La psicóloga de Medjugorje. Antonio Gargallo Gil
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Название: La psicóloga de Medjugorje

Автор: Antonio Gargallo Gil

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: El psicólogo de Nazaret

isbn: 9788418631092

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СКАЧАТЬ aceptó con gusto porque sabía lo dejaría KO con un simple soplido. De camino, mientras se dirigían con parsimonia hacia el lugar del combate, en un punto muerto sin cámaras, el viejo sacó de la nada un cuchillo y en apenas décimas de segundo aquel armario con piernas se encontró quince centímetros de acero atravesando su corazón. Murió de forma instantánea y, por supuesto, nadie osó a descubrir al asesino, por más entrevistas individuales y privacidades que se impusieron al módulo para que alguien lo delatara, pero el miedo a la muerte actúa como la adrenalina ante el peligro, más cuando de todos es sabido las duras represalias que sufren los chivatos en prisión.

      —¿Qué pasa, compañero, te has quedado más blanco que el papel higiénico? —bromeó Julián, crecido por haber cerrado un negocio repleto de ventajas. Por un lado debía proteger a alguien que, dada su reputación y respeto, le garantizaba indirectamente más protección que la que él mismo le pudiese ofrecer; y, por otro, recibiría el máximo peculio de cuatrocientos euros al mes. Una cantidad nada desdeñable teniendo en cuenta que no tenía a nadie que pudiese ingresarle dinero para cubrir sus necesidades. Estaba tan avergonzado de su delito que prefería que sus familiares y amigos pensasen que estaba muerto o que se había marchado al extranjero, antes que descubriesen su encarcelación por cometer una atrocidad de la cual ya se arrepentía. Si no hubiese bebido como un cosaco aquella noche maldita y se hubiese tratado su adicción al sexo, ahora no estaría perdiendo los mejores años de su vida en la jaula donde mueren los sueños. Menos mal que había creado una buena sinergia con aquel gitano cuyos frutos ya empezaba a visualizar a través de las miradas respetuosas que recibía por parte de algunos presos, entre ellas la del propio Francisco.

      —Bueno, tú cumple tu promesa y diviértete mientras puedas —repuso Francisco con la voz temblorosa.

      —Soy un hombre de palabra —dijo su compañero con un guiño de ojo.

      Francisco miró su reloj con nerviosismo.

      —Me voy a la entrada que van a llamarme para ir a la escuela —expuso con el estómago encogido.

      —¿Van mujeres?

      —Sí.

      —Voy contigo —añadió Julián complaciente y con los ojos desorbitados.

      —No puedes —repuso Francisco con el ceño fruncido.

      —¿Por qué?

      —Porque no estás en las órdenes —musitó—. Tienes que hacer una instancia solicitando entrar en la escuela y dentro de una semana podrás hacerlo.

      Sin más explicaciones, aunque con un gesto cordial, Francisco salió disparado del comedor.

      Antes de que sonara la bocina, Francisco ya estaba sentado en primera fila. Siempre lamentó no haber descubierto la escuela antes y haber perdido miles de horas muertas que se pasó tirado en el patio como un trozo de papel arrugado que queda obnubilado ante cualquier ráfaga de viento, lugar donde se puede doctorar en el arte de la crítica, y maldecir se convierte en un juego diario adictivo, tan venenoso para el subconsciente como la droga para el cerebro. «Francisco, pareces un trapo viejo, roto y mugriento. ¿Por qué no te apuntas a la escuela? Al menos te ayudará a no pensar y verás chatis», le dijo un día su anterior compañero de celda. Aquella invitación fue como un flotador que se tira desde un barco a un náufrago a la deriva. Sabía que se estaba ahogando entre arenas movedizas, que necesitaba ayuda, pero no sabía ni podía salir de un terreno pantanoso humedecido por la droga, cuyos tentáculos eran tan portentosos que dejaban inocuo cualquier intento de fuga. Una prisión de alta seguridad donde la propia piel se transforma en rejas de acero, impidiendo incluso la entrada a la propia familia, carcomida por la impotencia de ver cómo un ser querido se consume como la llama de una vela. Un ser que se hunde y hunde, sin capacidad de respuesta, con la mente dominada por un monstruo que solo quiere alimentar un placer artificial. ¿Le daría la escuela la oportunidad de despertar de su letargo? Aprender era un deleite y más cuando la profesora era la dulzura personificada con una belleza que enamoraba con tan solo una mirada. Sus clases se habían convertido en el único aliciente del día, no solo para él, sino para la competencia. Igual que él, había muchos otros que estaban locamente enamorados de la profesora y quienes asistían a clase solo para verla.

