Retiro. Serguéi Dovlátov
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Название: Retiro

Автор: Serguéi Dovlátov

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: La principal

isbn: 9788417617622

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СКАЧАТЬ rara ocasión— de agua caliente…

      Entramos en la oficina de turismo. La mujer que nos atendió parecía el sueño de cualquier militar en la reserva. Aurora le pasó la hoja con el recorrido. Firmó y recibió a cambio los vales de comida del grupo. Susurró algo a la exuberante rubia, que me examinó de inmediato. En su mirada se podía advertir una sutil aunque expresiva curiosidad, cierto interés profesional y un indisimulado nerviosismo. Incluso tuve la impresión de que se enderezaba. Los papeles empezaron a moverse de un lado a otro de la mesa a gran velocidad.

      —¿No se conocen? —preguntó Aurora. Me acerqué un poco.

      —Deseo trabajar en la reserva.

      —Hace falta gente, sí… —dijo la rubia.

      Se percibían unos puntos suspensivos al final de la réplica. O sea, que lo que se necesitaba eran expertos cualificados y de cierto nivel. Y que no hacía ninguna falta personal eventual…

      —¿Ha realizado alguna visita guiada? —preguntó la rubia que, a renglón seguido, se presentó—: Galina Aleksándrovna.

      —He estado por aquí tres veces.

      —No son muchas.

      —Estoy de acuerdo. Por eso precisamente he vuelto a venir…

      —Hay que prepararse como está mandado… Estúdiese bien el manual. En la vida de Pushkin queda mucho por investigar aún… Hay cosas que han cambiado desde el año pasado…

      —¿En la vida de Pushkin? —pregunté, sorprendido.

      —Disculpen —nos interrumpió Aurora—, me esperan los turistas. Buena suerte…

      Y desapareció, joven, rebosante de vida, rotunda. Al día siguiente podría escuchar su límpida voz de doncella en una de las salas del museo: «… ¡Piensen en ello, camaradas!… ¡La amaba tan sincera, tan tiernamente!… Al mundo de las relaciones de servidumbre contrapuso Aleksandr Serguéyevich este inspirado himno a la entrega…».

      —No me refería a la vida de Pushkin —respondió, molesta, la rubia—, sino a la exposición. Por ejemplo, el retrato de Abram Petróvich Gannibal4, el bisabuelo africano del poeta, ha sido retirado.

      —¿Por qué?

      —Algún lumbreras asegura que no es Gannibal. Que los galones, imagínese, no son los que le corresponden. Que son los del general Zakomelsky5.

      —Pero ¿quién es realmente?

      —Parece que, realmente, es Zakomelsky.

      —Y entonces ¿cómo es que es tan… oscuro?

      —Combatió contra los asiáticos, en el sur. Y allí hace un calor horrible. Puede que tomase demasiado el sol… ¡Además, el tinte oscurece con el tiempo!…

      —¿De modo que hicieron bien quitándolo?

      —¡Qué más da! Gannibal, Zakomelsky… Los turistas quieren ver a Gannibal. Pagan por eso. ¿Quién demonios necesita a Zakomelsky? Pues bien, el director colgó a Gannibal… O sea, a Zakomelsky, haciéndolo pasar por Gannibal. Pero a alguien eso no le hizo gracia… Disculpe, ¿está usted casado?

      Galina Aleksándrovna pronunció esta frase al descuido y yo diría que con cierta timidez.

      —Divorciado —dije—. ¿Por qué?

      —Por si las chicas se interesan.

      —¿Qué chicas?

      —Ahora no están por aquí. La contable, la coordinadora, las guías…

      —¿Y a santo de qué podrían interesarse por mí?

      —Por usted, en particular, no. Se interesan por todos. Aquí hay muchas solteras. Todos los chicos han emigrado. ¿A quiénes ven nuestras pobres muchachas? ¿A los turistas? ¿Y a qué turistas? Ocho días suelen estar, en el mejor de los casos. De Leningrado vienen a veces a pasar un día nada más. Tres, a veces… ¿Se va a quedar usted mucho tiempo?

      —Hasta el otoño. Si todo va bien.

      —¿Dónde se ha alojado? ¿Quiere que le busque hotel? Tenemos dos, uno bueno y otro malo. ¿Cuál prefiere usted?

      —Eso —dije— tengo que pensármelo un poco.

      —El bueno es más caro —explicó Galia.

      —Perfecto —dije—, de todos modos no tengo dinero…

      Rápidamente llamó a alguna parte. Se pasó un rato tratando de persuadir a alguien. Finalmente el asunto quedó solucionado. En algún sitio apuntaron mi apellido.

      —Le acompaño.

      Hacía mucho tiempo que ninguna mujer manifestaba tanto interés por mi persona. Más tarde, ese interés se expresaría con intensidad mayor aún. Rozaría el acoso.

      Al principio lo atribuí a mi desdibujada personalidad. Luego me convencí de que en efecto tenía mucho que ver con la enorme escasez de varones en la zona. El tractorista patizambo del pueblo, con sus bucles de putón verbenero, aparecía siempre rodeado de admiradoras, tan pelmas como lozanas.

      —Me muero… cerveza… —diría en un susurro.

      Y varias muchachas saldrían corriendo a por cerveza para el tractorista…

      Galia cerró la puerta de la oficina. Nos dirigimos hacia el pueblo atravesando el bosque.

      —¿Ama usted a Pushkin? —preguntó de pronto.

      Por un segundo me quedé perplejo, pero atiné a contestar:

      —Sí… Me gusta… El jinete de bronce6. La prosa…

      —¿Y sus poemas?

      —Sus poemas tardíos me gustan mucho.

      —¿Y los primerizos?

      —Los primerizos también. —Me di por vencido.

      —Aquí todo vive y respira al compás de Pushkin, literalmente —dijo Galia—; cada ramita, cada hierbecilla. Es como si uno esperara verlo salir en cualquier momento, al doblar una esquina… El sombrero de copa, la esclavina, ese perfil suyo, tan familiar…

      Y en eso, al doblar la esquina, apareció Lénia ­Guriánov, el viejo chivato de la universidad.

      —¡Borka, polla de morsa! —aulló con ferocidad—. Pero ¿¡eres tú realmente!?

      Respondí con asombrosa cordialidad. Otro cabrón que me pilla desprevenido, pensé. Nunca los veo venir…

      —Sabía que estabas al caer —añadió, incómodo, Guriánov.

      Más tarde me contaron lo siguiente. A principios de temporada hubo una juerga. Una boda, el cumpleaños de alguien, qué sé yo. Asistía a ella un oficial local de la Seguridad del Estado. Mi nombre surgió en la conversación. СКАЧАТЬ