Название: Si el tiempo no existiera
Автор: Rebeka Lo
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: HQÑ
isbn: 9788413750095
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No reconocí los que estaban arriba, pero sí dos de ellos. El último nombre de la lista era el mío, Blanca, e inmediatamente encima de mí estaba el de mi abuela, Inés.
—¿Qué es esto, abuela?
Ella se tomó unos segundos para contestar. Como si estuviera valorando la conveniencia de explicarme la verdad.
—La línea de sucesión, pequeña. Eres la última de nuestra estirpe que tiene el don. La última saltadora.
Hizo una pausa. Yo no era particularmente buena saltando a la comba y no creía que ese papelito mejorara mis habilidades con la misma.
—Antes que yo estuvo mi abuela y antes que ella la suya y así se remonta a mucho tiempo atrás. A los tiempos en que la magia no tenía que esconderse y los nuestros andaban libres por la tierra. Te esperan cosas maravillosas si abrazas el don que habita en ti, pero recuerda que siempre podrás decidir por ti misma.
La miré sin comprender. Cogió mi mano y depositó dentro el papel cuidadosamente doblado. Rodeó mi mano con las suyas.
—La vida es como las cuerdas de una guitarra, Blanca. Algunos pueden hacer saltar sus dedos entre ellas y componer una bella melodía, pero solo unos pocos son capaces de hacer que la melodía se te cuele tan profundamente que resuene en tu alma —explicó, aunque yo no entendía nada de lo que me estaba revelando.
Me sonrió fijando en mí aquellos ojos de color verde musgo idénticos a los míos. Luego levantó la cabeza para mirar al horizonte a través de la ventana.
—Alba rubia, o viento o lluvia —recitó aquel viejo refrán que repetía a menudo y se volvió hacia mí—. No tardes en regresar, Blanca. Pronto lloverá.
Cuando estaba en la casa de mi abuela me despertaba temprano. Creo que la certeza de que me dejaría corretear libre por el valle me emocionaba tanto que mi cerebro se programaba para dormir solo lo estrictamente necesario.
Antes de que terminara de hablar yo ya salía por la puerta a toda velocidad dejando tras de mí la estela de cuadros rosas y naranjas de mi ligero vestido de algodón. De cerca me seguía un perrito de raza indefinida y ojos del color del caramelo quemado.
Tal y como mi abuela había predicho el cielo comenzó pronto a encapotarse. El verano asturiano era siempre una sorpresa.
Yo llevaba un buen rato jugando cerca de la iglesia en compañía de mi fiel y achuchable Simón cuando las primeras gotas se estrellaron contra nuestras cabezas. Nos miramos, había que salir corriendo si no queríamos llegar a casa empapados.
Cogí el ramillete de diminutas margaritas que había estado recogiendo y me lo metí en uno de los bolsillos de mi vestido. Al ir a hacerlo toqué algo, era el papel con la lista de nombres que me había dado mi abuela. No sé por qué, pero sentí el repentino impulso de ocultarlo en algún sitio en que estuviera a buen recaudo. No había mucho tiempo para pensar y los restos del antiguo muro de la iglesia me parecieron una buena opción. Después de todo, se trataba de un lugar sagrado.
Entre las piedras perfectamente encajadas entre sí encontré un hueco en el que un helecho de hojas rizadas, jugosas y de un brillante verde había nacido. Me pareció el lugar ideal para ocultarlo. Lo estrujé dentro del agujero justo antes de que las gotas de lluvia empezaran a multiplicarse. Y luego, como ocurre tantas veces con los niños, me olvidé de él. Mis desmayos se volvieron cada vez más infrecuentes y acabaron por desaparecer… igual que mi abuela y sus historias.
Muchos años después, leyendo una de esas revistas de divulgación que incluyen una pincelada de ciencia aquí y allá me topé con un artículo sobre la teoría de cuerdas y su relación con los vórtices energéticos. A pesar de ser una versión para neófitos era un lío y no llegué a comprenderlo del todo, pero por alguna razón las palabras de mi abuela acudieron raudas a mi mente desde algún recóndito lugar de mi memoria.
Cuando me desperté sobre la cama de heno de los establos del conde Alfonso Enríquez algunos recuerdos volvieron a manifestarse como los fantasmas que eran. Me daba miedo admitir algo que ya sabía que era un hecho, como si ignorarlo pudiera borrar su existencia.
Capítulo 4
SORPRESA, SORPRESA
Llevaba ya tres días en las cuadras. Y había seguido una rutina similar. Aferrarme a las costumbres hacía más fácil asimilar que cada vez que me despertaba volvía a verme allí.
Me levantaba muy temprano, antes incluso de que amaneciera y empezara la actividad. Lo hacía para mantenerme a salvo de miradas indiscretas.
Compartía un desayuno de pan, queso y sidra con un joven mozo recién llegado de un pueblo del interior, a los pies del Collado del Zorro. Era poco hablador, lo que me convenía bastante. Después de todo, no habría sabido qué contarle.
Bernal había pasado a verme el día anterior y farfullado algo sobre que me encomendaran cepillar a los caballos hasta que encontrara un emplazamiento definitivo para mí. Se había dado cuenta de que estos se calmaban en mi presencia. Yo no tenía ni idea de cómo tratar a un caballo, pero aquellos ojos inteligentes seguían mis movimientos y yo había decidido hablarles suavemente del modo en que lo hacía con mi perro Simón cuando era niña.
Les contaba cuán suave era su pelo y pegaba mi cara a su hocico para que me olieran. Me colocaba justo delante de sus ollares. Sabía que el olfato era importante en los perros y sospechaba que también lo sería en los caballos. Así que dejaba que se recrearan en mi aroma y emitieran su juicio sobre mí.
El voto de confianza pareció gustarle en especial a una hermosa yegua de asturcón. Sólida y de pelaje negro rojizo, tenía una cola majestuosa y unos ojos oscuros y grandes. Me pregunté si echaría de menos las montañas. Siempre se acaba añorando el hogar.
Los otros mozos ponían los ojos en blanco, pero acataban las instrucciones del capitán Villa sin rechistar. No obstante, se guardaban de mezclarse con el muchacho de pelo enredado. Eso también me convenía. Menos relaciones, menos explicaciones. Además, ganaba tiempo para pensar e ir haciéndome una composición de lugar sobre mi situación.
No había vuelto a sentirme mareada y cada vez tenía más claro que las historias de mi abuela estaban convirtiéndose en realidad. En la realidad en que estaba inmersa en ese preciso instante.
Me venían a la cabeza retazos de imágenes olvidadas. Y por la noche, cuando me acurrucaba en mi rincón acompañada por el cuerpo cálido y peludo del perro que ya había decidido adoptarme definitivamente, el viento me traía esas historias en forma de susurro, de rezo.
Soñaba, entonces, con mi abuela al calor de la antigua cocina de carbón renegrida por el uso contándome que hay quienes saltan entre cuerdas y son capaces de pasar de una vida a otra. Que podemos vivir muchas vidas sin dejar de ser nosotros mismos. Que hay muchos modos, momentos y lugares en los que existir. Que las cuerdas cantan cuando vibran y que según la canción que canten viviremos una u otra vida. Que la melodía puede variar durante una misma existencia y que a veces dura solo una nota y otras veces años porque el tiempo, el que queremos encerrar entre las manecillas de un reloj, no existe. Que algunos nunca llegaban a atreverse a saltar. Cuando notaban que se desvanecían su mente racional tiraba tan fuerte de ellos que volvían a la consciencia sin darse la oportunidad de experimentarlo. СКАЧАТЬ