Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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СКАЧАТЬ la selva que se agita en los bosques, en las junglas, en los corazones de los salvajes. No hay posible iniciación en semejantes misterios; tiene que vivir en medio de lo incomprensible, que es también detestable. Y esto ejerce además una fascinación que actúa sobre él: la fascinación de la abominación; ya sabéis, imaginaos el creciente arrepentimiento, el ansia de escapar, la impotente repugnancia, la renuncia, el odio.

      Hizo una pausa.

      —Figuraos —comenzó de nuevo, extendiendo un brazo con la palma de la mano hacia fuera, de modo que, con las piernas cruzadas, tenía la pose de un Buda predicando vestido a la europea y sin flor de loto—. Figuraos, ninguno de nosotros se sentiría exactamente así. Lo que nos salva es la eficiencia, la devoción a la eficiencia. Pero aquellos muchachos en realidad no valían mucho. No eran colonizadores; su administración era simplemente opresión, y sospecho que nada más. Eran conquistadores, y para ello sólo se necesita la fuerza bruta; no hay nada en ello de qué jactarse cuando se tiene, ya que la fuerza de uno es sólo un accidente que se deriva de la debilidad de los otros. Se apoderaban de todo lo que podían por simple ansia de posesión, era un pillaje con violencia, un alevoso asesinato a gran escala y cometido a ciegas, como corresponde a hombres que se enfrentan a las tinieblas. La conquista de la tierra, que más que nada significa arrebatársela a aquellos que tienen un color de piel diferente o la nariz ligeramente más aplastada que nosotros, no posee tanto atractivo cuando se mira desde muy cerca. Lo único que la redime es la idea. Una idea al fondo de todo; no una pretensión sentimental, sino una idea; y una fe desinteresada en la idea, algo que puede ser erigido y ante lo que uno puede inclinarse y ofrecer un sacrificio…

      Se interrumpió. Las luces se deslizaban por el río, como pequeñas llamas verdes, rojas, blancas, persiguiéndose, adelantándose, uniéndose, cruzándose entre sí, para más tarde separarse lenta o apresuradamente. El tráfico de la gran ciudad proseguía en la noche que se iba cerrando sobre el río insomne. Continuamos observando y aguardando pacientemente —no podíamos hacer otra cosa hasta que no terminara la subida de la marea—; y sólo al cabo de un largo silencio, cuando dijo con voz vacilante: «Supongo, amigos, que recordaréis que en una ocasión me convertí durante algún tiempo en marinero de agua dulce», supimos que estábamos condenados, antes de que comenzara a bajar la marea, a escuchar una de las poco convincentes experiencias de Marlow.

      —No quiero aburriros demasiado con lo que me ha ocurrido personalmente —comenzó, mostrando en esta observación la debilidad de muchos narradores que a menudo parecen no tomar en cuenta lo que su auditorio preferiría oír—, y, sin embargo, para entender el efecto que ha tenido en mí, debéis saber cómo llegué hasta allí, lo que vi, cómo remonté aquel río hasta el lugar donde encontré por primera vez al pobre hombre. Era el más remoto lugar navegable y el punto culminante de mi experiencia. Parecía proyectar de alguna manera como una luz sobre todo mi alrededor y sobre mis mismos pensamientos. Era bastante sombrío también —y miserable—, sin nada de extraordinario, y tampoco muy claro. No, no muy claro. Y aun así parecía proyectar una especie de luz.

      »Como recordaréis, acababa de regresar a Londres después de una buena temporada en el océano Índico, el Pacífico y el Mar de la China (una dosis considerable de Oriente), unos seis años, y andaba ocioso, entorpeciéndoos en vuestro trabajo e invadiendo vuestras casas, como si tuviera la misión divina de civilizaros. Estuvo muy bien durante algún tiempo, pero pronto me harté de descansar. Entonces empecé a buscar un barco… Diría que es la cosa más difícil del mundo. Pero los barcos ni se dignaban mirarme. Y también me cansé de ese juego.

      »Cuando era pequeño tenía pasión por los mapas. Me pasaba horas y horas mirando Sudamérica, o África, o Australia, y me perdía en todo el esplendor de la exploración. En aquellos tiempos había muchos espacios en blanco en la tierra, y cuando veía uno que parecía particularmente tentador en el mapa (y cuál no lo parece), ponía mi dedo sobre él y decía: “Cuando sea mayor iré allí”. Recuerdo que el Polo Norte era uno de esos lugares. Bueno, nunca he estado allí y no voy a intentarlo ahora. El encanto ha desaparecido. Otros lugares estaban desparramados alrededor del Ecuador y en todas las latitudes a lo largo y a lo ancho de los dos hemisferios. He estado en algunos de ellos y…, bueno, no vamos a hablar de eso. Pero seguía habiendo uno —el más grande, el más vacío, por decirlo así— por el que sentía particular atracción.

