Название: Las Grandes Novelas de Joseph Conrad
Автор: Джозеф Конрад
Издательство: Ingram
Жанр: Исторические приключения
Серия: biblioteca iberica
isbn: 9789176377406
isbn:
—Me ale-legro, me ale-legro.
Los dientes le castañeteaban «como una matraca eléctrica», y de pronto rompió a llorar. Lloró y moqueó como un niño, conteniendo el aliento y sollozando:
—¡Ay, por Dios! ¡Ay, por Dios! ¡Ay, por Dios! Se callaba durante un instante y luego volvía a empezar:
—¡Oh, mi pobre brazo! ¡Oh, mi pobre brazo! —Sentí deseos de derribarlo de un golpe. Algunos estaban sentados en las velas de popa. Apenas distinguía sus contornos. Me llegaron algunas voces, murmullos, murmullos, gruñidos, gruñidos. Todo eso parecía muy difícil de soportar. Y, además, sentía frío. Y nada podía hacer. Pensé que si me movía caería por el costado y…
Su mano tanteó con cautela entró en contacto con un vaso de licor y se retiró de pronto, como si hubiese tocado un carbón al rojo blanco. Le empujé un poco la botella.
—¿No quiere beber más? —le pregunté. Me miró con furia.
—¿No le parece que puedo contarle lo que hay que contar sin necesidad de embriagarme? —preguntó. El pelotón de trotamundos había ido a acostarse. Estábamos a solas si se exceptúa una vaga forma blanca erguida en las sombras, que, al ser mirada, hizo además de adelantarse, vaciló, retrocedió en silencio. Se hacía tarde pero yo no apuré a mi invitado.
En medio de su estado de desolación, escuchó que sus compañeros insultaban a alguien.
—¿Qué le impedía saltar, pedazo de lunático? —dijo una voz gruñona. El jefe de máquinas abandonó la cámara del bote y se lo oyó trastabillar hacia delante, como con intenciones hostiles contra «el máximo idiota que jamás haya existido». El capitán gritó, con ronco esfuerzo, epítetos ofensivos desde donde se hallaba sentado, con los remos. Jim levantó la cabeza ante el estrépito, y oyó el nombre «George» mientras una mano, en la oscuridad, lo golpeaba en el pecho.
—¿Qué puede decir en su defensa, tonto? —preguntó alguien con una especie de virtuosa furia.
—Me buscaban —dijo—. Me insultaban… me insultaban… con el nombre de George.
Se detuvo para mirar, trató de sonreír, apartó la vista y continuó.
—El pequeño segundo me acerca la cabeza hasta la nariz: —chilla el jefe. Y también él se detuvo para mirarme la cara.
El viento había abandonado al bote de repente.
La lluvia comenzó a caer de nuevo, y el suave, interrumpido, minúsculo y misterioso sonido con que el mar recibe una lluvia surgió por todas partes, en la noche.
—Al principio se sintieron demasiado desconcertados para decir nada más —narró, con voz calma—, ¿y qué podía decirles yo a ellos? —Vaciló por un instante, e hizo un esfuerzo para continuar—. Me dijeron cosas horribles. —La voz se le hundió hasta convertirse en un susurro; de vez en cuando ascendía, de repente, endurecida por la pasión del desprecio, como si hubiera hablado de abominaciones secretas:
—No hablemos de lo que me dijeron —dijo, torvo—. Pude percibir el odio de sus voces. Y eso era bueno. No me perdonaban por estar en ese bote.
