Educar para ser. Francisco Riquelme Mellado
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      Ser docente hoy es un acto de reflexión. Desposeídos de la toga que ahogaba el cuello de quienes sabían que no albergaban la totalidad del conocimiento posible, hoy ser docente es un compromiso con la provocación.

      Dibujar el perfil nuevo del docente invita a cuestionar decenas de tópicos que han protagonizado la imagen del profesor a lo largo de las décadas. Sin embargo, si algo puede definir el nuevo perfil del docente es su capacidad de provocar.

      El docente es un provocador. Este es uno de los actos más interesantes que puedes ejercer día a día en tu trabajo como educador. ¿Recuerdas a aquel docente que conseguía atrapar tu atención de estudiante en la lejana adolescencia? Estoy seguro de que lo conseguía gracias a su capacidad para provocarte. La habilidad de llevar a la primera persona de tu vida aquellos contenidos que —a primera vista—pensabas lejanos a ti y a tus intereses cotidianos.

      Hoy, cuando preparas tus clases, es seguro que piensas ¿por qué deben mis alumnos aprender aquello que voy a tratar en el aula? Sin duda es una pregunta necesaria. Pero no es suficiente. Es preciso que la acompañes de una segunda: ¿qué les dice a tus alumnos el contenido que quieres tratar en clase? O, dicho de otra forma, ¿dónde pueden verlo en su contexto cercano? ¿para qué les sirve?, ¿qué dice esto que quieres tratar en clase de las vidas cotidianas de tus alumnos? Cuando te haces esta pregunta, el diseño didáctico cambia radicalmente.

      Provocar es un perfil nuevo en la labor docente. Sin duda exige una nueva actitud en el diseño didáctico. Requiere desarrollar la capacidad de escuchar al alumno, al contexto, al centro y también de interrogarse sobre los fines que orientan la propia actividad de enseñar: educar es un acto de compromiso con el crecimiento personal de los individuos a los que dedicamos el esfuerzo de nuestro trabajo, pero también el sueño de una sociedad más justa.

      Las escuelas

      Las organizaciones encargadas de la educación llevan —al menos— un siglo de retraso. Esto es algo fácil de comprobar si comparamos una vieja fotografía escolar con cualquiera actual de las que están disponibles en internet. Decenas de alumnos se alinean en pupitres mirando —en solitario— la figura del docente que regala sus conocimientos en pie, apoyado por un encerado, pantalla de proyección, etc., a su espalda.

      Cuando miro la organización de un centro educativo, suelo reparar en las puertas. Normalmente están cerradas. Es cierto que cada vez es más común que los muros de las aulas sean transparentes. Los cristales se han convertido en el material de moda en las escuelas, de tal suerte que es habitual pasear por los pasillos de las mismas y poder ver qué está sucediendo dentro de cada aula. Sin embargo, estas están absolutamente cerradas. Lo que allí sucede puede ser observado, pero no transgredido —como una pecera—. El espacio de aprendizaje sigue siendo una célula privada de la que —como mucho— estamos dispuestos a demostrar que nada de lo que allí sucede altera especialmente lo decoroso. Sin embargo, las puertas siguen cerradas.

      Los intercambios entre aulas, docentes y alumnos, y la incorporación de los agentes comunitarios, familias, redes virtuales, etc., a las experiencias de aprendizaje sigue siendo una asignatura pendiente en decenas de centros educativos de todo el mundo. Tanto es así que podemos seguir hablando de espacios de primera y de segunda categoría del aprendizaje.

      El desafío es crear espacios para permitir una educación del ser y no del poseer; del defender, o bien del reproducir irreflexivamente en un habitar alienado que no nos compromete éticamente como docentes.

      La comunidad

      Cuando hablo de comunidad, lo hago de todo lo que no es escuela. Y esto dibuja un espacio físico que no debiera existir: los muros que separan el centro educativo del barrio, las familias, los agentes sociales o los espacios de ocio, consumo, creatividad o dominación que habitan nuestros aprendices en el resto de las horas que no habitan nuestras aulas.

