Название: La frontera que habla
Автор: José Antonio Morán Varela
Издательство: Bookwire
Жанр: Книги о Путешествиях
Серия: Nan-Shan
isbn: 9788418292408
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Hay una sierra Humboldt en México y un pico Humboldt en Venezuela. Una ciudad argentina, un río en Brasil, un géiser en Ecuador y una bahía en Colombia llevan su nombre. Existe un cabo Humboldt y un glaciar Humboldt en Groenlandia, y cadenas montañosas en China, Sudáfrica, Nueva Zelanda y Antártida. Hay ríos y cataratas en Tasmania y Nueva Zelanda, así como parques en Alemania y la rue Alexandre Humboldt en París. Solo en Estados Unidos llevan su nombre cuatro condados, trece ciudades, bahías, lagos y un río (...) trescientas plantas y más de cien animales llevan también su nombre (...).Varios minerales le rinden tributo —desde la humboldtita hasta la humboldtina— y en la luna existe una zona denominada Mar de Humboldt.64
Unas gotas de agua y el sonido del bravío torrente me sacaron del ensimismamiento humboldtiano en el que me encontraba; ya no tenía claro hasta dónde la octava maravilla del mundo se debía al lugar en sí o a los excepcionales ojos de quien así lo nombró. La amenaza de un aguacero y de la llegada de la noche hizo que retrocediéramos sobre nuestros pasos hasta reencontrarnos con la caseta del parque. Las piedras que antes estaban resbaladizas ahora se habían convertido en algo similar al hielo y Silvia tuvo un percance que le costó meses de dolor en su hombro. Ya con poca luz, cruzamos con la lancha hacia nuestro campamento base en la isla venezolana.
7
Nada puede con la señorita Sofía
Al día siguiente navegamos por las negras aguas del río Tomo, tan negras que si metes la mano te desaparece de la vista y caminamos por la sabana que justo al lado de la selva muestra su increíble variedad paisajística; nos bañamos, o mejor dicho, me bañé yo solo en una poza azul turquesa de la que todo el mundo contaba lo bonita que era pero donde nadie se quería meter por ancestrales temores a su dueño,65 y visitamos la comunidad Raudalito Caño Lapa.
Es la única de todo el Tuparro. Está compuesta por unas treinta familias sikuanis, aunque al llegar apenas vimos a nadie. Nos pidieron una pequeña colaboración económica porque habían decidido incorporarse al llamado ecoturismo aprovechando su ventajosa ubicación y, a cambio, nos mostrarían sus lugares y costumbres; en el libro de visitas constatamos que habían transcurrido más de dos semanas desde que dos bogotanos hubieran hecho lo mismo que nosotros. El poblado se distribuía en una serie de casas flanqueando las dos anchas calles con que contaba. Al final de una de ellas comprobamos por qué apenas habíamos visto a gente hasta ahora: todos estaban alrededor de una familia que elaboraba, con toda la paciencia requerida, el mañoco; las mujeres trabajaban, los niños jugaban y los curiosos platicaban de cualquier cosa alrededor del evento.
Toda la atención de la aldea estaba puesta en la fabricación de esa harina granulada salida de la raíz de yuca brava (una de las cincuenta variedades conocidas) que tan extendida está entre los indígenas de Colombia, Venezuela y Brasil que habitan las riberas del Orinoco y algunas del Amazonas.
El mañoco es su alimento base —el equivalente al maíz, el trigo o el arroz en otras culturas— y como tal lo utilizan para todo; generalmente se añade a viandas y bebidas hasta formar una masa a la que confiere un cierto sabor amargo, aunque de igual modo sirve como acompañante a sopas, sancochos, ensaladas y pescados, y de él también se extraen diversas bebidas llamadas yukutas. Con mucha paciencia y la alegría por ver nuestro interés, nos explicaron cada paso de su elaboración. Comienzan raspando la piel y lavando el resto para, a continuación, ser rallado en una tabla con salientes en forma de dientes hasta que la yuca queda bien desmenuzada; se deja fermentar unos días y después se introduce en un sebucán o utensilio hecho de fibra vegetal que se retuerce con la finalidad de que desprenda su líquido (la yuca brava contiene cianuro en la pulpa que es mucho más complicado de aislar que el de la yuca dulce que lo tiene en la raíz); este utensilio puede medir dos metros y se parece a una anaconda que se estira o encoge en la medida que tenga más o menos comida en su interior.
