Los santos y la enfermedad. Francisco Javier de la Torre Díaz
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Название: Los santos y la enfermedad

Автор: Francisco Javier de la Torre Díaz

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

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isbn: 9788428835091

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СКАЧАТЬ 58. Al mismo tiempo, «el comienzo de la curación llega en el momento mismo en que uno acepta el hecho de la enfermedad» 59.

      Por tanto, tuve dos conceptos distintos de la salud: «Una es la salud que el hombre perdió por el pecado y que solo recuperará, perfeccionada, en un futuro escatológico, y otra la que habitualmente denominamos salud» 60.

      3. Los médicos y la medicina 61

      En el momento mismo en que aceptamos el hecho de la enfermedad, y hay curación, se hacen necesarios los servicios de los médicos. A lo largo de mi vida trataba mucho con los médicos de entonces. Además, el trasfondo cultural de mi época, el trasfondo bíblico y el eclesial influyeron sobre mí en este tema 62. Entre los médicos contamos con Vindiciano, «un sabio varón, experto en el arte médico y muy celebrado, quien, siendo procónsul, puso con su propia mano sobre mi cabeza insana aquella corona agonística, aunque no como médico, pues de aquella enfermedad mía solo podías sanarme tú [Dios], que resistes a los soberbios y das gracias a los humildes» 63.

      Sobre Vindiciano, en una carta a Marcelino, alrededor de 411, contaba este hecho:

      Vindiciano, ese gran médico de nuestros días, fue consultado por un paciente. Ordenó que aplicase a sus dolores lo que parecía oportuno para el tiempo. Se lo aplicaron y recobró la salud. Unos años más tarde surgió la misma causa corporal, y pensó el paciente que no tenía que pensar en otro remedio. Se lo aplicó él mismo, y empeoró. Maravillado, recurrió al médico y le contó el suceso. Pero el médico, que era agudísimo, le respondió así: «Te lo has aplicado mal, porque yo no lo ordené», para que todos los que lo oyesen y le conocieran poco creyesen que no curaba por arte de medicina, sino quién sabe por qué oculta virtud. Pero, habiéndole consultado más tarde algunos que quedaron estupefactos con su respuesta, les declaró lo que no habían entendido, a saber: que en aquella edad no hubiese recomendado semejante remedio. Ya ves cuánto vale el cambio de las cosas según la variedad de los tiempos en conformidad con la razón y las artes, aunque estas no cambien 64.

      Parece que este Vindiciano había traducido del griego al latín algunos textos de Hipócrates, que dedicó a Pentadio, para que con esos libros pudiese conservar y transmitir más fácilmente los conocimientos médicos a los miembros de la familia 65.

      También conocí a Gennadio, que ejercía la medicina en Cartago después de haber vivido muchos años en Roma, donde había practicado la medicina con gran fama de excelente médico 66. Había también otros médicos, uno en concreto que intervenía en un monasterio fundado por Evodio, en Uzalis. Asimismo, en el monasterio de Hipona estaban presentes algunos médicos.

      Además estaba Ammonio, que era uno de los especialistas más renombrados de aquel tiempo, a quien mencioné en La Ciudad de Dios:

      Tuvo lugar en Milán, estando yo allí, el milagro de la curación de un ciego, que pudo llegar al conocimiento de muchos por ser la ciudad tan grande, corte del emperador, y por haber tenido como testigo un inmenso gentío que se agolpaba ante los cuerpos de los mártires Gervasio y Protasio. Estaban ocultos estos cuerpos y casi ignorados; fueron descubiertos al serle revelado en sueños al obispo Ambrosio. Allí vio la luz aquel ciego, disipadas las anteriores tinieblas.

      Lo mismo ocurrió en Cartago: ¿quién, fuera de un reducido número, llegó a enterarse de la curación de Inocencio, abogado a la sazón de la prefectura? A esta curación asistí yo y la vi con mis propios ojos. Veníamos de allende el mar mi hermano Alipio y yo, aún no clérigos, pero sí siervos ya de Dios; como era, al igual que toda su familia, tan religioso, nos recibió en su casa y vivíamos con él. Estaba sometido a tratamiento médico; ya le habían sajado unas cuantas fístulas complicadas que tuvo en la parte ínfima posterior del cuerpo, y continuaba el tratamiento de lo demás con sus medicamentos. En esas sajaduras había soportado prolongados y terribles dolores. Una de las fístulas se había escapado al reconocimiento médico, de suerte que no llegaron a tocarla con el bisturí. Curadas todas las otras que habían descubierto y seguían cuidando, solo aquella hacía inútiles todos los cuidados.