      »Cierto que por aquel entonces ya había dejado de ser un espacio en blanco. Desde mi niñez se había ido llenando de ríos y lagos y nombres. Había dejado de ser un espacio en blanco de grato misterio, una mancha blanca sobre la que un muchacho edificaba sus sueños fantásticos. Se había convertido en un lugar de tinieblas. Pero especialmente había en él un río grande y poderoso que se podía ver en el mapa, parecido a una inmensa serpiente desenroscada, con su cabeza en el mar, su cuerpo en reposo curvándose a través de un extenso país y su cola perdida en las profundidades del continente. Y cuando miraba el mapa en un escaparate me hipnotizaba como una serpiente a un pájaro, a un pobre pajarito incauto. Entonces recordé que había una gran empresa, una compañía dedicada al comercio en ese río. ¡Caramba!, pensé para mis adentros; no pueden comerciar sin usar algún tipo de embarcación en esa masa de agua. ¡Barcos de vapor! ¿Por qué no intentar ponerme al frente de uno? Seguí caminando por Fleet Street, pero no podía quitarme la idea de la cabeza. La serpiente me había hechizado.

      »Daos cuenta de que la sociedad comercial era una empresa continental; pero tengo un montón de familiares que viven en el continente porque es barato y no tan desagradable como parece, dicen.

      »Siento tener que admitir que empecé a importunarles. Esto ya era algo insólito en mí. No estaba acostumbrado a conseguir las cosas de esta manera. Siempre fui por mi propio camino y por mi propio pie a donde me hubiera propuesto ir. Nunca habría sospechado tal cosa de mí; pero entonces, ya veis, tuve el presentimiento de que debía llegar allí por las buenas o por las malas. Así es que les importuné. Los hombres dijeron: “Mi querido amigo”, y no hicieron nada. Entonces, ¿me creeríais?, lo intenté con las mujeres. Yo, Charlie Marlow, les hice trabajar para encontrarme un empleo. ¡Santo Cielo! Bueno, como veis, me impulsaba la idea. Tenía una tía, una entrañable alma entusiasta. Me escribió: “Será maravilloso. Estoy dispuesta a hacer lo que quiera que sea, cualquier cosa por ti. Es una idea fantástica. Conozco a la esposa de un alto funcionario de la Administración, y también a un hombre que tiene gran influencia”, etc. Estaba decidida a hacer toda clase de gestiones para conseguir que me pusieran al frente de un vapor, si tal era mi deseo.

      »Conseguí el cargo, naturalmente, y muy pronto. Al parecer, la compañía había tenido noticia de que uno de sus capitanes había resultado muerto durante un altercado con los indígenas. Ésta era mi oportunidad, y con ella mi impaciencia aumentó. Sólo muchos meses más tarde, cuando intenté recuperar lo que quedaba del cuerpo, me enteré de que, en su origen, la pelea había surgido de un malentendido acerca de unas gallinas. Sí, dos gallinas negras; Fresleven (ése era el nombre del sujeto, un danés) pensaba que de algún modo le habían timado en el negocio, así es que desembarcó y empezó a golpear al jefe del poblado con una estaca. Oh, no me sorprendió lo más mínimo oír esto, ni que al mismo tiempo me dijeran que Fresleven era la criatura más apacible y tranquila que había existido jamás. Indudablemente lo era; pero ya había estado un par de años allí dedicado a la noble causa, ya sabéis, y probablemente sintió por fin la necesidad de reafirmar en cierta manera el respeto a sí mismo. Así, pues, apaleó despiadadamente al viejo negro, mientras un gran número de los suyos le observaban, como paralizados por un rayo, hasta que alguien (me dijeron que fue el hijo del jefe), desesperado al oír al viejo chillar, clavó su lanza en el hombre blanco con tímida intención, pero ésta, claro está, penetró fácilmente entre sus omóplatos. Entonces la población entera huyó a la selva, esperando que ocurrieran toda clase de calamidades, mientras que, por otra parte, el vapor que Fresleven había comandado zarpó, también él aterrado, con el ingeniero al frente, creo saber. Después nadie pareció preocuparse mucho de los restos de Fresleven, hasta que yo llegué y pasé a ocupar su puesto. Pero cuando al fin llegó la ocasión СКАЧАТЬ