Название: Las Grandes Novelas de Joseph Conrad
Автор: Джозеф Конрад
Издательство: Ingram
Жанр: Исторические приключения
Серия: biblioteca iberica
isbn: 9789176377406
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El alemán levantó al cielo dos pesados puños y los sacudió un poco sin hablar.
—No conozco el miedo —continuó el maquinista, con el entusiasmo de una sincera convicción—. ¡No temo hacer todo el condenado trabajo en este bote podrido, cuernos! Y es una bendición para usted que haya en el mundo algunos de nosotros que no temen por sus vidas, o dónde estaría, si no… usted y este vejestorio, con planchas como papel de estraza… papel de estraza, lo juro, ¿eh? Para usted está muy bien… saca una cantidad de dinero de todo esto, de una u otra manera, ¿pero y yo, qué tengo yo? Unos míseros ciento cincuenta dólares por mes, y haga lo que le parezca. Quiero preguntarle con respeto… con respeto, ¿entiende?, ¿quién no mandaría al demonio un trabajo de porquería como este? ¡No es seguro, lo juro, no lo es! Sólo que yo soy uno de esos que no tienen miedo…
Soltó la baranda e hizo amplios ademanes, como si demostrase en el aire la forma y extensión de su valor; su voz aguda se precipitó en prolongados chillidos hacia el mar, retrocedió y avanzó en puntas de pies para conseguir más fuerza de emisión, y de pronto cayó hacia abajo, de cabeza, como si lo hubieran golpeado con una porra desde atrás. Dijo «¡Maldito sea!» al derrumbarse; un instante de silencio siguió a sus chillidos. Jim y el capitán avanzaron tambaleando de común acuerdo, y deteniéndose, se quedaron muy tiesos e inmóviles, mientras miraban, asombrados, el nivel imperturbable del mar. Luego miraron hacia arriba, a las estrellas.
¡Qué había sucedido! El jadeante repiqueteo de las máquinas continuaba. ¿La tierra se había detenido en su trayectoria? No entendían; y de pronto el mar sereno, el cielo sin nubes, parecieron formidablemente inseguros en su inmovilidad, como suspendidos al borde del vacío y la destrucción. El maquinista rebotó cuan largo era, y volvió a derrumbarse en un vago montón. El montón decía «¿Qué es eso?» con apagado acento de profunda pena. Un ruido tenue, como de un trueno, de un trueno infinitamente remoto, apenas algo más que una vibración, pasó con lentitud, y el barco se estremeció en respuesta, como si el trueno hubiese gruñido en las profundidades del océano. Los ojos de los dos malayos de la rueda del timón brillaron hacia los hombres blancos, pero sus manos oscuras siguieron apretadas sobre los rayos de las ruedas. El aguzado casco, que continuaba abriéndose paso, pareció elevarse unos centímetros, varias veces, en toda su longitud, como si se hubiera vuelto flexible, y volvió a dedicarse, rígido, a su tarea de hendir la lisa superficie del mar. Sus estremecimientos cesaron, y el débil ruido del trueno se interrumpió en el acto, como si el barco hubiese atravesado un delgado cinturón de agua tensa y aire canturreante.
Capítulo IV
Un mes después, más o menos, cuando Jim, en respuesta a punzantes preguntas, trataba de relatar con sinceridad la verdad de esa experiencia, decía, hablando del barco:
—Pasó con tanta facilidad sobre lo que fuera, como una serpiente que reptase sobre un palo.
El ejemplo era bueno; las preguntas de ellos apuntaban a los hechos, y la investigación oficial se llevaba a cabo en el tribunal policial de un puerto de Oriente. Él se encontraba elevado, en el banquillo de los testigos, con las mejillas ardientes en una sala fresca, alta; el gran armazón de los punkahs a se movía con suavidad de atrás hacia delante, por sobre su cabeza, y abajo muchos ojos lo miraban desde caras oscuras, rojas, blancas; desde rostros atentos, hechizados, como si todas esas personas sentadas en ordenadas filas y filas de estrechos bancos hubiesen quedado esclavizadas por la fascinación de su voz.
