Название: La rana viajera
Автор: Julio Camba
Издательство: Bookwire
Жанр: Книги о Путешествиях
isbn: 4057664141460
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XII
JULIO ANTONIO
Las gentes que, en hace cosa de tres meses, desconocían a Julio Antonio y que, hace cosa de un mes, le adoraban frenéticamente, van ahora a contemplar sus bustos de la raza como irían a ver la obra de un clásico. ¡Pobre Julio Antonio! ¿Qué es lo que se estuvo esperando tanto tiempo para hacer su consagración? ¿Una obra definitiva?... Yo tengo la sensación de que se estuvo esperando más bien al dictamen médico. Años atrás, Julio Antonio había hecho cosas tan buenas como la estatua yacente, o tal vez mejores; pero, entonces, el artista no estaba aún completamente desahuciado. Con un poco de dinero hubiera podido, quizás, reponerse del todo y, un genio en buena salud, es siempre cosa peligrosa. ¿Qué dirían los viejos escultores, cuyas manos se han encallecido modelando levitas de barro, guerreras, fajines, gabanes de pieles y otras prendas más o menos suntuarias? Y no hablemos de la juventud. El caso de un muchacho que no sigue los cánones oficiales, ni adula a los ministros y que triunfa por sus propios méritos, tiene, forzosamente, que constituir para ella un ejemplo desmoralizador...
Llegó, sin embargo, para Julio Antonio el día del éxito, y fue un éxito como no se recuerda otro. Las marquesas se mezclaban con las niñeras y las criadas de servir, haciendo cola a la intemperie, durante horas y horas, para ver aquella obra, de la que se contaban tantas maravillas. Fue el Rey, fueron los ministros, fueron los académicos, fueron los obispos y los generales.
Los periódicos por aquellos días hablaban de Julio Antonio con tanta extensión como si se tratara del propio Belmonte. Todo eran plácemes, sonrisas, invitaciones, encargos... Yo, en el caso de Julio Antonio, me hubiese alarmado sobremanera.
—¿Tan malo estoy?—me hubiese dicho.
Y Julio Antonio, que realmente estaba muy malo, se murió. Probablemente hubiese podido tirar todavía una temporada; pero, yo no sé si por amabilidad o por buen gusto, se murió en plena apoteosis. ¡Hizo bien! De no morirse, le habrían nombrado académico. Le habrían obligado a hacer estatuas de filántropos repugnantes, de generales a caballo, de políticos de levita. Hubiera tenido que modelar, con todo su parecido vulgar y ramplón, la cara del hijo ilustre de cada ciudad, que, generalmente, es el cacique de la misma. Hubiese tenido que cambiar su amplio chambergo por una chistera, y su vida bohemia por una vida seria y respetable, y su arte libre por el arte oficial. Hizo bien en morirse, y, además, ¡hacía ya tanto tiempo que no se moría aquí nadie románticamente!...
Pero, a los que vienen detrás, yo no les aconsejaría que siguiesen el mismo procedimiento.
Se le organizó un banquete al que solo yo me negué a ir. «No iré—dije—, y no porque yo sea un hombre de esos que vacilan mucho antes de asistir a un banquete, sino, al contrario, porque no suelo vacilar nunca. Me basta que un amigo estrene un drama cualquiera, que publique una novela, o, simplemente, que sea nombrado ministro, para que yo me apresure a acudir al inevitable banquete de homenaje; pero Julio Antonio está en un caso muy distinto.
Si Julio Antonio hubiese hecho una estatua del conde de Romanones, vestido de chistera y levita, un monumento a las víctimas del 8 de diciembre o un grupo dedicado a los héroes del 13 de abril, yo le banquetearía sin inconveniente ninguno. La tortilla sería tan mala como de costumbre, y, sin embargo, yo me resignaría a comerla pensando que no había desproporción alguna entre ella y el objeto en cuya conmemoración se había confeccionado. Vería en el local a algún ministro más o menos solemne, oiría leer cartas y telegramas de adhesión, escucharía discursos llenos de lugares comunes y todo me parecería que se deslizaba en una armonía perfecta y que era completamente natural. Pero Julio Antonio no ha hecho una obra cualquiera. No ha hecho una cosa pasable, una cosa mediana, ni una cosa buena, sino, muy probablemente, una cosa genial. Y yo, que no tendría inconveniente alguno en banquetearle si le considerase una ostra, y que quizás le banquetease también aunque le supusiera algún talento, me niego terminantemente a banquetearle después de haber visto esa maravillosa estatua yacente que expone en el edificio de la Biblioteca Nacional. Es decir, que yo no le rindo homenaje a Julio Antonio por la simple razón de que Julio Antonio no es un imbécil; y esto, que quizás parezca un rasgo de humorismo, no es, después de todo, ni más ni menos que lo que se viene haciendo en las llamadas «esferas oficiales».
XIII
LA PIEDRA FILOSOFAL
Don Germán Botella, joven físico alicantino, asegura que ha encontrado un procedimiento para obtener oro descomponiendo el mercurio, y nos ofrece pruebas. ¿Por qué no nos ofrece algunos billetes de mil pesetas? Repartiendo oro, el Sr. Botella nos podría convencer fácilmente de cualquier cosa; pero, sobre todo, nos podría convencer de que tenía oro. En cuanto a que el oro lo extrajese del mercurio o de alguna Embajada, ello sería para nosotros perfectamente secundario.
Perdone el Sr. Botella esta observación de un profano, y no me desprecie demasiado por ella. Si él considera el oro desde un punto de vista puramente científico, tal vez no haya entre él y yo tanta diferencia como pueda parecer a primera vista. Para mí, señor Botella, el oro es también una teoría...
Pero el Sr. Botella debe prepararse a que la noticia de su descubrimiento sea acogida con algún escepticismo. ¡Ahí es nada encontrar oro en España! Al mismo tiempo que el Sr. Botella, hemos estado buscándolo veinte millones de españoles y no hemos logrado aún pasar de la calderilla. Lo hemos registrado todo sin éxito ninguno, y aunque sabemos que el oro español está prodigiosamente escondido, se nos hace un poco fuerte eso de creer que, para librarlo de nuestras pesquisas, sus acaparadores lo hayan mezclado con mercurio.
Por lo demás, si el descubrimiento del Sr. Botella resultase cierto, vendría a constituir, en cierto modo, una reivindicación para los falsificadores, quienes cuando necesitan dinero no hacen dramas, crónicas ni novelas, como los literatos, sino que hacen dinero. El señor Botella necesitaba oro—con un fin económico o con un fin científico—, y en vez de ponerse a hacer literatura, a hacer sillas o a hacer chaquetas, se ha puesto directamente a hacer oro. Tome ejemplo el lector español, y si no puede hacer oro, trate, por lo menos, de hacer billetes.
Por mi parte, yo me alegraría mucho de que el descubrimiento del Sr. Botella fuese realmente eficaz. Si se puede sacar oro de ese metal extraño, frío y terapéutico que se llama mercurio, todo el mundo tendrá oro próximamente. Por lo menos, todo el mundo tendrá oro en una proporción equivalente a su cantidad de mercurio. Claro que entonces el oro perderá casi toda su importancia; pero por eso precisamente es por lo que yo, con una intención algo bolchevique, digo que me alegraría...
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