Si el tiempo no existiera. Rebeka Lo
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Читать онлайн книгу Si el tiempo no existiera - Rebeka Lo страница 16

Название: Si el tiempo no existiera

Автор: Rebeka Lo

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: HQÑ

isbn: 9788413750095

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СКАЧАТЬ piccola, estaremos a tu lado en todo momento. —De pronto, algo captó su atención y salió disparada hacia un baúl más pequeño que el resto y decorado con hojas de roble talladas sobre la tapa con gran detalle. Extrajo de él un vestido sencillo, pero de un color muy particular, un azul verdoso muy similar a la aguamarina sin pulir que remataba mi torques. Se le iluminó la cara—. Ecco di cosa abbiamo bisogno. Estarás preciosa.

      No fue tarea fácil convertirme en una dama presentable. Mi pelo, que siempre sabía cuál era el mejor momento para rebelarse, iba por libre. A duras penas consiguieron dominarlo. Lo recogieron en un moño bajo y lo adornaron con flores silvestres. No creyeron necesario usar colorete, mis mejillas se autoabastecían. Hizo falta algún retoque en el vestido, pero cuando terminaron pude confirmar la predicción de Constanza, nunca me había visto tan guapa. Bernal asomó por la puerta y lanzó un prolongado silbido de aprobación.

      —Deslumbrante, tendremos que apartar a los pretendientes a manotazos.

      Yo intenté esbozar una sonrisa, pero me salió una mueca torcida. Bernal despidió a las doncellas y me cogió por los hombros con tanto cuidado como si fuera a romperme.

      —¿Estás asustada?

      ¡Pues claro que lo estaba! Literalmente muerta de miedo. El desconcierto inicial por mi llamémosle aterrizaje forzoso había dejado paso a un nuevo estado. Hasta ese momento la adrenalina me había impedido pararme a pensar, pero ahora que había descansado y comido bien empezaba a ser verdaderamente consciente de mi situación. Al ver que no le contestaba, insistió:

      —¿De mí?

      —¡No! —exclamé.

      ¿Cómo se le habría ocurrido pensar semejante cosa? ¿Qué hubiera hecho yo sin su providencial aparición? Era cierto que no le conocía en absoluto, pero mi intuición me impulsaba a creer que permaneciendo a su lado estaría a salvo.

      —Bien —dijo Bernal, que no había vuelto a tocarme desde que descubriera que era una mujer. Y como si hubiera sido capaz de leerme la mente añadió—: Porque debes saber que estás a salvo conmigo. Y ahora marchémonos, no quiero que lleguemos tarde. Ya vamos a despertar suficiente expectación.

      El palacio estaba estructurado alrededor de un patio rectangular con doce majestuosas columnas de piedra cuyos capiteles se hallaban rematados por zapatas de madera con roleos tallados que sostenían el corredor del piso superior. El portón que daba entrada al palacio tenía dos pequeñas torres circulares, una a cada lado del mismo, con el escudo de armas del conde: la figura de dos fieros leones rampantes enfrentados y un castillo entre ambos. Había otra impresionante torre almenada de cuatro alturas anexa al edificio principal. La sólida puerta de entrada, que daba acceso al patio hermosamente decorado, formaba un arco de medio punto que lucía el escudo sobre la clave. Todo me resultaba abrumador.

      Atravesamos el patio con paso decidido y ya en ese momento despertamos las primeras miradas curiosas y murmullos. Bernal caminaba poderoso en su uniforme de capitán al lado de una Constanza bella y voluptuosa. Yo los seguía intentando controlar los nervios.

      El mayordomo esperaba a los invitados y daba instrucciones al servicio para acompañarlos hasta la sala principal donde ya esperaba un nutrido grupo de personas, todos ataviados para la ocasión. Se escuchaba música de laudes y flautas. Bernal se inclinó para ir relatándome quién era cada cual. Las damas de la condesa y su secretario personal, un tal Gaspar Valdés que se daba buenas ínfulas porque estaba emparentado con el poderoso linaje de los Valdés, quienes habían sido dueños y señores del castillo de Curiel en Peñaferruz antes de asentar su casa en Trubia. De hecho, solía lucir con orgullo una pequeña placa rectangular de bronce a modo de broche de cinturón que era lo único que sus poderosos parientes le habían permitido conservar de su herencia. Apenas pude distinguir al caudillo Lope Cortés. El capitán se detuvo para clavar la vista en la última figura: Arripay. Silabeó su nombre.

