Si el tiempo no existiera. Rebeka Lo
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Читать онлайн книгу Si el tiempo no existiera - Rebeka Lo страница 28

Название: Si el tiempo no existiera

Автор: Rebeka Lo

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: HQÑ

isbn: 9788413750095

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СКАЧАТЬ luego no cabía duda de que la villa era pequeña, Gixón crecería mucho en los siglos venideros, pero ahora mismo era bastante complicado no toparse con alguien conocido a cada paso. Yo había insistido en salir sola a pesar de las recomendaciones de Bernal y Constanza que, tras las preguntas de la condesa, no veían con buenos ojos que abandonara la protección de los muros de la casa. Sin embargo, me ahogaba entre ellos. Había tenido que ocuparme de mí misma desde hacía mucho tiempo, pero ahora no tenía ninguna preocupación doméstica o cotidiana. Mi ropa estaba limpia, mi habitación aseada y siempre había alguien cuidando de que hubiera algo delicioso sobre los fogones. Además, la tregua ya era una realidad a pesar de que el objetivo del conde de Noronha seguía intacto y había partido hacia Bretaña con el fin de reclutar más mercenarios. La plaza bullía, el trasiego de gente era constante y los comerciantes intentaban atraer a gritos a la posible clientela. Todos parecían haberse contagiado de la nueva situación y respiraban aliviados.

      Pasé por delante del pomposo establecimiento de monsieur Dumont, por lo que parecía acababa de recibir el tan esperado cargamento de lana inglesa y daba instrucciones a sus ayudantes. De la panadería salía un olor delicioso. Me di cuenta de que había salido con tanta prisa que apenas había comido. Al ser un puerto de mar, la pesca era fresca y los puestos exhibían las capturas del día de un color brillante. Todavía quedaban algunos tenderetes con mercancía. Divisé la casa del Gremio de Mareantes. Muy cerca estaba el establecimiento que buscaba. Constanza había comentado la existencia de la tiendecita de un librero. Tenía ejemplares raros y si gozabas de su confianza hasta podía mostrarte textos prohibidos, la Iglesia actuaba con mano férrea a la hora de controlar el conocimiento que llegaba al pueblo. Un pueblo instruido cuestionaba, preguntaba y era menos crédulo, y eso mermaba su poder. En ese entorno el librero debía extremar precauciones. Mi intención era empezar a buscar información que me permitiera resolver el entuerto en el que estaba metida. Quizás el librero hubiera oído algo sobre saltadores. En algún lugar debían existir registros, datos, algo a lo que aferrarme. Mi abuela me había contado que hubo otras antes que ella, remontándose hasta tiempos inmemoriales de nuestro árbol genealógico. Me preguntaba cuántos saltadores habría y cuál sería la característica que compartían. No me consideraba especial en ningún aspecto, así que era difícil saber qué era lo que marcaba la diferencia con el resto de los mortales. Le estaba dando vueltas a cómo podía plantear mi petición al librero sin levantar sospechas ni comprometerle cuando me crucé con él.

      —Mademoiselle Villa, qué placer volver a veros —me dijo mientras me tocaba el codo con suavidad. Me estremecí al sentir su contacto, pero me aparté con rapidez.

      Había recuperado las pomposas maneras medievales con las que adornaba su condición de pirata y caballero y con ello se había esfumado la cercanía del tuteo.

      —No puedo decir lo mismo, señor Waters.

      En su rostro se dibujó una deliciosa sonrisa canalla que me encantó, muy a mi pesar.

      —¿Me guardáis rencor por nuestro último encuentro?

      —No os creáis tan importante. El mundo no gira a vuestro alrededor.

      A mí misma me resultaba sorprendente escucharme. Se me habían pegado los modismos de la época en tan solo unos días. Lo cierto es que me esforzaba por desentonar lo menos posible, eso me mantenía a salvo de preguntas indiscretas y dado que no teníamos las respuestas (ni queríamos darlas) me convenía mucho.

