Название: El Arte a contratiempo
Автор: Miguel Ángel Hernández
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Arte contemporáneo
isbn: 9788446050032
isbn:
La tecnología obsoleta vuelve ahora para intentar solucionar los problemas que ella misma creó –el resquebrajamiento del equilibrio entre universos, la inestabilidad de la vida psíquica del propio Walter– y que parece que sólo pueden ser arreglados por un retorno al origen. Como espectros, o mejor, como zombis, estos objetos muertos vuelven a la vida. O, por formularlo en términos benjaminianos, estos objetos y tecnologías dormidas despiertan de su letargo y regresan al mundo presente. Un regreso que produce conflictos, pero también da lugar a convivencias y mezclas extrañas con la tecnología más avanzada, como si se reunieran ahora temporalidades, potencias y desarrollos distintos que no pueden anudarse del todo.
En realidad, lo que tiene lugar en Fringe es la oposición de dos modelos tecnocientíficos. Uno es el de Massive Dynamic, la oscura corporación que representa el avance de la tecnología –con extrañas alianzas con la industria armamentística–; y el otro, el laboratorio de Walter Bishop en la Universidad de Harvard, un lugar –la Universidad– que en la actualidad ya no ocupa el rol primordial que en otro tiempo tuvo para la ciencia –situada ahora en el dominio empresarial–. Estos dos modelos, económicos y culturales, aparecen en la serie también como dos lugares diferentes a través de la puesta en escena y el display de la tecnología. Mientras que Massive Dynamic es un espacio aséptico, higiénico y desafectado, el laboratorio de Bishop es un habitáculo sucio, orgánico y vivo –en el que uno encuentra hasta una vaca–, impregnado de los remanentes de la cultura hippy.
Se trata también de una oposición entre un modelo de experiencia e intuición frente a un modelo frío y cuantitativo. Una ciencia afectiva y creativa frente a una ciencia absolutamente alejada de cualquier relación con la imaginación. Y esa misma dialéctica de modelos científicos es la que, en cierto modo, también se encuentra detrás de la confrontación entre los dos universos paralelos, donde de nuevo el papel de la tecnología es importante. La Fringe Division del «otro lado» está hipertecnologizada, pero cuando los universos entran en contacto y, como ocurre en la cuarta temporada, trabajan en conjunto, esa tecnología avanzada se ve necesitada de la intuición y la experiencia humana de los agentes de este lado –suponiendo que al final se nos esté hablando desde «este» lado– para solucionar algunos casos.
En el fondo, nos encontramos con una dialéctica entre cuerpo y tecnología, intuición y razón, y con una apuesta al final por un modelo de «tecnología sucia» o «tecnología de segunda mano», que es la que acaba triunfando. Una tecnología que es también una tecnología nostálgica que abre el pasado al presente a través del recuerdo y la afectividad. Recuerdos y memorias que se encontraban sepultados en una especie de «catacumba» de la ciencia moderna que es el laboratorio de Walter Bishop en la Universidad de Harvard. Como los pasajes parisinos que describió Walter Benjamin –y no sé hasta qué punto «Walter B.» es una coincidencia nominal–, el laboratorio de Bishop es un lugar entre dos mundos. Un lugar avanzado y un lugar arruinado. Un lugar donde se iniciaron unos caminos que rápidamente cambiaron de signo y convirtieron ese espacio casi en un cementerio. Una ruina contemporánea. Una ruina que, sin embargo, ahora ha vuelto a la vida. Se podría decir que, si los pasajes y el flâneur eran para Benjamin las figuras obsolescentes de la modernidad, el laboratorio de Harvard y el hippy psicodélico, son para los creadores de Fringe las figuras nostálgicas de la contemporaneidad tecnológica.
