El truhan y la doncella. Blythe Gifford
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Название: El truhan y la doncella

Автор: Blythe Gifford

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Ómnibus Harlequin Internacional

isbn: 9788413486055

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СКАЧАТЬ de fe. O de miedo.

      De repente comprendió cómo acabaría todo. Dominica jamás volvería al priorato en cuanto descubriera la vida que había al otro lado de los muros. Su cuerpo sería la envidia de cualquier mujer que no eligiera una vida de clausura. Si se dejaba seducir por el primer hombre que la colmara de halagos y se quedaba embarazada, nunca podría hacerse monja.

      Suspiró profundamente. O tal vez no. Tal vez aquel celo religioso la protegiera de las pasiones mundanas. Que fuera lo que Dios quisiera. Mejor sería que se marchara y se llevara sus peligrosas ideas a otra parte antes de que llegaran a oídos del abad o del conde. Lo malo sería que no tendrían a nadie que se encargara de hacer la colada y escardar el jardín. No podían permitirse pagar a alguien de la aldea.

      —De acuerdo. Vete. Pero no le hables a nadie de tu herejía. Si te metes en apuros durante el viaje, por pequeños que sean, no podrás volver aquí nunca más. Las puertas del priorato se te habrán cerrado para siempre.

      Dominica levantó las manos y la vista hacia el cielo.

      —Gracias, Padre celestial… —agachó la cabeza y salió de la alcoba sin pedir permiso para marcharse.

      La priora sacudió la cabeza. Ni una sola muestra de agradecimiento hacia ella, después de toda la bondad y generosidad que le había mostrado. Solo tenía gratitud para Dios. Y en manos de Dios quedaría a partir de ese momento.

      Dominica dejó escapar el aire contenido mientras un alivio inmenso parecía llevarla en volandas por el pasillo. Dios siempre respondía a sus oraciones, aunque a veces tuviera ella que ayudarlo un poco. Lo que la priora y la hermana Marian ignoraban sobre aquel viaje seguiría siendo un secreto.

      La hermana Marian estaba sentada en el patio del claustro, enseñando a Inocencio a sentarse. O al menos intentándolo. Era un perro vagabundo de color negro al que le faltaba una oreja y al que resultaba muy difícil de instruir y más aún de querer. Al igual que Dominica.

      —¡Ha dicho que sí! —exclamó Dominica, saltando alrededor de Marian. Las faldas se agitaron e Inocencio se puso a ladrar—. ¡Me marcho, me marcho, me marcho!

      —¡Shhh! —Marian intentó hacer callar a Dominica y al perro, que corría frenéticamente en círculos intentando atrapar su cola. Era una de las pocas cosas que Dominica había podido enseñarle.

      —Buen chico —le dijo Dominica mientras le rascaba detrás de su única oreja—. No te preocupes, hermana —abrazó a Marian—. Todo saldrá bien. Dios me lo ha dicho.

      La hermana Marian abrió los ojos como platos y miró hacia el corredor.

      —Que la madre Juliana no te oiga decir que Dios se comunica contigo.

      Dominica se encogió de hombros. No tenía sentido decirle que la madre Juliana ya lo sabía.

      —Ya lo dicen las Escrituras: «Llama y se te abrirá» —citó en latín.

      —Y si te oyera hablar en latín seguro que cambiaba de opinión.

      —Pero si Dios intenta hablarnos, ¿no deberíamos tener los oídos abiertos?

      —Intenta no poner tus palabras en boca de Dios.

      Dominica suspiró. Dios le había dado oídos, ojos y un cerebro, y lo menos que esperaría de ella sería que los usara.

      —Sea como sea, nos vamos. Y cuando volvamos tomaré los votos.

      La hermana Marian la agarró de las manos. A Dominica le encantaba el tacto suave y delicado de sus dedos, gracias a que no tenían que lavar ni arrancar hierbajos. Los de la mano derecha conservaban una rigidez permanente tras pasarse horas y horas escribiendo con la pluma. Desde niña Dominica había envidiado el bultito que la hermana tenía en el dedo corazón, y cada día se frotaba el suyo para que se le pareciera.

      —Recuerda, mi niña, que la respuesta de Dios no es siempre la que queremos.

      —¿Cómo podría haber otra respuesta? Mi vida está aquí —se sentía feliz y segura en aquel lugar tranquilo y recogido donde podía oír a Dios y fascinarse con los colores que iluminaban sus palabras. Lo único que quería era ser una más de aquella congregación—. Sé leer mejor que la hermana Margaret y escribo mejor que cualquiera, salvo tú.

      La hermana Marian suspiró.

      —Te vuelves a precipitar, Dominica. No hay ninguna garantía de que Dios te conceda lo que estás buscando.

      —Claro que sí. Es la priora la que me preocupa.

      La hermana Marian levantó las manos en un gesto de rendición.

      —Cuando hayas vivido más, no estarás tan segura de Dios… Vamos a recoger nuestras cosas —se levantó, muy despacio. Sus piernas estaban acostumbradas al escritorio, al igual que sus manos—. Debemos estar listas para partir mañana.

      Y cuando regresaran, habiendo entregado el mensaje, Dominica ya no tendría que abandonar aquel lugar, su casa, nunca más.

      Lo único que necesitaba era fe. Y voluntad.

      —Necesitamos dinero, señoría —la priora se obligó a inclinar la cabeza para presentar su demanda. Nunca le resultaba fácil humillarse ante lord Richard.

      Lo había abordado tras el almuerzo, cuando el gran salón seguía atestado de caballeros, escuderos y criados, para que no pudiera rechazarla. Pero el salón ya se había vaciado y lo único que quedaba era el olor del asado. El estómago le rugió de hambre.

      —¿Para qué, priora? —preguntó Richard mientras se repantigaba en el asiento y se sacudía la cera de las uñas—. Creía que las monjas no se preocupaban por los asuntos terrenales.

      La priora se preguntó si mostraría la misma falta de respeto con todas las solicitudes que recibía.

      —Para cubrir los gastos de comida, tinta y de la peregrinación anual, señoría.

      —Son tiempos difíciles —cruzó las piernas y se examinó atentamente el pie.

      —Vuestro padre fue un gran mecenas del trabajo que desempeñamos en el priorato —le recordó ella. Los tapices del difunto conde seguían adornando el gran salón de los Readington, aunque todo parecía mucho más frío desde su muerte. La priora lamentaba profundamente su pérdida, sobre todo cuando miraba a su segundo vástago, estrecho de hombros, nariz aguileña, pelo negro y piel cetrina—. Prometió ayudarnos a copiar la palabra de Dios.

      —Mi padre está muerto.

      —Por eso acudo a vos.

      —Como ya sabéis, vuestra petición debería ir dirigida a mi hermano. Y eso es imposible en estos momentos.

      —Rezamos por él todos los días. ¿Ha mejorado su salud, señoría?

      Lord Richard intentó disimular su sonrisa con una expresión grave.

      —Yo de vos me daría prisa en confesarlo, aunque siempre hay esperanza… —se rio por lo bajo—. Ese mercenario va a hacer de peregrino por él.

      —¿Os referís al caballero que lo rescató СКАЧАТЬ