Era fuerte, resonaba desconcertante en sus propios oídos; era el único sonido audible en el mundo, pues las preguntas terriblemente claras que le arrancaban las respuestas parecían modelarse en angustia y dolor en su pecho; le llegaban penetrantes y silenciosas como el terrible interrogatorio de la propia conciencia. Fuera del tribunal el sol llameaba; adentro estaba el viento de los grandes punkahs que lo hacía a uno estremecerse, la vergüenza que lo hacía arder, los ojos atentos cuya mirada apuñalaba. El rostro del magistrado presidente, afeitado e impasible, lo miraba con mortal palidez por entre las caras rojas de los dos asesores náuticos. La luz de un ancho ventanal, debajo del cielo raso, caía sobre las cabezas y hombros de los tres hombres, y tenían una claridad feroz en la media luz de la gran sala en que el público parecía compuesto de sombras que miraban. Querían hechos. ¡Hechos! ¡Le exigían hechos, como si los hechos pudiesen explicar algo! —Después que llegó a la conclusión de que habían chocado contra algo que flotaba, digamos un resto de naufragio, su capitán le ordenó que fuese a proa para ver si se había producido algún daño. ¿Le pareció eso posible por la fuerza del golpe?— preguntó el asesor sentado a la izquierda. Tenía una delgada barba en forma de herradura, pómulos salientes; con los dos codos apoyados en el escritorio se apretaba las toscas manos ante la cara, y miraba a Jim con pensativos ojos azules. El otro, un hombre pesado, despectivo, espaldado en el asiento, el brazo izquierdo extendido, tamborileaba delicadamente con las yemas de los dedos en un secante. En el centro, el magistrado, erguido en la amplia butaca, la cabeza un tanto inclinada sobre el hombro, tenía los brazos cruzados en el pecho y unas pocas flores en un jarrón de vidrio, al costado de su tintero.
—No —respondió Jim—. Se me dijo que no llamara a nadie, que no hiciese ruido, por temor a provocar el pánico. La precaución me pareció razonable.
Tomé una de las lámparas colgadas debajo de las toldillas y fui a proa. Después de abrir la escotilla delantera, oí chapoteos. Entonces bajé la lámpara hasta donde daba el acollador y vi que ya había agua hasta más arriba de la mitad. Entonces supe que debía haber un gran boquete debajo de la línea de flotación. —Se interrumpió.
—Sí —dijo el asesor corpulento, con una sonrisa soñadora al secante. Sus dedos jugaban sin cesar, tocaban el papel sin ruido.
—En ese momento no pensé en el peligro. Puede que me haya sobresaltado un poco. Todo ocurrió en forma tan silenciosa, y tan de repente… Sabía que en el barco no existía más mamparo que el de choque, que separaba el espacio de proa de la bodega. Volví a decírselo al capitán. Me encontré con el segundo jefe de máquinas al pie de la escala de cubierta; parecía aturdido, y me dijo que tenía la impresión de haberse fracturado el brazo izquierdo; se había resbalado en el escalón de arriba, al bajar, mientras yo estaba adelante. «¡Mi Dios! —exclamó—. Ese maldito mamparo cederá en un minuto, y todo este maldito cascarón se hundirá bajo nuestros pies como un trozo de plomo». Me apartó con el brazo derecho y subió corriendo, delante de mí, por la escala gritando mientras trepaba. El brazo izquierdo le colgaba al costado. Yo no llegué a tiempo para ver que el capitán se precipitaba hacia él y lo derribaba de espaldas.
No volvió a golpearlo; se inclinó sobre él y le habló con ira, pero en voz baja. Me imagino que le preguntaba por qué demonios no iba a parar las máquinas en lugar de hacer un escándalo en el puente. «¡Levántese! ¡Corra! ¡Vuele!», le oí decir.
También maldijo. El maquinista se deslizó por la escala de estribor y corrió alrededor de la lumbrera hacia la escala del cuarto de máquinas, que se encontraba del lado de babor.
Mientras corría, gemía…
Hablaba con lentitud; recordaba con rapidez, y en forma muy vívida. Habría podido reproducir, como un eco, los gemidos del maquinista, para mejor información de esos hombres que querían hechos.
Después de su primera rebelión, aceptó el punto de vista de que sólo una minuciosa precisión en las declaraciones podría delinear el verdadero horror que había detrás del rostro atroz de las cosas.
Los hechos que esos hombres se mostraban tan ansiosos por conocer habían sido visibles, tangibles, abiertos a los sentidos, con su lugar ocupado en el espacio y el tiempo, y para su existencia exigían un vapor de mil СКАЧАТЬ