El conde de montecristo. Alexandre Dumas
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Название: El conde de montecristo

Автор: Alexandre Dumas

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 9782378079000

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СКАЧАТЬ obstante -replicó Dantés limpiándose el sudor que corría por su frente-, yo le dejé doscientos francos… hace tres meses, al partir.

      -Sí, sí, Edmundo, es verdad. Pero olvidaste cierta deudilla que tenías con nuestro vecino Caderousse; me lo recordó, diciéndome que si no se la pagaba iría a casa del señor Morrel… y yo, temiendo que esto te perjudicase, ¿qué debía hacer? Le pagué.

      -Pero eran ciento cuarenta francos los que yo debía a Caderousse… -exclamó Dantés-. ¿Se los pagaste de los doscientos que yo te dejé?

      El anciano hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

      -De modo que has vivido tres meses con sesenta francos… -murmuró el joven.

      -Ya sabes que con poco me basta -dijo su padre.

      -¡Ah, Dios mío, Dios mío! ¡Perdonadme! -exclamó Edmundo arrodillándose ante aquel buen anciano.

      -¿Qué haces?

      -Me desgarraste el corazón.

      -¡Bah!, puesto que ya estás aquí -dijo el anciano sonriendo-, todo lo olvido.

      -Sí, aquí estoy -dijo el joven-, soy rico de porvenir y rico un tanto de dinero. Toma, toma, padre, y envía al instante por cualquier cosa.

      Y vació sobre la mesa sus bolsillos, que contenían una docena de monedas de oro, cinco o seis escudos de cinco francos cada uno y varias monedas pequeñas.

      El viejo Dantés se quedó asombrado.

      -¿Para quién es esto? -preguntole.

      -Para mí, para ti, para nosotros. Toma, compra provisiones, sé feliz; mañana, Dios dirá.

      -Despacio, despacito -dijo sonriendo el anciano-; con tu permiso lo gastaré, pero con moderación, pues creerían al verme comprar muchas cosas que me he visto obligado a esperar tu vuelta para tener dinero.

      -Puedes hacer lo que quieras. Pero, ante todo, toma una criada, padre mío. No quiero que lo quedes solo. Traigo café de contrabando y buen tabaco en un cofrecito; mañana estará aquí. Pero, silencio, que viene gente.

      -Será Caderousse, que sabiendo tu llegada vendrá a felicitarte.

      -Bueno, siempre labios que dicen lo que el corazón no siente -murmuró Edmundo-; pero no importa, al fin es un vecino y nos ha hecho un favor.

      En efecto, cuando Edmundo decía esta frase en voz baja, se vio asomar en la puerta de la escalera la cabeza negra y barbuda de Caderousse. Era un hombre de veinticinco a veintiséis años, y llevaba en la mano un trozo de paño, que en su calidad de sastre se disponía a convertir en forro de un traje.

      -¡Hola, bien venido, Edmundo! -dijo con un acento marsellés de los más pronunciados, y con una sonrisa que descubría unos dientes blanquísimos.

      -Tan bueno como de costumbre, vecino Caderousse, y siempre dispuesto a serviros en lo que os plazca -respondió Dantés disimulando su frialdad con aquella oferta servicial.

      -Gracias, gracias; afortunadamente yo no necesito de nada, sino que por el contrario, los demás son los que necesitan algunas veces de mí (Dantés hizo un movimiento). No digo esto por ti, muchacho: te he prestado dinero, pero me lo has devuelto, eso es cosa corriente entre buenos vecinos, y estamos en paz.

      -Nunca se está en paz con los que nos hacen un favor -dijo Dantés-, porque aunque se pague el dinero, se debe la gratitud.

      -¿A qué hablar de eso? Lo pasado, pasado; hablemos de tu feliz llegada, muchacho. Iba hacia el puerto a comprar paño, cuando me encontré con el amigo Danglars. « ¿Tú en Marsella? », le dije. « ¿No lo ves? », me respondió. « ¡Pues yo te creía en Esmirna! » «¡Toma! , si ahora he vuelto de allá.» « ¿Y sabes dónde está Edmundo? » « En casa de su padre, sin duda », respondió Danglars. Entonces vine presuroso -continuó Caderousse-, para estrechar la mano a un amigo.

      -¡Qué bueno es este Caderousse! -dijo el anciano-. ¡Cuánto nos ama!

      -Ciertamente que os amo y os estimo, porque sois muy honrados, y esta clase de hombres no abunda… Pero a lo que veo vienes rico, muchacho -añadió el sastre reparando en el montón de oro y plata que Dantés había dejado sobre la mesa.

      El joven observó el rayo de codicia que iluminaba los ojos de su vecino.

      -¡Bah! -dijo con sencillez-, ese dinero no es mío. Manifesté a mi padre temor de que hubiera necesitado algo durante mi ausencia, y para tranquilizarme vació su bolsa aquí. Vamos, padre -siguió diciendo Dantés-, guarda ese dinero, si es que a su vez no lo necesita el vecino Caderousse, en cuyo caso lo tiene a su disposición.

      -No, muchacho -dijo Caderousse-, nada necesito, que a Dios gracias el oficio alimenta al hombre. Guarda tu dinero, y Dios te dé mucho más; eso no impide que yo deje de agradecértelo como si me hubiera aprovechado de él.

      -Yo lo ofrezco de buena voluntad -dijo Dantés.

      -No lo dudo. A otra cosa. ¿Conque eres ya el favorito de Morrel? ¡Picaruelo!

      -El señor Morrel ha sido siempre muy bondadoso conmigo -respondió Dantés.

      -En ese caso, has hecho muy mal en rehusar su invitación.

      -¡Cómo! ¿Rehusar su invitación? -exclamó el viejo Dantés-. ¿Te ha convidado a comer?

      -Sí, padre mío -replicó Edmundo sonriéndose al ver la sorpresa de su padre.

      -¿Y por qué has rehusado, hijo? -preguntó el anciano.

      -Para abrazaros antes, padre mío -respondió el joven-; ¡tenía tantas ganas de veros!

      -Pero no debiste contrariar a ese buen señor Morrel -replicó Caderousse-, que el que desea ser capitán, no debe desairar a su naviero.

      -Ya le expliqué la causa de mi negativa -replicó Dantés-, y espero que lo haya comprendido.

      -Para calzarse la capitanía hay que lisonjear un tanto a los patrones.

      -Espero ser capitán sin necesidad de eso -respondió Dantés.

      -Tanto mejor para ti y tus antiguos conocidos, sobre todo para alguien que vive allá abajo, detrás de la Ciudadela de San Nicolás.

      -¿Mercedes? -dijo el anciano.

      -Sí, padre mío -replicó Dantés-; y con vuestro permiso, pues ya que os he visto, y sé que estáis bien y que tendréis todo lo que os haga falta, si no os incomodáis, iré a hacer una visita a los Catalanes.

      -Ve, hijo mío, ve -dijo el viejo Dantés-, ¡Dios te bendiga en tu mujer, como me ha bendecido en mi hijo!

      -¡Su mujer! -dijo Caderousse-; si aún no lo es, padre Dantés; si aún no lo es, según creo.

      -No; pero según todas las probabilidades -respondió Edmundo, no tardará mucho en serlo.

      -No importa, no importa -dijo Caderousse-, has hecho bien en apresurarte a venir, muchacho.

      -¿Por qué? -preguntole.

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