      Río y me di cuenta de que era el sonido más bonito que había escuchado en mucho tiempo. Procuré componer un gesto de indiferencia mientras seguía rebuscando entre los libros. Encontré una pequeña copia de El libro del buen amor. En el colegio me había parecido un tostón de cuidado, pero en aquel momento me resultó casi premonitorio, el tiempo cambia la perspectiva de las cosas. La abrí con cuidado temiendo dañarla, aunque no conseguía concentrarme teniendo a Samuel tan cerca. Estaba pegado como una lapa. Aquel hombre no conocía el respeto hacia el espacio personal.

      —Una elección interesante —dijo arreglándoselas para mirar por encima de mi hombro, lo que no le resultó difícil, ya que calculé que medía cerca de metro noventa.

      Le ignoré por completo, o al menos lo intenté, y seguí examinando el libro, no tenía pinta de marcharse. Medio escondido entre libritos religiosos, cantares de batallas y cuentos de juglares, descubrí una especie de cuadernillo, apenas unas cuantas hojas cosidas con mimo y con una caligrafía florida pero legible. Estaba en latín. Yo no había traducido un texto desde el instituto, sin embargo, a medida que intentaba descifrarlo, empezó a resultarme familiar.

      Me había olvidado, por un momento, de la presencia de Samuel. Estaba completamente absorbida por mi tarea. Pasaba el dedo por las líneas como si estuvieran escritas en braille y fueran a hablarme. La voz profunda y armoniosa de Sam resonó a mi espalda, tan cerca de mi pelo que lo movía como si fuera una cálida brisa de primavera.

      —En cuanto oí mi primera historia de amor empecé a buscarte, sin darme cuenta de que la búsqueda era inútil. Los amantes no se encuentran por el camino, están ya en el alma de cada uno desde el principio.

      Me volví todavía con el cuadernillo entre las manos, casi sin aliento, aunque el suficiente para preguntarle.

      —¿Qué quieres de mí?

      Pareció sorprendido.

      —Solo pretendía ayudaros con la traducción.

      —¿En serio? —Estaba realmente enfadada—. Lo encuentras divertido, ¿verdad?

      De repente había perdido todo mi acento medieval y volvía a ser la Blanca de siempre.

      Cruzó los brazos y se apoyó en una estantería. Temí que se derrumbara porque su aspecto era bastante frágil y Samuel corpulento.

      —¿A qué os referís?

      —A jugar conmigo —le espeté clavando mi dedo índice en su hombro. Le hubiera abofeteado allí mismo, pero el librero ya nos miraba con recelo.

      Dejé el cuadernillo sobre una mesa y salí con decisión. Me siguió. Yo avanzaba a zancadas, pero sus piernas eran más largas y no le costó alcanzarme. Me cogió por el brazo.

      —¿Tan mal concepto tenéis de mí?

      —El que tú has ayudado a forjarme —dije entre dientes—. Y ahora suéltame.

      Emitió un pequeño ruido a medio camino entre el gruñido y una sonrisa triste.

      —Sí, supongo que doy esa imagen.

      Me soltó, pero se quedó mirándome. Yo no comprendía nada. La atracción entre nosotros era real y tan palpable que habríamos podido encender una hoguera solo con la chispa de nuestras miradas al cruzarse, por no hablar de lo que ocurría cuando nos tocábamos. Eso sí que era una sacudida en toda regla. Ninguno de los dos se había movido ni un centímetro, parecía que estuviéramos pegados al suelo.

      —Solo quise ser sincero con vos, Blanca. Por si no lo habíais notado, soy un pirata.

      —No pensaba que tuvierais tantos escrúpulos… —comenté con ironía.

      —Hasta el más odioso de los hombres tiene principios.

      —¿Ahora vas a darme una clase magistral de filosofía? —Puse los ojos en blanco.

      —No lo entiendes, ¿no es así? Intento protegerte —dirigió la mirada СКАЧАТЬ