Название: Si el tiempo no existiera
Автор: Rebeka Lo
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: HQÑ
isbn: 9788413750095
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El campamento era grande y en él ondeaba orgulloso el pendón morado del reino de Castilla. El cansancio empezaba a reflejarse en los rostros de la soldadesca. Las guerras son un pozo sin fondo que se tragan los dineros y la moral de quienes las luchan. Hacía frío y habían encendido hogueras aquí y allá en un intento de combatirlo. Había grupos de soldados por todos lados, no parecían muy amistosos. A mis oídos llegó un comentario grosero y un coro de risotadas acompañándolo. No quería problemas, así que me aparté del grupo, pero un joven soldado que no llegaba a la veintena se envalentonó. Estaba bastante sucio y le faltaban un par de dientes. Se levantó y caminó hacia mí.
—Dicen que las lobas ya han empezado su época de celo.
Los otros festejaron la ocurrencia. Yo seguí caminando, pero el soldado me siguió y logró alcanzarme.
—Me gustaría comprobar si lo hacen como los perros. —Me había cogido por la muñeca con firmeza y atraído hacia él mientras con la otra mano me palpaba con descaro. Tenía un aliento asqueroso. Forcejeé, pero estaba acostumbrado al cuerpo a cuerpo y me inmovilizó acercándome más a su cuerpo. Pude notar que estaba teniendo una erección—. Quieta, perra asturiana. Vamos a bajarte esos humos.
—Suéltala —dijo de pronto una voz a nuestras espaldas.
El soldado me liberó de inmediato y se encogió antes de hacer un saludo militar hacia el propietario de la voz, Pero Niño.
—Vaya, vaya… qué sorpresa… Blanca —dijo dirigiéndose a mí mientras el otro se marchaba presuroso.
Casi me alegré de verle hasta que decidió asirme por el brazo. Se estaba convirtiendo en una desagradable costumbre. Intenté soltarme infructuosamente. Me cogió los brazos con ambas manos.
—Quieta, vamos a un lugar más tranquilo donde podamos hablar.
—No tenemos nada de qué hablar, Pero. —Me temblaba la voz y seguía intentando soltarme agitándome como un pescadito en el sedal. Era fuerte.
—Yo creo que sí. —Y tiró de mí hasta llevarme a rastras a una tienda. Estaba bien acondicionada. Habían cubierto el suelo con alfombras y, aparte de una cama, no un común catre, tenía una gran mesa cubierta de papeles y unas sillas. Me condujo a una de ellas.
—Siéntate. —Estaba acostumbrado a dar órdenes y a que se cumplieran.
—Estoy bien así.
—Siéntate —repitió con frialdad.
Me dejé caer con gesto de fastidio. Él sacó una cuerda delgada y me ató. Me revolví, de nuevo sin éxito.
—¿Se puede saber qué demonios estás haciendo?
—Eres mal hablada, era de esperar en una pagana. ¿O debería llamarte bruja? —Terminó de anudar la cuerda—. Así te estarás quietecita. Pareces una anguila.
La dichosa historia también había llegado a oídos de Pero, lo que no entendía era lo que podía querer de mí. Le lancé una mirada iracunda.
—Acabemos con esta tontería de una vez.
—Te ha entrado la prisa, ya te dije que pasaría.
Se puso delante de mí y se inclinó hasta llegar a mi boca. Me entreabrió los labios con la lengua, con cuidado, hubiera pensado que hasta con delicadeza. Desde luego con demasiada destreza para los diecisiete años que aquel fornido muchacho aparentaba tener. Al inclinarse dejó caer un largo mechón castaño hasta cubrirle el hermoso rostro de decidida mandíbula. Era alto y destilaba la seguridad de un caballero de armas con cierta experiencia. Todo ello me resultaba sorprendente. Pese a las apariencias no había nada de infantil en él. Aun así, me ruborizaba su actitud.
Se lamió los labios, parecía un gato satisfecho.
—Me gusta tu sabor, me gusta mucho. —Tenía la voz ronca, estaba acostumbrado al alcohol. Miró a su alrededor, buscaba algo—. Ahora necesito una bebida de verdad.
—¿Para ahogar tu conciencia? —le espeté.
No sé por qué lo dije, no estaba en condiciones de provocarle, pero soy algo bocazas cuando estoy nerviosa y no estaba solo nerviosa, estaba bastante asustada. Dio un respingo y se enderezó, como si le hubieran pinchado. Adoptó un tono seco, cortante, susurrante.
—Enrique, nuestro amado rey —recalcó sus palabras mientras alzaba la copa—, es un Trastámara. Pelea y perdona, pelea y perdona…
Se volvió lentamente hacia mí apoyando la mano libre en la mesa y acercándose tanto que yo misma notaba los efectos del fuerte vino leonés a través de su saliva.
—Mas no te confundas —me advirtió—, no somos iguales, aunque hayamos mamado de la misma teta.
Podía intuir los músculos de sus antebrazos en tensión a través de la tela de su camisa. Intenté relajar mis latidos, no deseaba enfurecerle más. Puede que en mi mundo fuera solo un crío con un calentón, pero aquí, en el suyo, era un caballero hermano de leche del mismísimo rey de Castilla y no me convenía como enemigo.
—Os pido disculpas, señor. —Tragué saliva esperando su reacción.
Asintió ligeramente, ver que me avenía a mostrarme sumisa le gustaba. De hecho, había fantaseado con someterme como a una potranca. Me daba la espalda mientras apuraba la copa de vino, así que no pude ver la sonrisa canalla que se dibujaba en sus labios.
—¿Qué hacías vagando sola por el campamento? —Se giró lo suficiente para que la luz de las velas le cincelara el perfil—. ¿Nadie te ha explicado lo peligroso que puede ser para una mujer con todos esos hombres lejos de sus hogares desde hace meses? A menos… que te guste provocarles. Has estado a punto de comprobar las consecuencias.
—Simplemente paseaba, necesitaba aire fresco.
Se colocó de nuevo frente a mí clavando una pupila del color del buen jerez añejo en mi pupila verde. Su voz controlada, ondulante como el cuerpo de un cuélebre, era magnética e intimidatoria.
—¿De verdad? La sobrina de un capitán y dama de la condesa… —Acarició mis rizos con suavidad antes de asirlos con fuerza y tirar de ellos haciendo que mi cabeza rebotara contra la silla—. Yo, en cambio, creo que nos espiabas. Has sido mala, muy mala.
Notaba los arabescos tallados en la silla clavárseme en la espalda. Las manos comenzaban a dormírseme.
—Y ahora vas a contarme la verdad si no quieres que deje de tratarte como lo haría un caballero.
—Paseaba —repetí.
Temía que mi respuesta le gustara menos que mi boca, así que esperé encogida mientras le observaba sacar una pequeña daga que llevaba al cinto. Parecía árabe, la empuñadura estaba hermosamente trabajada. Un sudor frío comenzó a bajarme por la espalda.
—Eres obstinada. Tienes que saber que lo considero una virtud —esperó un rato interminable antes de continuar—. Bien…, ahora haremos que te sientas más cómoda como acto de buena fe.
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