Me odiaban. Los enloquecía… —Lanzó una breve carcajada—. Pero a mí me impidió… ¡mire! Yo estaba sentado, cruzado de brazos, en la borda. —Se encaramó, con viveza, en el borde de la mesa, y se cruzó de brazos…— Así, ¿ve? Un pequeño movimiento hacia atrás, y habría desaparecido… detrás de los otros. Un movimiento pequeñísimo… apenas… muy pequeño. —Frunció el ceño, se golpeó la frente con la yema del dedo medio—. Estaba siempre presente —dijo, con acento impresionante—. Todo el tiempo… esa idea. Y la lluvia… fría, densa, fría como la nieve fundida… más fría… sobre mis delgadas ropas de algodón… nunca volveré a sentir tanto frío en mi vida, lo sé. Y el cielo estaba negro… Todo negro. Ni una estrella ni una luz en ninguna parte. Nada, fuera de ese maldito bote y de los dos que aullaban ante mí, como un par de sucios perros mestizos ante un ladrón acorralado. ¡Ladraban y ladraban! ¿Qué hace ahí? ¡Gran persona! Demasiado aristocrático para ayudar. Ya salió de su sueño, ¿eh? ¿Para deslizarse aquí? ¿No es cierto? ¡Ladrido, ladrido! ¡No tiene derecho a vivir! ¡Ladrido, ladrido! Dos de ellos juntos, tratando cada uno de ladrar más que el otro. El otro aullaba desde la popa, a través de la lluvia… No podía verlo… no lo distinguía… parte de su sucia jerga. ¡Ladrido, ladrido! ¡Guuuauuuuuu! ¡Ladrido, ladrido! Escucharlos resultaba encantador; me mantenían con vida, se lo aseguro. Me salvó la vida. ¡Y siguieron, como si trataran de derribarme por la borda con el ruido!…
—Me extraña que haya tenido suficiente valor para saltar. Aquí no lo queremos. Si hubiese sabido quién era, lo habría arrojado… zorrino. ¿Qué hizo con el otro? ¿De dónde sacó el valor para saltar… cobarde? ¿Qué puede impedirnos a los tres arrojarlo al mar…?
Les faltaba el aliento; el chubasco pasó de largo. Y después nada. Nada había en torno del bote, ni un ruido Querían verme caer por la borda, ¿eh? ¡Lo juro! Creo que habrían satisfecho sus deseos si se hubiesen callado. ¡Arrojarme por la borda! Sí, ¿eh? «Inténtelo —dije—. Lo haría por dos peniques». «¡Sería un favor para usted!», chillaron juntos. Reinaba tanta oscuridad, que sólo cuando uno u otro de ellos se movía tenía la certeza de verlos. ¡Cielos! Mi único deseo era que lo intentaran.
No pude dejar de exclamar:
—¡Qué asunto extraordinario!
—¿No está mal, eh? —dijo él, como asombrado, en cierto modo—. Fingieron creer que había matado a ese hombre-burro por no sé qué motivo. ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Y cómo demonios podía saberlo yo? ¿No llegué de alguna manera al bote, a ese bote?… Yo… —Los músculos de alrededor de los labios se le contrajeron en una mueca inconsciente, que desgarró la máscara de su expresión habitual, algo violento, de corta vida, y esclarecedor como un relámpago que permite que el ojo penetre por un instante en las circunvoluciones secretas de una nube—. Por cierto que sí, estaba allí, con ellos… ¿no es verdad? ¿No es espantoso que un hombre se vea empujado a hacer una cosa como esa… y ser responsable? ¿Qué sabía yo acerca del George por quien aullaban? Recordé haberlo visto acurrucado en el puente. «¡Cobarde asesino!», siguió llamándome el jefe. Parecía no recordar otras dos palabras. A mí no me importaba, sólo que el ruido empezó a preocuparme. «¡Cállese!», dije. Entonces juntó fuerzas para un condenado chillido. «Usted lo mató. Usted lo mató». «No —grité—, pero lo mataré a usted». Me puse de pie de un salto, y él cayó hacia atrás, sobre un banco, con un ruido espantoso. No sé por qué. Demasiada oscuridad. Trató de retroceder, supongo. Yo seguía de pie, de frente a la popa y el desdichado y minúsculo segundo comenzó a gemir: «No golpeará a un tipo con el brazo roto… y eso que se considera un caballero». Escuché mis pesados pasos… uno… dos y un gruñido jadeante.
Un rostro animal venía hacia mí, golpeando el reino sobre la popa. Lo vi avanzar, enorme, enorme… como se ve a un hombre en una bruma, en un sueño. «Venga», grité. Habría caído sobre él como un montón de desperdicios. Se detuvo, masculló algo para sí, y retrocedió. Quizás había oído el viento. Yo no. Fue la última ráfaga fuerte que tuvimos. Volvió a su remo. Yo lo lamenté. Habría querido…
Abrió СКАЧАТЬ