      Desde el primer momento que la conoció sintió algo especial, una química desbordante, pero no sabía si sería recíproca, principalmente porque llevaba un anillo de casada que, al inicio de cada clase, miraba con el deseo ardiente de que al día siguiente dejara de llevarlo porque significaría que habría dejado a su marido y, quizás, juntos podrían alzar el vuelo como tórtolas que recorren en libertad la inmensidad de la atmósfera. Soñaba con ese momento día y noche, pero la fortuna parecía no estar de su parte porque cada nuevo amanecer veía relucir esa pequeña joya de color dorado que se incrustaba en su corazón como una aguja hirviendo.

      «Maldición, ¡sigue llevando el anillo!», pensó en cuanto vio a Cristina entrar pocos segundos después de sonar la bocina. Sentimiento apático que desapareció al percatarse de que estaban solos en clase. No había nadie del módulo de respeto, los principales asistentes, probablemente porque algún funcionario habría tenido algún contratiempo y sacaría a los reclusos con retraso. No era común, pero sí una gran oportunidad para abrir su corazón de una vez y para siempre. ¡El destino por fin le sonreía!

      —Buenos días, Francisco.

      —¡Buenos días! —repuso con nerviosismo ante la mirada imponente de Cristina. Estaba realmente atractiva con aquellos pantalones vaqueros azulados y jersey negro a juego con sus zapatos. Siempre discreta, pero imposible ocultar el atractivo de una mujer madura irresistible a los ojos de cualquier hombre. Al fin y al cabo a él no le importaba la edad, aunque pudiese ser diez o doce años mayor. El amor no entendía de edad y menos si la persona que tenía enfrente conseguía que su corazón vibrase con tan solo una mirada.

      —¡Qué raro que no haya nadie!

      —En breve llegarán, se habrá retrasado el funcionario.

      —Les daremos unos minutos de cortesía, en ese caso —expuso Cristina mientras dejaba su carpeta sobre su escritorio—. ¿Cómo estás?

      «¡Me está sonriendo y se está preocupando por mí! ¡Eso es porque le gusto! ¡Lo sabía!».

      —No tan bien como usted, porque está guapísima, pero bien.

      —Chico, muchas gracias, así da gusto empezar el día.

      «Tengo que aprovechar la ocasión, antes de que se presenten los buitres del módulo seis».

      —¿Sabe que me dan la libertad en apenas dos semanas?

      —Ah, sí, ¡enhorabuena! —repuso Cristina con una sonrisa ladina.

      «Venga, es el momento. ¡Ahora o nunca!».

      Francisco se rascó la cabeza, cogió aire y se lanzó del avión sin paracaídas, a riesgo de recibir el mayor tortazo de su vida. Si le decía que no, ya nada tendría sentido.

      —Si quiere me puede facilitar su número de teléfono y tomamos algo cuando ya esté fuera.

      Un silencio sepulcral se hizo en la clase y el temblor volvía a hacer acto de presencia en su castigado cuerpo. ¿Por qué se ponía tan nervioso cuando una chica le gustaba? Tenía la sensación de estar siendo devorado en vida por las termitas y cada segundo que pasaba lo dejaba más indefenso.

      Cristina abrió su carpeta y de ella extrajo un folio que entregó a Francisco.

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