Название: Las puertas del infierno
Автор: Manuel Echeverría
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: El día siguiente
isbn: 9786075571430
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“Dime Hugo.”
“Le agradezco el apoyo y la confianza. Le juro que lo voy a auxiliar hasta el extremo de mis posibilidades.”
Al día siguiente, al salir de la Kripo, alquiló un departamento amueblado que se encontraba en la Gutenbergstrasse, en el tercer piso de un edificio antiguo y bien conservado donde se sintió como en su casa desde el primer momento. El jueves, mientras los gemelos estaban en el liceo y su madre en el mercado, guardó su ropa y sus libros en dos maletas desvencijadas, se despidió de su habitación con una mirada nostálgica y tomó un taxi que en menos de veinte minutos lo dejó en su nuevo domicilio.
Durante el fin de semana se dedicó a comprar acuarelas, ropa de cama y una vajilla y jamás se sintió tan seguro de sí mismo como el domingo en que se despertó en la Gutenbergstrasse y descubrió que la Kripo le había devuelto con una mano lo que le había quitado con la otra. Se levantaba con los primeros rayos de sol, animado por una energía desconocida, al grado que sus amagos de angustia empezaron a atenuarse a medida que se multiplicaban sus obligaciones en la guardia de agentes.
“Vamos saliendo —le dijo Ritter una mañana— acaban de matar a otra infeliz.”
Al atravesar la Kurfürstendamm y Alexanderplatz el tráfico se aligeró de golpe y no tardaron mucho en llegar al edificio decrépito donde se encontraba la escena del crimen. La entrada estaba llena de orpos y vecinos demudados y Ritter se detuvo unos segundos para recibir el reporte preliminar.
“Lo de siempre. Nadie vio nada ni sabe un culo de nada.”
El vestíbulo se encontraba desierto, lo mismo que la escalera, pero el aire se había llenado con la atmósfera enrarecida que solía envenenar los lugares donde la muerte acaba de hacer una visita inesperada.
“Tú primero —dijo Ritter— igual que la vez pasada. Sobre la marcha aprende el burro y los detectives también.”
Meyer atravesó la sala, que estaba llena de flores artificiales y muebles raídos, llegó al fondo del pasillo y abrió la segunda puerta con un pañuelo. La habitación tenía la sobriedad de una celda monacal y en todas partes se advertían los signos de la vida que se había interrumpido de golpe: un radio, dos sillas, un tapete de lana, un puñado de fotografías.
“Soltera, treinta años, ocupación desconocida. Se llamaba Gertrud Frei” dijo el orpo que los había recibido.
“Tengo la impresión de que fue el mismo individuo que mató a Emma Brandt.”
La mujer estaba desnuda y parecía estar flotando en una nube de sábanas ensangrentadas. Tenía el rostro ladeado hacia la derecha y una herida de seis centímetros en el cuello, pero la habitación estaba en orden y en apariencia no se habían robado nada.
El forense, que entró sin saludar, le dio la razón a Meyer.
“Es el mismo tipo, sin duda. La voy a abrir, pero el reporte será idéntico al caso anterior.”
La única diferencia, pensó Meyer, era que Emma Brandt se había muerto con los ojos abiertos, mientras que Gertrud Frei parecía estar dormida.
“Ulrich —dijo el forense— una serie de fotografías y nos vemos a las seis de la tarde.”
Ritter llamó al orpo con un grito destemplado.
“Cuando llegue el juez instructor le dices que no tuve tiempo de esperarlo, que haga lo que tiene que hacer y me llame a la oficina.”
Los vecinos, que se habían congregado en la puerta del edificio, se identificaron con sus credenciales del partido y Ritter los llevó al vestíbulo para interrogarlos.
“Guarden las malditas credenciales para el día que los visite la Gestapo. A la Kripo no podría interesarle menos si pertenecen a la iglesia de Hitler o a la iglesia de Stalin. Estoy seguro de que ninguno de ustedes me va a decir la verdad. ¿Quién encontró el cadáver?”
Fue un interrogatorio breve. Ritter hizo las preguntas y Meyer fue anotando las respuestas en su libreta de campo mientras los vecinos se arrebataban la palabra para hacer el elogio de la difunta y mostrarse indignados por lo que le había sucedido.
“Es horroroso —dijo la conserje— ayer me informó que le habían dado un ascenso en el trabajo. ¿Qué hacía? No tengo idea, pero le juro que era una mujer irreprochable. Hagan algo. No permitan que el asesinato quede impune.”
Al salir del edificio, mientras recorrían la Wilhelmstrasse, Ritter le dijo que tenían que visitar a los Antonescu para cobrarles la renta del mes.
“Estoy seguro —dijo Meyer— de que el autor del segundo homicidio…”
“Tienes razón, es el mismo tipo. Lo vi desde el principio, lo que viene a echar por tierra la hipótesis de que a Emma Brandt la mató un inquilino de su edificio. Es un cazador solitario, un violador compulsivo. No me extrañaría que lo vuelva a hacer en las próximas semanas. ¿Te imaginas, darle una cuchillada en la garganta a una mujer en el momento en que te la estás cogiendo?”
Ritter exhaló una nube de humo.
“Los Antonescu, Bruno, llegaron a Alemania antes de la guerra. Dragos, el jefe de la familia, combatió en el Somme y recibió la Cruz de Hierro. Tiene un negocio de usura y juego ilícito que empezó en las orillas de Bernau y hoy en día funciona con la eficiencia de un cronómetro suizo. Vittorio Galeotti y Brendan O’Banion están convencidos de que los Antonescu han violado en forma sistemática el Pacto del Bristol y han empezado a invadir las áreas que les corresponden a ellos.”
Al llegar a la Torkelstrasse, que estaba llena de terrenos baldíos y construcciones abandonadas, Ritter dejó el automóvil frente a la puerta de una bodega y le ordenó que bajara el maletín.
“No esperes nada agradable. Antonescu es un hombre irascible y descortés y se encuentra a distancias galácticas de Vittorio Galeotti.”
Ritter oprimió el timbre y lo dejó sonar hasta que abrió un hombre calvo y robusto que lo saludó con una sonrisa gélida.
“Necesito hablar con Dragos.”
“No está.”
“Mircea, por favor, quedé de verme con tu hermano a esta hora. ¿Va a venir?”
Ritter empujó al hombre y se metió en la bodega.
“Bruno, te presento a Mircea. Mircea, te presento a Bruno. Vamos a la oficina.”
“Es inútil. Mi hermano salió de la ciudad y no me dijo cuándo regresaba.”
La bodega estaba atestada de cajas de lámina, grúas y camiones de carga, pero Meyer no distinguió nada más. ¿Dónde estaban los esbirros de la familia?
“¿Qué diablos es todo esto? —dijo Ritter— ¿El contrabando de este mes o el del mes pasado?”
Mircea Antonescu abrió la puerta de la oficina.
“Lo siento, capitán, pero no estoy autorizado a hablar con usted.”
“¿Dónde está tu hermano?”
“En Colonia.”
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