Culto, cultura y cultivo. Justo Gonzalez
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Название: Culto, cultura y cultivo

Автор: Justo Gonzalez

Издательство: Bookwire

Жанр: Религия: прочее

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isbn: 9786124252532

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СКАЧАТЬ la libertad de pensamiento entre sus ciudadanos, varios Estados comenzaron a responsabilizarse por la educación de sus ciudadanos, y a hacerlo en escuelas independientes del control eclesiástico. Todo esto era anatema para las autoridades católicas, y en particular para Roma. En Italia misma, los estados pontificios se veían amenazados por el creciente nacionalismo italiano, que buscaba la unificación de la península.

      Todo esto llegó a su punto culminante durante el pontificado de Pío ix —el más largo de toda la historia. Este papa fue quien por fin perdió los estados pontificios, de los cuales se le permitió retener sólo el Vaticano y otras pequeñas posesiones. Pío ix fue el primer papa en promulgar una doctrina —la de la inmaculada concepción de María— sobre la base de su propia autoridad, sin mediación de un concilio o de ningún otro cuerpo eclesiástico. Fue él quien en el año 1854 promulgó el Sílabo de errores, en el cual se listaban errores que ningún buen católico debía aceptar. Entre esos errores se contaban el Estado secular, el derecho al libre juicio, la educación pública bajo el control del Estado, y varios otros del mismo tono. Y fue Pío ix quien ocupaba la sede romana cuando, por acción del Primer Concilio de Vaticano, el papa fue declarado infalible.

      La reacción del resto del mundo a la promulgación de la infalibilidad papal muestra hasta qué punto el papado había perdido verdadero poder. Cuando, tres siglos antes, el Concilio de Trento comenzó la reestructuración de la iglesia medieval, creando la estructura centralizada que ha caracterizado al catolicismo romano desde entonces, hubo fuerte oposición a sus decretos. En algunos países católicos se prohibió su publicación y aplicación. Varios países presentaron protestas formales contra los poderes que Roma parecía estarse adjudicando. En contraste, ahora que el Concilio Vaticano promulgaba la infalibilidad papal, la respuesta del mundo católico, especialmente en la arena política, no fue más que un gran bostezo. El papa podía decir de sí mismo lo que gustara. En fin de cuentas, aparte de sus más fieles seguidores, serían pocos los que le harían mucho caso. Al mismo tiempo, en los países protestantes se tomaba la declaración de la infalibilidad pontificia como la última y más clara demostración de la apostasía católica romana.

      En resumen, por una gran variedad de razones, el catolicismo romano del siglo diecinueve y de principios del veinte se declaró enemigo acérrimo de la modernidad, en la que veía una seria amenaza contra la fe. Y, por su parte, la modernidad se declaró también enemiga del catolicismo, y frecuentemente también de todo cristianismo o toda creencia en lo que no pudiese comprobarse por medios empíricos y supuestamente objetivos.

      En contraste, las nuevas circunstancias del siglo diecinueve redundaron en provecho del protestantismo. Ya he mencionado cómo fue durante ese siglo cuando las grandes potencias protestantes establecieron colonias por todo el mundo. En esos vastos imperios —unas veces con el apoyo de las autoridades coloniales, y otras contra la voluntad de estas— las misiones protestantes avanzaban rápidamente, de modo que pronto hubo fuertes iglesias protestantes en África, Asia y Oceanía. Esos imperios, al menos en su gobierno interno —pues frecuentemente el Gobierno de las colonias era otra cosa— subrayaban el derecho de los individuos a sus propias opiniones, la libre investigación, la libertad de cultos y la autonomía del Estado frente a la iglesia. En cierta medida, todas esas potencias se declaraban democráticas, dándole participación en el Gobierno y en sus decisiones al menos a cierta parte de su población.

      El protestantismo pronto abrazó todo esto. El siglo diecinueve produjo una gran variedad de sistemas teológicos protestantes, particularmente en Alemania. Aunque había grandes diferencias entre tales sistemas, prácticamente todos concordaban en un punto: el protestantismo y la modernidad han de marchar mano a mano, pues el protestantismo es la expresión moderna del cristianismo. Casi todos aquellos teólogos famosos del diecinueve dirían que cuanto hubiese en el cristianismo que no fuera compatible con la modernidad sería descartado como superstición, como reliquias de un tiempo pasado cuando las gentes no pensaban críticamente, sino que se sometían a la autoridad. Todo ello no era sino tergiversación del cristianismo, producto del oscurantismo medieval y de la actitud totalitaria del catolicismo romano.

