Esa humedad que brilla en su pestaña. Laura Vizcay
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Название: Esa humedad que brilla en su pestaña

Автор: Laura Vizcay

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Rosa de los vientos

isbn: 9789874156310

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СКАЧАТЬ cuando salió nos dijo Si viene su padre, ahí están sus cosas. Al otro día, las valijas permanecían en el mismo lugar, como si esperaran algo que nunca sucedió. Mi padre dormía en su habitación, y mi madre cantaba en la cocina. Estaba preparando el mate. Nosotros desayunamos y nos fuimos a la escuela. Ella siempre hacía que cada día fuera distinto al otro.

      El suicida, acostado boca arriba sobre el lecho revuelto, abrió los ojos. ¿Qué hacía el canario de su madre revoloteando?, ¿sobrevolaba su inminente muerte?

      El pájaro golpeaba la barrera de yeso que impedía su libertad. El suicida veía, borrosa, la imagen del ave, que ahora lanzaba chillidos. Pensó que arrastraría, en su desgracia, al canario. Le cayeron unas lágrimas. El canario era como una mancha inquieta contra el cielorraso. Era tan inocente y pequeño, casi un amigo, por eso él le compraba crema de limón en la heladería de la esquina. Después lo miraba saltar del minúsculo trapecio y untar su pico en el helado. Se había reído más de una vez cuando la crema le hacía de pulsera en sus patas anilladas y casi transparentes. Incluso llegó a mantener con él charlas privadas a través de los alambres de la jaula, y una de esas conversaciones fue muy especial: le pidió que se olvidara para siempre de lo que había visto, del momento en que José, su primo, lo tocó tanto que él le tomó la mano para que no la sacara de su pantalón.

      Muchas veces pensó en abrirle la puerta y dejar que volara. Pero no tenía derecho. Caería en las garras de algún gato o bajo la piedra de algún perverso. Él también se sentía como un ave incapaz de sobrevivir sin la jaula. Las palabras de su madre esa mañana se lo habían dejado muy claro. Las había pronunciado casi mordiéndolas y ante la presencia de su tía de Santa Fe: No sos más que un pajarraco asustado, te encerrás en la habitación para esconder tu verdadera cara de marica.

      La voluntad de salvar al pájaro fue un impulso. Se incorporó y tambaleó. El peso de su cuerpo, acentuado por el efecto de los sedantes sustraídos del bolso de su tía, chocó contra la puerta de su habitación y dejó paso a la luz del día. Por allí se filtró el canario. Por allí el suicida escoltó al canario amarillo que chilló de gratitud antes de que su salvador se desplomara en medio de un montón de mujeres que festejaban el cumpleaños de su madre.

      Entre las risas y la charla, la primera en verlo caer fue la tía de Santa Fe. Y a éste, ¿qué le pasa? La madre lo miró. Él estaba tirado sobre las baldosas frescas y amarillas del comedor. La voz de la madre cortó el silencio: No le pasa nada, ya te dije, cada día más idiota, y encima, me dejó escapar al canario. ¿Lo vieron?

      Algunas invitadas, también la madre de José y una prima, corrieron a levantarlo. Parecían apenadas. Alguien atinó a decir: Pobrecito.

      Volvía de un paseo junto a sus padres. Habían ido a la heladería, en la que también servían liso santafesino. Por primera vez el padre le había permitido probar la cerveza. Anochecía. El auto aminoró la marcha llegando a una esquina. Estaba contenta, había sido una tarde buena para los tres. Sentada en el asiento de atrás sintió que las luces de un auto le iluminaban la nuca. Giró y se topó con dos faros que la encandilaron. Volvió a su posición y se reacomodó en el asiento.

      De repente recibió el estallido del padre en plena cara. Le estaba gritando: Puta, puta de mierda, ¡no tenés vergüenza! ¿A quién mirás, decime a quién mirás? Vio sus ojos en el espejo retrovisor y tuvo miedo. Atinó a responder: Me di vuelta porque las luces me asustaron. Pero otras palabrotas brotaban de la boca del padre hasta que un silencio pesado cayó tras la última palabra. Sintió que algo la había roto, que se le había roto la alegría que traía, el amor de su papá. La boca se le abría y no podía respirar.

      La llegada a casa fue triste, extraña, cada uno tomó una dirección distinta. La madre fue a la cocina, el padre a su habitación a cambiarse de ropa. Ella, a la suya. Se sentó en la cama. Su cuerpo parecía un gran fuego que se quemaba a sí mismo. Pensaba en los gritos de su padre. No podía entender. Palabras que habían sido dichas con rabia, enojo, desprecio. Esos exabruptos no eran una costumbre. En su casa no se insultaba, no se decían malas palabras. ¿Qué pasó? ¿Por qué no pudo defenderse? ¿Por qué? ¿Por qué su madre permaneció en silencio?

      Salió de su habitación y fue hasta la de sus padres. No golpeó antes de entrar. Ahí estaba él, en sus anchos calzoncillos de tela, a punto de ponerse el pantalón de dormir. Lo miró con odio, y le dijo: Me llamaste puta de mierda y no sé por qué, jamás te perdonaré. Nunca. Todo lo dijo así, seguido y en voz baja, para que la madre no escuchara. Salió sin hacer ruido, y sin mirarlo. Volvió a su habitación y se encerró allí hasta el día siguiente. No lloró, nunca lloró, porque el enojo que guardaba contra aquellas palabras injustas, fue más fuerte que la tristeza. Jamás se preguntó si su madre habría hablado de ese asunto con el padre. Si le reclamó su arrebato o solo hubo silencio. Se sabía que en su familia, sobre ciertas cosas jamás se volvía. Tantos acontecimientos se callaban.

      Un día golpearon a la puerta del frente y era su abuelo. Traía en brazos el cuerpo inerte de su papá.

      Alguien relató el hecho y dijo algunas cosas, como que un vecino lo vio morir. Caer sobre el volante mientras el auto corría lentamente y se atascaba sobre el cordón del asfalto. Que fue su abuelo quien llegó a recuperar a su hijo que había muerto de un infarto, en plena calle, a pocas cuadras de distancia.

      La casa se llenó de gente, los amigos la abrazaron y algunos prometieron cuidarla. Lo velaron ahí mismo. Ella nunca entró a la sala. Deambuló por los pasillos, el patio, las habitaciones. Tampoco fue al sepelio. Esa noche hubo una tormenta y no pudo dormir. Trataba de imaginar su rostro. Un temblor le sacudió todo el cuerpo. ¿Lo extrañaría? Se había ido para siempre y ella no podía perdonarlo. Y en esa vigilia apreció la primera luz del día. No había dejado de pensar en su padre y también pensó en los exámenes que empezaría a rendir el lunes próximo, dos días más tarde. Eran exámenes cuatrimestrales que cerraban el año escolar. El sábado amaneció nublado. Se tomó el tiempo necesario para limpiar la casa, desde temprano. Lo hacía todos los fines de semana. Los parientes, que acompañaron la fatalidad, ya se habían vuelto a sus lugares. La madre se encerró en el dormitorio y la escuchaba llorar.

      Cuando terminó de lavar los pisos, encendió la radio y buscó la frecuencia LT10. Bajó el volumen. Le gustaba ese programa de música que pasaban los días sábados por la mañana. Organizó su mesa de estudio. Debía ocuparse de Física y Química, y lo haría con un excelente, como cada vez. Abrió la ventana. Había vuelto el sol y algo había acabado. Mientras entrecerró los ojos para respirar la mañana, pensó: Estas vacaciones serán maravillosas.

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