Culto, cultura y cultivo. Justo Gonzalez
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Название: Culto, cultura y cultivo

Автор: Justo Gonzalez

Издательство: Bookwire

Жанр: Религия: прочее

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isbn: 9786124252532

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СКАЧАТЬ entonces las diferentes manifestaciones cristianas podrían verse como subculturas cristianas. De igual manera, si se viera el mensaje cristiano como una lengua, “la lengua cristiana”, las diferentes expresiones cristianas vendrían a ser dialectos de una misma lengua: “la lengua cristiana”. Ejemplos de estas variantes culturales y lingüísticas pueden verse y oírse en los distintos países hispanohablantes, donde unos “hablan”, otros “charlan”, otros más “conversan”, y otros “platican”, y donde en el campo religioso unos “oran” y otros “rezan”, pero todos se identifican como hablantes de una sola lengua que llamamos español. O, para decirlo en los términos del autor: «La multiplicidad de culturas en la iglesia, lejos de amenazar su fidelidad, la posibilita».

      Ciertamente, el asunto es un poco más complejo, porque la visión evangélica del cristianismo no es concebible sin ese elemento sine qua non llamado evangelización. Y es en las fronteras de ese vasto territorio donde se da un contacto lingüístico y cultural con tintes de colisión. Al respecto, dice el autor: «Cada vez que el mensaje del Evangelio atraviesa una frontera, cada vez que echa raíces en una nueva población, cada vez que se predica en un nuevo idioma, se plantea una vez más la cuestión de la fe y la cultura». Y añade:

      No se trata ya solamente de ser evangélicos en una cultura católica. Se trata [...] de cómo ser cristianos evangélicos en las nuevas culturas en donde el creciente impulso misionero latinoamericano está llevando nuestra fe [...] de cómo ser cristianos evangélicos en una cultura que va variando, que se va haciendo cada vez menos monolítica y menos católica. Y [...] de cómo ser cristianos evangélicos cuando [...] el enorme contraste entre el catolicismo y el protestantismo que existía [...] va también perdiendo sus aristas (algo que es una realidad a partir del Segundo Concilio Vaticano, y a pesar de evidentes movimientos retardatorios y hasta retrógradas).

      Invita entonces a sus lectores, a «hacer teología» mediante la investigación. «Pero hacerla» —aclara— «[...] a nuestra manera, dentro de nuestros términos, y con pertinencia para los desafíos a que nos enfrentamos».

      Aunque expresamente el autor declara que su interés es teológico, no puede evitar incursionar en la antropología, ya que ésta se relaciona con el fenómeno humano en su totalidad. Entonces dice: «El desafío a que hoy nos enfrentamos consiste en entender correcta y teológicamente qué es eso de la cultura, y cuál es la relación de la iglesia con la cultura, porque sólo así podremos entendernos a nosotros mismos y nuestra misión». Pasa entonces a definir la cultura como «[...] el modo en que un grupo humano cualquiera se relaciona entre sí y con el ambiente circundante». Da entonces un ejemplo bastante gráfico:

      Para tener cultura [...] basta con ser humano, pues no se puede ser humano sin cultura. Así entendida, es la herencia común de todo grupo social. Es la cultura la que nos enseña cómo sembrar el maíz, hilar algodón, cocinar la carne; en fin, cómo vivir en el ambiente en que vivimos, y con los recursos de ese ambiente.

      Aunque en lenguaje religioso, al hablar de la relación entre culto y cultura, el autor incursiona en el campo del rito y, en consecuencia, del mito que lo origina. Al respecto dice:

      Si la cultura se relaciona con el cultivo porque es el modo en que un grupo social se enfrenta a los retos y oportunidades de su ambiente, se relaciona también con el culto porque es el modo en que ese mismo grupo social interpreta y le da sentido a la vida y al mundo [...] como cultivo, la cultura se enfrenta al medio ambiente; como culto, lo interpreta y le da sentido [...]. Y así el cultivo del maíz, y toda la sabiduría que ese cultivo encierra, atribuye en nuestras culturas ancestrales a los mismos dioses que nos dieron la vida.