      Aunque la mayoría de los fieles protestantes nunca siguió a aquellos teólogos hasta sus posturas más extremas, sí aceptó la idea de que el protestantismo era la forma moderna, y por tanto más avanzada, del cristianismo.

      En nuestra propia América, Diego Thomson, a quien se le acredita haber sido el primer misionero protestante, llegó como heraldo y expositor tanto de la Biblia como de la modernidad. Los gobiernos liberales en las recién nacidas naciones lo recibieron como un modo de contrarrestar a los conservadores, en su casi totalidad católicos tradicionalistas. Para ellos, Thomson no era tanto el misionero sino el educador que venía proponiendo y demostrando un nuevo método educativo —el lancasteriano— que para aquel entonces representaba la cumbre de la modernidad.

      En cierto sentido, era todo eso lo que estaba tras el libro de Hoffet, que tanto nos gustaba a mis correligionarios y a mí. Por ello, frecuentemente les señalábamos a nuestros compañeros católicos que en nuestras iglesias se practicaban principios democráticos, que en nuestras iglesias cualquiera podía hablar, que todos leíamos la Biblia y llegábamos a nuestras propias conclusiones. En nuestras iglesias celebrábamos el culto en nuestra propia lengua, y no en latín, de modo que todos pudieran entender lo que se decía, y en ellas no se le prohibía a nadie leer lo que quisiera.

      Mas, aunque yo no lo sabía, ni siquiera lo sospechaba, mis luchas internas entre ser latinoamericano y ser evangélico, o como dije antes, entre Balmes y Hoffet, no eran solamente mías, sino parte del ambiente de aquellos años en los que todavía el catolicismo romano no había llegado al Concilio Vaticano ii, y el protestantismo no había tenido que abocarse al fracaso de la modernidad. Nuestros argumentos en la escuela eran reflejo de contrastes y conflictos mucho más amplios que yo mismo no empezaría a entender sino veinte o treinta años más tarde.

      Todo lo que antecede no tiene el propósito de volver a enfrascarnos en una nueva controversia entre católicos y protestantes acerca de quién tiene la razón, ni tampoco entre unos evangélicos y otros en cuanto a cuál debe ser nuestra actitud ante el catolicismo romano o ante la modernidad. Tiene más bien dos propósitos. El primero es hacernos ver que las cuestiones que estamos planteando siempre tienen lugar dentro de un contexto histórico, y que para entenderlas se debe tener en cuenta ese contexto. Y su segundo propósito es explicar por qué ya desde mucho antes de iniciar mis estudios teológicos, la cuestión de la relación entre el cristianismo y la cultura me resultaba inquietante. ¿Sería posible ser evangélico cabalmente, tan evangélico como cualquiera de los misioneros que venían de Norteamérica, y al mismo tiempo ser cabalmente latinoamericano, tan latinoamericano como el que más?

      Fui entonces al seminario y allí quedó confirmada la dificultad del problema. Al estudiar la historia de la iglesia, resultaba claro que el protestantismo floreció y triunfó principalmente en los territorios que no habían sido parte del Imperio romano, o algunos que, aunque sí fueron conquistados por los romanos, siempre estuvieron en las márgenes del Imperio. Esto puede verse claramente hasta el día de hoy: donde se hablan lenguas romances prevalece el catolicismo romano; y donde se hablan lenguas germánicas prevalece el protestantismo. Así, Portugal, España, Bélgica e Italia son países católicos, mientras Holanda, Escocia y Escandinavia son protestantes. Lo que es más, los grandes conflictos entre el protestantismo y el catolicismo romano tuvieron lugar precisamente en los territorios donde la romanización no había penetrado tanto como en los países del Mediterráneo. Por largo tiempo, Inglaterra estuvo en la balanza, sin que se pudiera saber hacia qué lado iba a caer. Alemania se vio dividida entre una multitud de Estados, unos protestantes y otros católicos, hasta que tras cruentísimas guerras se decidió por la tolerancia. Pero lo que a la postre sucedió fue que los territorios al sur del país —los más romanizados— resultaron ser católicos, mientras que los del norte son protestantes.

      El caso de Calvino es interesantísimo. El gran teólogo de la tradición reformada era francés, francés de convicciones patrióticas, СКАЧАТЬ