Si el tiempo no existiera. Rebeka Lo
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Название: Si el tiempo no existiera

Автор: Rebeka Lo

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: HQÑ

isbn: 9788413750095

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СКАЧАТЬ bien era una versión grunge del Príncipe de Beckelar, aquel gigante no andaba tan desencaminado.

      «Mierda», pensé. «Ya es oficial, necesito dejar de ver tutoriales de peluquería en YouTube».

      Un nuevo tirón me sacó de mi ensimismamiento.

      —¡Por Dios que eres lento, rapaz!

      —Y usted un pedazo de bruto de narices —me oí decir.

      El hombretón se detuvo en seco y me miró como quien acaba de escuchar hablar a una piedra. A continuación, me soltó para poner los brazos en jarras y una estruendosa carcajada salió de su garganta y le hizo sacudir los poderosos hombros arriba y abajo.

      Me agarró, entonces, zarandeándome con tanta fuerza que temí que me dejara maltrecha, como una baya madura y jugosa aplastada entre sus manos. Tenía el cuerpo cálido y, aunque su olor era una intensa mezcla de sudor y heno, exhalaba algo que me hizo sentir en calma. Sin darme cuenta, y sin ningún tipo de miramiento, metió la nariz entre las revueltas ondas de mi pelo. Definitivamente aquel hombre no había oído hablar de la sutileza en toda su vida.

      —Hueles igual que una muchacha —manifestó—. ¿De dónde diantres has salido?

      Y, soltándome, volvió a reanudar la marcha a grandes zancadas seguro de que le seguiría igual que un pollito sigue a la gallina.

      No se equivocaba. Aunque había considerado la idea de escabullirme aprovechando el ajetreo de la plaza lo cierto era que hasta que pudiera pensar con claridad aquel espontáneo parecía ser mi mejor opción. Me recordaba a un oso grande y yo siempre había adorado a los osos. Además, los otros transeúntes habían comenzado a estudiarme con curiosidad y no tenía intención de permanecer allí por más tiempo.

      —Me llamo Bernal. ¿Cuál es tu nombre? —gritó a sus espaldas sabiendo que yo seguía torpemente sus pasos.

      —Gonzalo —balbucí recordando que era uno de mis nombres masculinos favoritos. Estuve a punto de contestar «¡Van Helsing!», pero me pareció un poco osado dado mi tamaño y mi aspecto en general. Por alguna razón decidí no sacarle de su error acerca de mi género. Quizás fuera más prudente, por el momento.

      —Apura el paso, muchacho. Todavía estamos a tiempo de beber algo en la fonda antes de que se nos eche la noche encima. Estoy seco —dijo guiñándome un ojo.

      O aquel individuo era la persona más sociable sobre la faz de la Tierra o yo estaba sufriendo una alucinación. Yo siempre había sido más bien cautelosa, pero por alguna incomprensible razón aquel tipo me caía bien, así que aceleré hasta colocarme a su lado.

      Hechas oficialmente las presentaciones, Bernal me condujo hasta una tabernucha atestada de gente. Habíamos llegado a través de una maraña de callejuelas sumamente estrechas y sin pavimentar. No las reconocí, y eso que todos los adolescentes de Gijón habíamos recorrido Cimadevilla a conciencia antes de cumplir los veinte. Claro que no siempre lo habíamos hecho en las mejores condiciones. Solíamos acudir a un bar diminuto y alargado en el que nos apiñábamos como podíamos en torno a una barra igual de diminuta para tomar «golpes de tequila»: tequila servido en vasos de chupito cubiertos con medio limón a los que había que dar un golpe seco contra la barra para luego apurar de un trago el burbujeante contenido. Tras unos cuantos de esos el trazado urbanístico del barrio de pescadores se volvía todavía más intrincado. De cualquier modo, estaba segura de que aquella taberna no había estado nunca dentro de mi ruta nocturna.

      Y daba gracias por ello, apestaba. Sin embargo, los parroquianos allí reunidos no parecían notarlo. Quizás tuvieran la pituitaria atrofiada o simplemente estuvieran acostumbrados. Engrifé la nariz. Dadas las circunstancias no iba a ponerme exquisita y pedir al grandullón que me llevara a otro sitio. Así que racioné el oxígeno que necesitaba consumir al mínimo mientras echaba un vistazo a la selecta congregación.

