Название: Saud el Leopardo
Автор: Alberto Vazquez-Figueroa
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Biblioteca de Alberto Vázquez Figueroa
isbn: 9788418263712
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Abdul-Aziz Ibn Saud, primogénito de una antigua estirpe de reyes, que había tenido a lo largo de su joven vida infinidad de cultos y sabios tutores, frunció el ceño, clavó con fuerza la mirada en los inmensos ojos de la turkana, que se la sostuvo entre divertida y desafiante, y comenzó a asentir apenas como si una vaga idea se estuviera abriendo paso a través de su mente.
–Tienes razón... –musitó al fin–, mucha razón. El agua del rocío llenará estas conchas. Me gustaría saber más cosas sobre las costumbres de tu pueblo porque tengo la impresión de que se puede aprender mucho de ellas, pero por desgracia este no es buen momento. ¡Nos vamos!
Con increíble agilidad trepó a su montura y partió al galope seguido por sus hombres.
La escultural esclava permaneció muy quieta observando absorta la nube de polvo que se perdía de vista en la distancia, y al poco volvió a la tarea de extraer agua del pozo mientras murmuraba por lo bajo:
–Será grande entre los grandes. Estoy segura, aunque no esté tan segura de que lo que en realidad hay debajo sea agua.
Rub-al-Khali, La Media Luna Vacía o Tierra Muerta, ofrecía, como su propio nombre indica, el más terrible y desolador de los aspectos.
En realidad no era más que una inmensa depresión de arena en forma de gigantesca media luna, la más caliente, seca y despiadada de las regiones del planeta, un desierto del tamaño de Francia, inmerso dentro de aquel otro enorme desierto que constituía la práctica totalidad de la península arábiga; un lugar en el que nadie se sentía capaz de adentrarse y que ningún ser humano había atravesado en su totalidad.
Sería necesario que transcurrieran aún más de treinta años antes de que el primer explorador estuviera en condiciones de atestiguar, sin otro documento válido que su propia vida, que había sido capaz de llegar en línea recta desde el Mar Rojo al Golfo Pérsico cruzando el ignoto corazón de Rub-al-Khali.
En el lenguaje de los beduinos africanos la palabra «Sahara» significa «Tierra que solo sirve para cruzarla». Sin embargo aquel gigantesco espacio de mil quinientos kilómetros de largo por ochocientos de ancho, que se extendía desde el Yemen al Golfo de Omán, territorio sin agua, vegetación, oasis, ni sombra de vida de ningún tipo, ni tan siquiera servía para cruzarlo.
Con cincuenta grados de temperatura al mediodía, noches heladas y constantes tormentas de arena, había sido, desde el comienzo de la historia, la «Tierra de la que nadie volvía nunca».
Y allí, al borde de Rub-al-Khali, se encontraba clavada ahora la verde bandera de las espadas, rodeada por medio centenar de jinetes que contemplaban, con mal disimulado horror, el terrible panorama que se abría ante ellos.
Ibn Saud aparecía con la mirada perdida en el desolado paisaje viéndose a sí mismo niño de no más de diez años, vagando con la piel y los labios cuarteados por la sed, los ojos casi ciegos y el paso vacilante, contemplando sin ver la figura de su padre, el depuesto emir Abdul Rahman, su madre y sus hermanos, que deambulaban como sombras perdidas y aplastadas por un sol de plomo que amenazaba con derretirlos.
Una de sus hermanas caía de bruces y el niño Ibn Saud se precipitaba hacia ella en un vano intento por ayudarla, mientras que el resto de la familia acudía tambaleándose y como entre sueños.
Se diría que los ojos del hombre curtido por mil avatares, y por lo general impasible, brillaban ahora con una extraña pena –tal vez una lágrima rebelde– ante la evocación de tan amargos recuerdos.
Al poco pareció volver a la realidad y, extendiendo el brazo con el fin de señalar el horizonte, su voz resonó más firme y bronca que nunca al dirigirse al abatido grupo de jinetes que le observaban en respetuoso silencio:
–¡Vedla! Es La Media Luna Vacía; el desierto que nadie se ha atrevido a atravesar, la muerte segura, pero el enemigo nos acosa y no nos quedan más que dos caminos: o regresar a casa vencidos o internarnos en ese infierno y esperar un momento más propicio.
Uno de los hombres que parecían comandar a los recién llegados de los jaiques a rayas, un beduino de piel muy oscura y cara de águila, protestó de inmediato:
–Rub-al-Khali siempre ha sido, en efecto, la muerte segura, príncipe; nadie puede sobrevivir una semana ahí dentro, y tú lo sabes.
–Yo estuve de niño, sobreviví casi un mes y por eso os digo: no garantizo ni botín ni victorias, tan solo calor, hambre, sed y privaciones. Seguiré adelante, pero no puedo forzaros a imitarme: quienes prefieran volver a casa, que se vayan.
Los beduinos se consultaron con la mirada y algunos contemplaron una vez más la tierra que les espantaba. Grande era sin duda el amor que sentían por su príncipe y grande su deseo de seguirle, pero mayor era el temor que les infundía Rub-al-Khali.
Ibn Saud había sido sincero y les constaba, porque no existía posibilidad alguna de victoria, no quedaba esperanza de gloria, botín, justicia, venganza, ni nada de cuanto impulsaba a un beduino a embarcarse en una lucha armada, y ello les obligaba a desistir, por lo que bruscamente una voz anónima gritó:
–¡Volvamos!
Más de la mitad de los jinetes obligaron a dar media vuelta a sus monturas y se alejaron al galope por donde habían venido.
Observando con amargura y tristeza a los que desertaban quedaron Mohamed, su primo Jiluy, Omar, Ali, Turki y poco menos de una treintena de los más fieles, la mayoría de aquellos que formaron parte del primer ataque a los turcos.
Al poco, Ibn Saud saltó a tierra y cuando los demás le imitaron extrajo su alfanje, pareció presentarlo como ofrenda entre las dos manos y enfatizó:
–Al igual que el Profeta les pidió a sus hombres en Akaba en sus peores momentos, yo os pido ahora que juréis sobre esta espada que me seréis fieles, pase lo que pase.
Jiluy fue el primero en arrodillarse y extender la mano sobre la reluciente hoja al tiempo que exclamaba:
–Juro, mi señor, que te seguiré hasta la muerte con la ayuda de Alá, sea cual sea el sacrificio que me pidas.
Le imitaron en segundo y tercer lugar Mohamed y Omar, y luego, uno por uno, todos los presentes se postraron a cumplir con el rito que les uniría a su príncipe hasta el fin de los días.
El halcón perseguía con saña a la asustada paloma que intentaba desesperadamente escapar a la muerte, pero el ave de presa, más rápida y más fuerte, se abatió al poco sobre ella y de un solo golpe la obligó a precipitarse al suelo con un aleteo agónico, estrellándola contra una pequeña acacia espinosa en la que quedó clavada.
Luego, fiel, sumiso y perfectamente adiestrado, voló victorioso hasta el brazo de su amo, Mohamed Ibn Rashid, que le acarició satisfecho mientras sonreía a su numerosa corte de aduladores.
–Saeta ha demostrado una vez más ser el mejor halcón de Arabia –señaló, seguro de lo que decía–. Y todos sabemos que ser el mejor halcón de Arabia significa ser el mejor del mundo.
Se interrumpió al advertir que un hombre cubierto de polvo y armado hasta los dientes aparecía tras la mayor de las tiendas СКАЧАТЬ