      Sería precioso poder decir que no hay escuelas que educan, sino comunidades educativas, pero esto no es así. Ojalá llegue el momento de que las pedagogías que escuchan se erijan en la capacidad de enseñar para ser.

      Seguro que has escuchado mil veces la idea de que nuestros alumnos aprenden para incorporarse al mundo, para ser exitosos en su habitar la realidad cambiante del siglo que les ha tocado vivir. Esto es cierto, pero no lo es menos que también deben ser capaces de construirse como protagonistas del mundo que habitan hoy y del que crearán mañana.

      Educar hoy es un compromiso con la asimilación o con el pensamiento crítico. Mi idea de educación no pretende desarrollar habilidades útiles para que nuestros alumnos se sitúen —únicamente— triunfantes en una sociedad que reproduce la desigualdad, la competitividad y el negacionismo sobre el colapso social, medioambiental o ideológico. Más bien creo que debemos educar para el desarrollo del pensamiento crítico.

      Es necesario educar en la capacidad de escuchar la realidad que habitamos como un crisol en el que compartimos nuestra identidad con la del otro. En definitiva, educar para el ser y desarrollar la capacidad de la escucha. Una pedagogía basada en la pregunta y no en las respuestas.

      Vivir la historia de ser

      Hay una frase de Rousseau que me seduce especialmente: “La mejor escuela, la sombra de un árbol”. Cuando la lees es muy posible que pienses en el árbol; sin embargo, este no es lo importante. El espacio educativo no lo hace el árbol; es su sombra la que lo construye.

      El concepto de árbol habla de seguridad, de fortaleza, de dominio e incluso de historia. La sombra es solo un espacio efímero que ofrece una posibilidad remota de encuentro. Esto es la educación, un espacio de encuentro en el que la tarea fundamental del que aprende es sentirse en relación con sus necesidades y su habitar con los otros. La tarea del docente es asimismo la capacidad de escuchar todo lo que sucede en este espacio de aprendizaje —la sombra del árbol— para dibujar un escenario que permita interrogar a los aprendices en torno a lo que los rodea y también provocarlos, invitarlos a actuar.

      Cuando aprendemos lo hacemos gracias a nuestra capacidad de escuchar lo que tenemos delante y de interrogarnos sobre la capacidad que tiene para contar nuestra propia vida. Mucho de lo que leerás a continuación explica este fenómeno.

      Aprender es un acto de compromiso con cada aprendiz. La idea que más me seduce —y que se argumenta desde las inteligentes visiones de los autores del texto que estás a punto de leer— es que aprendemos para construirnos como personas críticas y comprometidas con nuestro habitar el mundo que nos ha tocado vivir. La enseñanza es la herramienta para acompañar y facilitar este proceso —y para provocarlo, si se me permite la licencia.

      En los últimos años he reflexionado en busca de las claves que hacen que un aprendizaje se convierta en algo relevante para el que aprende. La capacidad de predecir fenómenos, de construir el conocimiento o de asegurar una vida futura no han tenido demasiado éxito como razones para conseguir que nuestros alumnos incorporaran lo que aprendían a su forma de ver el mundo, su capacidad de obrar en él o su itinerario vital en cuanto a decisiones personales, profesionales o comunitarias.

      Aprendemos cuando los contenidos que tratamos permiten conectar con nuestras vidas, nuestras necesidades y nos obligan a decidir actuar. Estas son las acciones que orientan el aprendizaje auténtico: en definitiva, escuchar y actuar en consecuencia.

      ¿Cómo se logra esto en el día a día de nuestras aulas?

      Las reflexiones que construyen este trabajo coral que tienes delante tienen algo que debe ser puesto en valor: educar no es solo una respuesta técnica a una intención concreta; educar en el mundo en que vivimos es un juego doble que primero exige escuchar qué tienes delante y luego decidir СКАЧАТЬ