      Unos reían, otros jugaban a los dados y a las cartas y en general todos hacían bastante ruido. Supongo que por eso me llamaron la atención los cuatro hombres que ocupaban una mesa al fondo, cerca de uno de los dos escuetos ventanucos por los que entraba la escasa luz en ese nublado día.

      Tres tenían un aspecto desaliñado y comentaban algo en voz baja. Por alguna palabra suelta que fui capaz de captar hablaban en inglés. El cuarto no tenía nada que ver con sus compañeros de mesa. Como si se tratara de un extraterrestre que hubiera aterrizado en medio de la turba.

      Al ver entrar a la extraña pareja que Bernal y yo formábamos levantaron la vista unos instantes para volver luego a enfrascarse en su conversación y su bebida.

      Bernal siguió la dirección de mi mirada percatándose del discreto interés que habíamos despertado en la cercana mesa.

      —Piratas. El conde no debería haber metido en esta disputa a esa escoria inglesa. —Chasqueó la lengua en un gesto de clara desaprobación.

      En mi cara se dibujó un gesto de sorpresa. ¿Piratas? ¿Conde? ¿De qué hablaba? Esto superaba incluso a los balleneros. La opción alucinación estaba empezando a ganar puntos por momentos. No había otra explicación posible para que yo estuviera en medio de ese meollo y me comportara con tanta aparente naturalidad. ¿Desde cuándo me paseaba yo con especímenes desconocidos y de tal envergadura física y me codeaba con piratas en tabernas? Es más, ¿desde cuándo iba yo a tabernas de aquel tipo? Estaba confusa, así que preferí centrarme en observar mi entorno para ver si sacaba algo en claro. En concreto me concentré en los supuestos piratas. Estaba dispuesta a concederles el beneficio de la duda respecto a su condición delictiva.

      Desde luego, el más alto de los cuatro no parecía un pirata al uso. O al menos lo que yo esperaba que fuera un pirata. Claro que mi información al respecto procedía de una fuente que no sabía si podía considerarse fiable: el cine. Mi imaginación repasó rápidamente los prototipos de piratas que tenía almacenados. Como mucho era una copia mejorada y actualizada de Burt Lancaster… Tenía que reconocer que muy mejorada.

      Nada de pelo desgreñado, dientes renegridos, loro al hombro o parche en el ojo. Samuel Roland Waters, como más tarde supe que se llamaba, más se asemejaba a un aristócrata que un corsario.

      Tenía el pelo ligeramente rizado, recogido en la nuca con una sencilla cinta de cuero, y era de un rubio oscuro, del color de una buena cerveza. Se apartó un mechón y dejó al descubierto unos ojos de un profundo azul oceánico. Imaginé que no resultaría complicado naufragar en ellos, dejarse engullir por las mareas que su mirada desencadenaba, sin atisbo de miedo ni conciencia alguna de peligro. Esos ojos debían de traspasarte el alma. Deduje que era una cualidad bastante útil poder desarmar a quien tienes frente a ti con tan solo una mirada.

      En el centro de su mejilla izquierda un visible lunar le daba un aspecto pícaro al igual que la media sonrisa que, casi permanentemente, adornaba su rostro. Una barba incipiente cubría una mandíbula decidida y varonil rematada por un gracioso hoyuelo.

      Procuré que Bernal no se percatara de mi interés por Samuel. Sentía muchísima curiosidad, habría que estar muy ciego para no haberlo notado, y Bernal no parecía ser de los que dejaban escapar detalles. Pero no deseaba dar explicaciones. Todo a su debido tiempo.

      Agaché la cabeza para examinar con detenimiento el vino que una camarera regordeta y risueña me había colocado delante asegurándose de que yo viera con claridad sus pechos. Era bastante directa, la verdad, o yo estaba muy anticuada en cuanto a métodos de ligue se trataba.

      Por el olor del brebaje supe que era vino especiado. Algo parecido a un tónico contra el cansancio. En mi ignorancia СКАЧАТЬ