera en tus ojos ardientes y tu frente despejada), y Dios solo espera la separación del espíritu de la carne para colmarnos de recompensas. ¿Por qué, entonces, hemos de dejarnos abrumar por la angustia, cuando la vida acaba tan pronto y la muerte promete la llegada de la felicidad y la gloria?
Me quedé callada. Helen me había apaciguado, pero en la tranquilidad que me brindó había un elemento de inenarrable tristeza. Tuve una sensación de desdicha mientras hablaba, pero no supe de dónde provenía, y cuando, después de hablar, respiró aceleradamente y tosió, olvidé por un momento mis propias penas para dejarme invadir por una imprecisa preocupación por ella.
Apoyé la cabeza en su hombro y la rodeé con mis brazos. Me estrechó contra ella y descansamos en silencio. No llevábamos mucho rato así, cuando entró otra persona. Un viento incipiente barrió del cielo unas nubes oscuras, dejando libre la luna, cuya luz entraba a raudales por la ventana, iluminándonos a nosotras y a la figura que se aproximaba, que reconocimos enseguida como la de la señorita Temple.
—He venido adrede a buscarte, Jane Eyre —dijo—, quiero que vengas a mi cuarto. Ya que está contigo Helen Burns, que venga ella también.
Seguimos a la directora, pasando por intrincados pasillos y subiendo una escalera antes de llegar a su habitación, donde ardía un buen fuego, que le daba un aspecto alegre. La señorita Temple le dijo a Helen Burns que se sentara en una butaca baja junto a la chimenea y, sentándose ella en otra, me llamó a su lado.
—¿Ya ha acabado todo? —preguntó, mirándome la cara—. ¿Has lavado tus penas con tantas lágrimas?
—Me temo que nunca podré hacer eso.
—¿Por qué?
—Porque me han acusado injustamente, y ahora usted, señorita, y todas las demás, pensarán que soy mala.
—Pensaremos de ti lo que tú nos demuestres ser, niña. Sigue portándote bien y yo me daré por satisfecha.
—¿De verdad, señorita Temple?
—De verdad —dijo, rodeándome con el brazo—. Y ahora, dime, ¿quién es esa señora a la que el señor Brocklehurst llama tu benefactora?
—La señora Reed, esposa de mi tío. Mi tío está muerto, y la dejó encargada de cuidarme.
—Entonces, ¿no te adoptó por su propio gusto?
—No, señorita. Lamentó tener que hacerlo. Pero, según me han contado a menudo las criadas, mi tío, antes de su muerte, la obligó a prometer que siempre cuidaría de mí.
—Bueno, Jane, ya sabes, y por si no lo sabes, yo te lo digo, que a un criminal acusado siempre se le permite hablar en su defensa. Te han acusado de mentir. Defiéndete ante mí lo mejor que puedas. Di lo que recuerdes, pero no añadas ni exageres nada.
En el fondo de mi corazón resolví ser de lo más moderada y exacta. Reflexioné unos minutos para ordenar coherentemente lo que iba a decir, y le conté toda la historia de mi triste infancia. Como estaba exhausta por la emoción, mi lenguaje era más sumiso que cuando solía hablar de ese triste tema, y al acordarme de lo que Helen me había advertido sobre el resentimiento, infundí mi relato de menos hiel y amargura que de costumbre. Contenida y simplificada de esta manera, pareció más creíble, y me dio la impresión al narrarlo de que me creía plenamente la señorita Temple.
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