Si el tiempo no existiera. Rebeka Lo
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Читать онлайн книгу Si el tiempo no existiera - Rebeka Lo страница 29

Название: Si el tiempo no existiera

Автор: Rebeka Lo

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: HQÑ

isbn: 9788413750095

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СКАЧАТЬ entre ambos.

      —¿De qué? —Le levanté la barbilla obligándome a mirarme.

      —De mí.

      Tiró de mí y me condujo hacia un callejón estrecho y oscuro, más discreto. Me colocó con la espalda apoyada en la pared midiendo con cuidado la presión del abrazo que mantenía su cuerpo pegado al mío. Aquello era más de lo que yo podía soportar. Me puse de puntillas para poder alcanzar sus labios y le besé. Un beso tierno, apenas un ligero roce sobre sus labios, como el aleteo de una mariposa.

      —No necesitas protegerme de nada. Soy una mujer adulta.

      Cogió mi mano y besó la palma.

      —No soy bueno para ti —insistió—. Vivo en el mar. Hoy estoy aquí, pero mañana puedo partir. Esto podría hacerte daño, Blanca, y no me lo perdonaría.

      —No me asusta.

      Era mentira, estaba muerta de miedo, pero no quería que eso me impidiera sentir lo que en ese momento estaba sintiendo.

      Su respiración se volvió irregular, sus pupilas brillaban. Pasó delicadamente un dedo por mis labios y acercó su rostro al mío.

      —Pues debería —dijo casi en un susurro. Levantó mi mentón y se demoró haciéndome desear un beso que no llegó.

      Me sentí frustrada y me pregunté si había hecho un esfuerzo por controlarse o pretendía volverme loca. Me hervía la sangre. Quizás tuviera razón, después de todo, y yo no estuviera preparada para jugar a este juego. Samuel Waters era el agua que deseaba que bañara todo mi cuerpo despertando cada centímetro. Y eran aguas turbulentas, ya me lo había advertido.

      —Y ahora te acompañaré a casa. ¿No es eso lo que hacen los caballeros decentes?

      Pues vaya momento más genial que había elegido para reformarse y dejar de ser un desvergonzado. Justamente cuando me encontraba a mí y me ponía a mil.

      Aquella noche no pude conciliar el sueño. Ni el familiar ronquido de Beo conseguía calmarme. Las primeras luces del día me encontraron con los ojos como platos y la cabeza como un bombo. La noche es mala consejera y para más inri me había dado por ponerme a hacer un repaso a mi historial amoroso.

      El último era un buen tipo. No, no…, ese fue el penúltimo, sobre el último mejor correr un tupido velo. Marcos, el penúltimo, era un buen tipo, pero no se encontraba en el momento adecuado. Acababa de divorciarse y seguía un poco colgado de su ex, así que me tocó ejercer más de terapeuta que de pareja. Tenía remordimientos por pensar en dejarle, pero ¡Dios!, si no lo hacía acabaría con mi salud mental. Y, por otro lado, necesitaba desesperadamente un buen polvo. Yo era tan buena escuchando, tan comprensiva, tan idiota, en definitiva, que él acababa llorando sobre mi hombro cada vez que nos veíamos y dejándome con las ganas porque Marcos estaba cañón. Y yo, con mi mala suerte habitual, no iba a poder beneficiarme de ello. La nuestra fue una ruptura un poco complicada porque él empezaba a tener un pelín de dependencia emocional.

      Fue, precisamente, esa premura física la que hizo que acabara en los brazos de David, el último. David era el negativo de Samuel, de pelo oscuro, muy moreno de piel y con unos ojos negros como pozos en los que hundirse. Y vaya si me hundí. Era un portento en la cama. Ya se sabe que el conocimiento se perfecciona con la práctica y él había practicado… mucho. El problema era que seguía practicando y no siempre conmigo. Supongo que el universo pensó que sería muy egoísta por mi parte tener la exclusiva, lo que ocurre es que a mí se me da un poquito mal compartir. Tengo que reconocer que estaba coladita por él, a pesar de todo, y que fue él quien puso fin a la relación cuando dejó de contestar a mis llamadas. ¿Habría tenido algo que ver en esto el maldito karma? ¿Estaría haciéndome pagar por mi plantón a Marcos? Ni idea, pero el destino había decidido premiarme poniendo en mi camino a Samuel Roland Waters… De lo que no estaba segura es de si se trataría de un premio envenenado.

