Название: El conde de montecristo
Автор: Alexandre Dumas
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9782378079000
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-¿A qué?
-Al dinero…
-Y bien, ¿qué?
_-Que dicen los camaradas, señor Morrel, que por lo de ahora les bastan cincuenta francos a cada uno, que esperarán por lo demás.
-¡Gracias, amigos míos, gracias! -exclamó el naviero, conmovido hasta el fondo del alma-. ¡Qué gran corazón tenéis todos! Pero tomad los doscientos francos, tomadlos, y si encontráis un buen empleo, aceptadlo, porque estáis sin ocupación.
Esta última frase causó una impresión singular a aquellos dignos marineros, que se miraron unos a otros con aire de espanto. Falto de respiración el viejo, por poco se traga el tabaco, pero por fortuna acudió a tiempo con su mano a la garganta.
-¿Cómo, señor Morrel, nos despedís? -murmuró con voz ahogada-. ¿Estáis descontento de nosotros?
-No, hijos míos -contestó Morrel-, sino todo lo contrario. No os despido… , pero… ¿qué queréis?, ya no tengo barcos, ya no necesito marineros.
-¿Que no tenéis barcos? -dijo Penelón-. Pues construiréis otros… , esperaremos. Gracias a Dios, ya sabemos lo que es esperar.
-No tengo dinero para construir otros, Penelón -repuso Morrel con su melancólica sonrisa-; por lo tanto no puedo aceptar vuestra oferta, aunque me sea muy satisfactoria.
-Pues si no tenéis dinero, no debéis pagarnos. Haremos como el pobre Faraón, navegar a palo seco.
-Callad, callad, amigos míos -respondió Morrel con voz entrecortada por la emoción-. Os ruego que aceptéis ese dinero. Ya nos volveremos a ver en mejores circunstancias. Manuel, acompañadlos -añadió-, y haced que se cumplan mis deseos.
-¿Volveremos a vernos, señor Morrel? -dijo Penelón.
-Sí, amigos míos, por lo menos así lo espero. Id.
E hizo una señal a Cocles, que salió delante, seguido de los marineros y de Manuel.
-Ahora -dijo el armador a su mujer y a su hija-, dejadme solo un instante, que tengo que hablar con este caballero.
Y con la mirada indicaba al comisionista de la casa de Thomson y French, que durante la escena había permanecido inmóvil y de pie en un rincón, sin tomar otra parte en ella que las palabras que ya hemos dicho.
Las dos mujeres miraron al extranjero, de quien ya se habían olvidado completamente, y al retirarse la joven le dirigió una mirada de súplica, mirada a la que él contestó con una sonrisa que parecía imposible en aquel semblante de hielo.
Los dos hombres quedaron a solas.
-Ea, caballero -dijo Morrel dejándose caer de nuevo en su sillón-, ¡ya lo habéis visto! ¡Ya lo habéis oído! Nada tengo que añadir.
-Ya he visto, caballero -respondió el inglés-, que os viene otra desgracia, tan inmerecida como las anteriores. Esto me afirma más y más en mi propósito de seros útil.
-¡Oh, caballero! -murmuró Morrel.
-Veamos -prosiguió el comisionista-. Yo soy uno de vuestros principales acreedores, ¿no es cierto?
-Sois al menos el que posee créditos a plazo más corto.
-¿Deseáis una prórroga para pagarme?
-Una prórroga me podría salvar el honor, y por lo tanto la vida -repuso Morrel.
-¿De cuánto tiempo la queréis?
Morrel, vacilante, dijo:
-De dos meses.
-Os concedo tres -respondió el extranjero.
-¿Pero creéis que la casa de Thomson y French… ?
-Eso corre de mi cuenta. Hoy estamos a 5 de junio.
-Sí.
-Renovadme entonces todo ese papel para el 5 de septiembre a las once de la mañana. A esa hora vendré a buscaros. (El reloj marcaba en aquel momento las once de la mañana.)
-Os esperaré, caballero -dijo Morrel-, y, o vos quedaréis pagado… , o muerto yo.
Renováronse los pagarés, rompiéronse los antiguos, y el desgraciado naviero tuvo por lo menos tres meses de respiro para allegar sus últimos recursos.
Acogió el inglés sus muestras de gratitud con la flema peculiar a los de su nación, y despidióse de Morrel, que le acompañó hasta la puerta, bendiciéndole.
En la escalera encontró a Julia, que hizo como si bajara, pero que en realidad estaba esperándole.
-¡Oh, caballero! -dijo juntando las manos.
-Señorita -respondió el inglés-, si en alguna ocasión recibís una carta… firmada por… por Simbad el Marino… , efectuad al pie de la letra lo que os encargue, aunque os parezca extraño mi consejo.
-Lo haré, caballero -respondió Julia.
-¿Me prometéis hacerlo?
-Os lo juro.
-Bien. Adiós, entonces, señorita. Proseguid como hasta ahora, siendo tan buena hija, que confío que Dios os recompensará dándoos a Manuel por marido.
Julia exhaló un grito imperceptible y púsose encarnada como una cereza, apoyándose en la pared para no caer.
El inglés prosiguió su camino, haciéndole un ademán de despedida.
En el patio halló a Penelón con un paquete de cien francos en cada mano, como dudando si debía llevárselos o no.
-Seguidme, amigo mío, tengo que hablaros -le dijo.
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