      —Ha tenido la desfachatez de acudir.

      Yo miré con curiosidad hacia el hombre que había cambiado el humor de mi protector.

      —¿Quién es?

      —El capitán Harry Paye, el corsario… Ahora mismo vuelvo. —Se alejó en dirección al lugar donde se encontraba Lope Cortés, que le recibió con una afectuosa palmada en la espalda.

      Arripay, como le llamaban transcribiendo fonéticamente al español su nombre, era bastante más joven de lo que yo había supuesto. Musculoso y enérgico, llevaba el cabello rojizo corto. Aunque estaba vestido al gusto de la época podía ver algún tatuaje asomando en su cuello y en sus manos, que a buen seguro tendrían continuación en sus brazos y sobre su amplio pecho. Los ojos eran pequeños y vivos, como los de un ave rapaz, y la tez quemada por el sol. Hablaba animadamente, debía de estar contando algo gracioso porque los que estaban a su alrededor reían. No parecía un hombre peligroso, pero ya se sabe, las apariencias a menudo nos engañan.

      Justo detrás alcancé a ver un remolino de rizos rubios que sobresalían unos centímetros por encima de la cabeza de Arripay. No hizo falta que nadie me dijera quién era el dueño de ese impresionante pelo. Una punzada en el costado me dio la respuesta, Sam Waters también había sido convocado a la reunión y ya se había percatado de nuestra presencia. Se disculpó ante la dama con la que estaba coqueteando abiertamente y ella transformó su inicial mohín de fastidio en una mirada asesina al ver que los pasos del oficial se dirigían hacia el lugar donde Constanza y yo nos encontrábamos. Para terminar de complicarlo todo, mi anfitriona divisó a alguien entre el grupo de damas de la condesa.

      —¡Oh! Es Adela —dijo para sí—. Discúlpame un momento, cara, tengo que discutir un asunto con ella.

      —Pero… —empecé a decir. No tuve tiempo de añadir nada más, el huracán italiano se alejaba a toda prisa hacia una mujer de gesto agrio, como si todo a su alrededor oliera mal.

      —Estás hecho de otra pasta, muchacho. Lo supe desde el momento en que viniste a verme con tu padre para negociar la deuda de tu hermano —estaba diciendo Arripay.

      La última incursión a Galicia había sido un éxito, en parte gracias a la habilidad del primer oficial del Mary, y el capitán Paye estaba contento. Apuró el contenido de su copa del excelente vino que la condesa había elegido para la ocasión y la alzó para que un criado se la rellenara de nuevo. Luego observó a su primer oficial de arriba abajo con gesto crítico.

      —No, no parecías un Waters. —Hizo una pausa—. Y sigues sin parecerlo, he de añadir.

      —A mi madre no le gustaría escuchar eso, capitán —dijo Sam agachando la cabeza con su acostumbrada media sonrisa.

      —Ja, ja, ja. ¡Muy cierto! —respondió palmeándole sonoramente la espalda—. Me gustas, chico. —Dirigió la mirada hacia las damas de la condesa Isabel—. Y parece que no soy el único…

      Sam levantó la vista y las damas estallaron en un revuelo de cuchicheos. Solía ocurrirle. Hizo una mueca. Le dolía el brazo. Aquel gigantón con el que había tenido que pelear tenía unos puños que parecían de hierro y le había machacado el hombro. No creía tener nada roto, pero el hematoma se extendía a lo largo de la extremidad. Además de los nudillos despellejados tenía la mano un poco hinchada. Una de las damas se acercó y todo comenzó a fluir del modo acostumbrado. Le resultaba sencillo. En el fondo tenía un don.

      Al verlos entrar todo lo demás pasó a un segundo plano. Ni siquiera era capaz de oír lo que la dama que tenía a su lado, y que insistía en aferrarse a su brazo herido, le estaba diciendo. Constanza Valeri era toda una belleza. El pelo largo y СКАЧАТЬ