      Tuvo por sospechosa esa tardanza, y se horrorizaba ante una nueva operación que le había indicado un médico familiar suyo, a quien no habían admitido los otros ni como testigo de la operación, y a quien él con enojo había echado de casa; apenas ahora le había admitido, exclamó con un exabrupto: «¿De nuevo queréis sajar? ¿Van a cumplirse las palabras de quien no admitisteis como testigo?». Burlábanse ellos del médico ignorante, y procuraban mitigar con bellas palabras y promesas el miedo del paciente.

      Pasaron otros muchos días, y de nada servía cuanto le aplicaban. Insistían los médicos en que le cerrarían la fístula con medicinas, no con el bisturí. Llamaron también a otro médico de edad ya avanzada y muy celebrado por su pericia en el arte, por nombre Ammonio. Examinándole este, confirmó lo mismo que había pronosticado la diligencia y pericia de los otros. Garantizado él con esta autoridad, como si se encontrara ya seguro, se burlaba con festivo humor de su médico doméstico, que había creído necesaria otra operación.

      ¿Qué más? Pasaron luego tantos días sin mejora alguna que, cansados y confusos, tuvieron que confesar que no había posibilidad de sanar sino con el uso del bisturí. Se asustó, palideció sobrecogido de horrible temor, y, cuando se recobró y pudo hablar, les mandó marcharse y no volver a su presencia. Cansado ya de llorar y forzado por la necesidad, no se le ocurrió otra cosa que llamar a cierto Alejandrino, tenido entonces por renombrado cirujano, para que hiciera él la operación que en su despecho no quería que hicieran los otros. Cuando vino aquel y observó, como entendido, en las cicatrices la habilidad de los otros, como honrado profesional trató de persuadirle de que fueran los otros quienes cosecharan el éxito de la operación, ya que habían procedido con la pericia que él reconocía, y añadía que no habría posibilidad de sanar sino con la operación; pero que era opuesto a su conducta arrebatar por una insignificancia que restaba la coronación de trabajo tan prolongado a unos hombres cuyo esfuerzo habilísimo y diligente pericia contemplaba admirado en sus cicatrices. Se reconcilió con ellos el enfermo, y se convino en que, con la presencia de Alejandrino, fueran ellos los que le abrieran la fístula, que de otra manera se tenía unánimemente por incurable. La operación se dejó para el día siguiente.

      Cuando marcharon los médicos, fue tal el dolor que se produjo en la casa por la inmensa tristeza del señor que con dificultad podíamos reprimir un llanto como por un difunto. Le visitaban a diario santos varones, como Saturnino, obispo entonces de Uzala y de feliz memoria; el presbítero Geloso y los diáconos de la Iglesia de Cartago; entre los cuales se encontraba, y es el único que sobrevive, el actual obispo Aurelio, a quien debo nombrar con el honor debido y con quien, considerando las obras maravillosas de Dios, hablé muchas veces de este caso, comprobando que lo recordaba perfectamente 67.

      Además de estos ejemplos, en la misma obra La Ciudad de Dios recogí algunos casos de enfermedades más detalladas y hablé por extenso de algunos médicos y de los medios que entonces había para cuidar. Los conocimientos que poseía no eran muy extensos ni demasiado profundos. Las informaciones médicas provenían del contacto con médicos, a los cuales preguntaba detalladamente con mucho interés sobre cuestiones relacionadas con la medicina. Por tanto, hablé varias veces con términos médicos y alusiones al instrumental médico. Todo ello, sin comparación con la abundante patología de la medicina de Plinni o la de Teodoro Prusciano 68. Tenía mucho afán por introducir en estos temas médicos al Christus medicus en un nivel espiritual, del que voy hablar más adelante, y que constituye uno de los temas centrales de mi doctrina.

      Los casos que encontré eran diversos y, cuando los necesitaba, llamé a médicos, como hice en una situación particular con un joven de quince o dieciséis años, como narré:

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