Cuando las mujeres han exprimido el veneno que la planta contiene, pasan el resto por un cernidor o criba hasta que la apelmazada masa queda reducida a pequeños granitos; a partir de aquí hay que tostar esos granitos al fuego sobre una especie de enorme sartén llamada budane mientras los gránulos se cuecen uniformemente. Si en este proceso se evita la fermentación y en el budane se da a la masa una fina forma circular de unos cuarenta centímetros de diámetro por uno de ancho, entonces, tras haberse deshidratado la harina, tendremos el cazabe, otra delicia orinoco-amazónica, a la que ya solo le queda secarse al sol.
El trabajo es realizado siempre por las mujeres que han aprendido el oficio desde muy pequeñas y cuya tarea es imprescindible para la manutención diaria de estos pueblos ribereños. Todos entienden que la yuca y sus derivados, aparte de contribuir a una buena digestión, son muy recomendables para combatir infecciones, luchar contra el estreñimiento, disminuir los dolores óseos y musculares, aplacar el de cabeza, reducir el colesterol y aportar una gran cantidad de energía para los trabajos diarios debido al almidón que contiene. Nada tiene de extraño que por aquí lo eleven a la categoría de oro de la selva.
Nos informamos bien del proceso y las virtudes del alimento, pero en absoluto nos pudimos imaginar en aquel momento que acabaríamos navegando con un vendedor de mañoco muy lejos de aquí.
Más tarde nos llevaron en canoa a unas preciosas y peligrosas pozas que utilizan para pescar y bañarse (ahí se había ahogado el hermano del que nos lo contaba), nos explicaron cómo funciona su vida comunitaria y hasta nos invitaron a quedarnos unos días con ellos. Silvia, por fin, vio cumplido uno de sus deseos, el de conocer una comunidad indígena; al final del viaje llegaría a parecerle algo cotidiano.
Nos despidieron en la maloca principal, un espacioso cobertizo con paredes construidas con vegetales, ubicado en el lugar más importante del pueblo. En el interior había un atril y unos bancos dispuestos para escuchar al que desde allí hablaba; al frente un sencillo crucifijo indicaba el culto que profesaban.
—Por fin has podido realizar uno de tus deseos. Ya conoces una comunidad indígena —le comenté a Silvia.
—¡Qué ganas tenía! —exclamó encantada—. ¡Y qué abiertos parecen!
—Bueno, eso se debe a que quieren vivir del turismo porque, en general, son reservados con los desconocidos —terció Luis el sikuani consciente de su autoridad en el tema—. Mantener las distancias ha sido un mecanismo muy importante para defenderse de todos los que los han querido conquistar.
—¡Y qué limpio está todo! —continuó Silvia como continuando la explicación.
—Claro, todas las comunidades lo están, pero especialmente las que siguen a la señorita Sofía; en la mía ocurre lo mismo.
—¡Mil gracias Luis! —intervine chascando los dedos—. Me has iluminado. Claro, Sophie Müller, la diosa blanca, ¡cómo no se me habría ocurrido antes!
Me faltaba el chispazo de Luis para relacionar Caño Lapa con algo conocido. Recordé la existencia de un patrón que se repetía en muchas de las remotas comunidades indígenas de la cuenca del Orinoco y también del Amazonas: poblados muy limpios y tranquilos con viviendas individuales que normalmente se distribuyen alrededor de una amplia explanada en uno de cuyos laterales se asienta un local comunitario, la maloca, en el que no falta alguna cruz o atril mostrando la presencia del cristianismo. Caño Lapa no fue sino la primera de las comunidades en cuyas conversaciones salía a relucir indefectiblemente Sophie Müller, la señorita Sofía como la conocen por aquí, una mujer que dejó una huella que ahora pareciera que nos dedicamos a rastrear porque, sin pretenderlo, vamos siguiendo sus pasos. Aunque muy pocos colombianos la conozcan, llegó a ser una de las mujeres más influyentes en Colombia.
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