      Samuel era un típico caso de una de cal y otra de arena. Especialista en calentamiento global y en retiradas a tiempo. Me estaba volviendo loca. Justo cuando parecía que yo le atraía plegaba velas y me salía con esa monserga sobre «voy a hacerte daño». ¿Se estaba curando en salud? Es decir, si yo seguía algún tiempo más en este siglo iba a ser inevitable que algo terminara ocurriendo entre nosotros. Llegué a la conclusión de que su «quiero protegerte» era un eufemismo de «no quiero comprometerme, pero voy a hacerte desearme tanto que eso te va a importar un bledo». Si le hubiera tenido delante le habría estrangulado… lentamente. Probé a practicar con la almohada.

      —Maldito cabrón inglés engreído —farfullé mientras saltaba de la cama. Beo se estiró con calma. Primero las patas delanteras, luego las traseras y un gran bostezo para terminar con su ritual.

      Bajamos a desayunar y entre los dos arrasamos con todo lo que nos sirvieron. Bernal nos miraba devorar estupefacto.

      —Blanca, no creo que se acabe la comida. Puedes dejar de engullir como un oso preparándose para hibernar.

      Aunque en el siglo XIV no lo sabían, el estómago cuenta con tantas terminaciones nerviosas que dicen que es un segundo cerebro. Era incapaz de controlar la actividad del primero, así que esperaba calmar al segundo atiborrándolo de comida. Cuando tragué la última uva me sentía como un pavo relleno. Me recosté en la silla con las manos cruzadas sobre la prominente barriga. Tengo que reconocer que me estaba acostumbrando con rapidez a ciertas ventajas que la época ofrecía, como que importara un pepinillo tener las piernas llenas de pelo o que las curvas fueran no solo bien recibidas, sino aplaudidas con entusiasmo. De hecho, empezaba a sentirme un tanto voluptuosa y me gustaba. Mientras tanto, Bernal había esperado pacientemente a que terminara y enarcando una de sus cejas me preguntó:

      —¿Te apetece algo más? Puedo salir a cazar un jabalí si es preciso —dijo con tono jocoso.

      —Hombres… —murmuré mientras me ponía en pie con cierto esfuerzo y salía disparada hacia mi cuarto. Sí, pensaba hibernar… al menos hasta la hora de la cena, que no tenía intención de perderme por nada del mundo.

      La cama estaba escrupulosamente hecha. La doncella que se ocupaba de mi cuarto y de mi ropa era meticulosa. A veces me quedaba mirándola fascinada. La precisión con que las sábanas estaban estiradas de modo que introducirse entre ellas era un placer, las almohadas ahuecadas en las que hundirse y el aroma a hierbas que siempre las envolvían.

      Me hacía pensar que hay gente capaz de encontrar en su interior el estímulo necesario para disfrutar hasta del trabajo más monótono. Y eso era desconocido para mí. Creo que se enorgullecía porque le gustaba mirar el cuarto arreglado desde la puerta antes de irse.

      Cuando entré me recibió un olor a hojas de limonero. Aspiré con deleite, me encantaba ese olor y ella lo sabía. Destapé la cama y me metí dentro. Mi mal humor me estaba fastidiando el momento. Me tapé la cabeza con la almohada. Beo eructó sonoramente, parecía evidente que los machos de muchas especies comparten ciertos hábitos…

      —¡Beo, eres un cerdo!

      Me miró como lo hubiera hecho un hombre, como reprochándome que no entendiera algo tan natural. Volví a taparme con la almohada y a repetir mi mantra de ese mañana.

      —¡Hombres!

      De pronto oí abrirse la puerta de par en par. ¿Es que no podían dejarme en paz un rato?

      —¡Arriba! —la enérgica voz provenía de los pies de la cama.

      Aparté СКАЧАТЬ