      Halla entonces el autor una elegante comprensión del culto cristiano en su singular interpretación de los dos ritos más sobresalientes del cristianismo, a saber, el bautismo y la comunión, o Santa Cena. El primero, que se realiza con agua, como símbolo innegable de lo natural, dado por Dios; y, la segunda, que se realiza con pan y vino, como símbolo del cultivo de la tierra, como clara expresión cultural con significado cúltico. Esto demuestra que una visión empírica del culto cristiano puede conducir a una hermenéutica menos especulativa y más contundente.

      Siendo que esto es un prólogo y no una reseña. No debo retardar el encuentro del lector con el profundo pensamiento del doctor González. Sin embargo, no quisiera terminar estos apuntes sin antes recordar al eminente cristiano Alberto Rembao, a quien el autor cita en un principio y llama “iconoclasta”, más como halago que como crítica (¡o tal vez como una invitación tácita a sus lectores a emular tal iconoclastía!). Es menester recordar a Rembao porque, como reconoce el autor, a este pensador «[...] no se le conoce mucho hoy en nuestra América». Sin embargo, en la búsqueda de su identidad, el cristianismo evangélico (yo preferiría protestante) haría bien en rescatar el pensamiento de Rembao, orgullo del protestantismo mexicano y latinoamericano. Tal rescate ha sido iniciado ya por el estudioso mexicano Carlos Mondragón, en su libro Leudar la masa. El pensamiento social de los protestantes en América Latina (1920–1950). En alguna parte de su libro, Mondragón cita el Discurso [de Rembao] a la nación evangélica:

      Hay en el protestantismo un común denominador de cultura laica y libertad democrática que lo “desajoniza”, que lo hace universal; porque de verdad es universal; porque florece primero entre sajones por motivos accidentales; bien pudo haber surgido en España, y estuvo a punto de hacerlo a través de los místicos del Siglo de Oro [...]. El protestantismo es, antes que todo, espíritu; espíritu que se exprime de acuerdo con los vasos particulares que lo contienen.

      Estas palabras coinciden con la postura del doctor González, quien concluye sus conferencias con una visión que evoca al autor del Apocalipsis:

      Lo que esperamos quienes creemos en Jesucristo no es el día en que desaparezcan las distinciones culturales, ni las diversas lenguas, ni los pueblos o las naciones, sino el día en que todos juntos —naciones, tribus, pueblos y lenguas— podamos cantar las alabanzas del que está sentado sobre el trono, y del Cordero.

      Alfredo Tepox Varela

      Valle Dorado, México

      Prefacio

      Muy honrado me sentí cuando se me invitó a iniciar la Cátedra John Ritchie, en el Instituto Bíblico de Lima. Y más honrado me siento ahora, al poder ofrecer algo de mis meditaciones y consideraciones de entonces a un público lector más amplio.

      Por ello, aprovecho esta oportunidad para agradecerles al director de dicho centro teológico, mi apreciado hermano Eliseo Vílchez Blancas, y a la Iglesia Evangélica Peruana “Maranatha”, el honor de esa invitación. Al mismo tiempo, la aprovecho para honrar, en todo el libro pero particularmente en el último capítulo, a uno de los grandes adalides de la fe evangélica en nuestra América, el doctor Alberto Rembao.

      A Rembao no se le conoce mucho hoy en nuestra América. No se le conoce porque tenemos una triste tendencia a olvidarnos de nuestro propio pasado. Cuando, allá por el año 1957, tuve oportunidad de tenerle como maestro, al tiempo que admiré sus conocimientos y el donaire de su oratoria, sus excentricidades me ocultaron mucho del valor de lo que decía. Hoy, a medio siglo de distancia, veo que aquellas aparentes excentricidades no eran sino expresión de su profunda fe, de su vida en constante tensión entre una cultura a la que admiraba y defendía y una fe que constantemente le recordaba la carga de pecado de esa misma cultura. Rembao fue iconoclasta, no sólo contra los íconos de la cultura circundante —y ciertamente contra los de la cultura norteamericana— que siempre amenazaba con arrollarnos, sino también, contra los íconos de la iglesia —y ciertamente contra los íconos de la iglesia evangélica. Por ello le tuvimos por excéntrico. Y excéntrico fue ciertamente. Pero su centro era otro.

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