Hay, por supuesto, en este uso nostálgico de las tecnologías una especie de fetichismo por lo obsoleto, una fijación de objeto que dota de un cierto animismo mágico, como el del fetiche primitivo, a los dispositivos, repletos de memorias y experiencias que, de algún modo, permanecen adheridas allí como un suplemento afectivo que insufla vida propia al objeto. Eso ocurre con la tecnología de Walter Bishop en el laboratorio, pero también con esos otros objetos que pueblan la serie como la Selectric 251. Objetos tecnológicos que se convierten en objetos mágicos, fetiches que conectan mundos. Artilugios donde la tecnología, más que como medio, funciona como médium en el sentido chamánico-esotérico del término, pues, de alguna manera, la fuerza que mueve esa tecnología es una especie de energía «mana» –por utilizar el término de Marcel Mauss–[6] que la eleva sobre cualquier producto humano y la sitúa incluso un paso más allá de ese límite al que alude el título de la serie.
Ese lugar más allá del borde –del límite de la creación humana– se observa sobre todo en la presencia de ciertos dispositivos y tecnologías que están al otro lado de lo humano. Se trata, por ejemplo, de los extraños artilugios de comunicación y observación que utilizan los «observadores», esos personajes siniestros que parecen estar en la tierra desde tiempo indefinido como garantes de un cierto orden entre los universos y que sólo tardíamente –a finales de la cuarta temporada– sabemos que son seres humanos evolucionados que vienen del futuro (Fig. 9). Curiosamente, el aspecto de su tecnología está relacionado también con la tecnología retro-vintage que acarrea ese sentido fetichista-mágico. Pero, sobre todo, el más allá del límite y la relación de la tecnología con la magia y con lo mítico, lo encontramos en la presencia central en la serie de «la máquina», un mecanismo cuyos fragmentos están repartidos en el espacio y en el tiempo y cuyo poder es el de arreglar, pero también el de destruir, el mundo (Fig. 10).
Fig. 9. Fotograma de Fringe. Episodio 3, 2.ª temporada, 2009.
Fig. 10. Fotograma de Fringe. Episodio 22, 2.ª temporada, 2010.
La máquina, buscada por ambos universos, fue construida supuestamente por «los primeros hombres», una especie de civilización desaparecida de la que apenas quedan algunos vestigios escritos. Esta alusión a las potencias tecnológicas de civilizaciones antiguas es algo propio de la ciencia ficción contemporánea. Los egipcios, los mayas, los Na’vi de Avatar…, o los primeros pobladores de la isla de Perdidos, esos que construyeron el dispositivo-tapón por el que se escapaba el tiempo y el sentido, o el faro mágico con el que Jacob observaba a los posibles elegidos para su sustitución como protector de la isla. Sin duda, la alusión a este pasado remoto vincula la tecnología con un origen mítico en el que ésta funciona casi como un regalo de los dioses. La civilización que construyó la máquina, según esta lógica, habría tenido una relación «inmediata» con los dioses, con la sabiduría o con la totalidad. Se trataría entonces de una tecnología originaria, creadora, como el fuego que Prometeo entregó a los hombres. Una tecnología que no es un producto humano, sino un artilugio divino [7].
Es curioso que una serie que supuestamente nos muestra la potencia tecnológica del sujeto contemporáneo y que está amparada por las teorías científicas más avanzadas, en el fondo acabe aludiendo a este sentido mágico-sagrado de lo tecnológico, como si, en el mundo hipermecanizado en el que nos encontramos, lo único que realmente explicase y diese sentido a las cosas se encontrara más allá de lo humano –una conclusión que muestra que el mito sigue siendo parte esencial de nuestros patrones de interpretación del mundo–. Un mito que sigue la estructura clásica según la cual la búsqueda de la totalidad acaba en la destrucción. El sentido del mundo debe permanecer fragmentado. Juntarlo, reunirlo, buscar la totalidad, buscar llegar a ser Dios, lo destruirá todo para siempre. Es en cierta manera una actualización de Babel: la lengua originaria –en este caso, la tecnología originaria–, que había estado en contacto con Dios –el lenguaje adámico del que también hablara СКАЧАТЬ