Название: Mañana no estás
Автор: Lee Child
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9788412180855
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Los puntos tres a seis son variaciones sobre un tema subjetivo: irritabilidad, sudor, tics y comportamiento nervioso. Aunque en mi opinión el sudor puede ser ocasionado tanto por el sobrecalentamiento físico como por los nervios. El vestuario inapropiado, y la dinamita. La dinamita es serrín empapado con nitroglicerina y moldeado en forma de bastón corto. El serrín es un buen aislante térmico. Por lo cual el sudor viene de fábrica. Pero la irritabilidad y los tics y el comportamiento nervioso son indicadores valiosos. Estas personas están en los últimos y raros momentos de su vida, ansiosas, asustadas por el dolor, atontadas con narcóticos. Son irracionales por definición. Creyendo o creyendo a medias o en verdad no creyendo para nada en el paraíso y ríos de leche y miel y pastos abundantes y vírgenes, movidas por presiones ideológicas o por las expectativas de sus pares y sus familias, de repente demasiado metidas y sin la posibilidad de echarse atrás. Hablar de manera valiente en encuentros clandestinos es una cosa. La acción es otra. De ahí el pánico reprimido, con todas sus señales visibles.
La pasajera número cuatro las dejaba ver todas. Tenía el aspecto exacto de una mujer dirigiéndose hacia el final de su vida, de manera tan cierta y segura como que el tren se dirigía hacia el final del recorrido.
Por lo tanto el punto siete: la respiración.
Estaba jadeando, bajo y en control. Inhala, exhala, inhala, exhala. Como una técnica para vencer el dolor del parto, o como el resultado de un shock horroroso, o como una última y desesperada barrera para contener gritos de espanto y miedo y terror.
Inhala, exhala, inhala, exhala.
Punto ocho: los terroristas suicidas que están por entrar en acción tienen la mirada rígidamente clavada hacia el frente. Nadie sabe por qué, pero testigos oculares que han sobrevivido y la evidencia grabada han sido del todo consistentes en sus testimonios. Los terroristas a punto de inmolarse miran recto hacia el frente. Quizás llevaron su compromiso hasta el punto problemático y temen una intervención. Quizás como los perros y los niños sienten que si no están viendo a nadie entonces nadie los está viendo. Quizás un último remanente de conciencia hace que no puedan mirar a la gente a la que están por destruir. Nadie sabe por qué, pero todos lo hacen.
La pasajera número cuatro lo estaba haciendo. Eso estaba claro. Estaba mirando fijo enfrente a la ventana vacía del lado opuesto de manera tan intensa que parecía estar por desintegrar el cristal.
Puntos uno a ocho, corroborados. Me moví en el asiento pasando mi peso hacia la parte delantera.
Luego me detuve. La idea era tácticamente absurda. La hora estaba mal.
Luego volví a mirar. Y me volví a mover. Porque los puntos nueve, diez y once también estaban todos presentes y correctos, y eran los puntos más importantes de todos.
TRES
Punto nueve: balbuceo de plegarias. Hasta la fecha todos los ataques de los que se tiene noticia han sido inspirados, o motivados, o validados, o supervisados por la religión, casi de manera exclusiva la religión islámica, y la gente islámica está acostumbrada a orar en público. Testigos oculares que han sobrevivido informan de largos ensalmos rutinarios repasados y repetidos interminablemente y más o menos inaudibles, pero con los labios visiblemente en movimiento. La pasajera número cuatro estaba haciendo exactamente eso. Sus labios se estaban moviendo por debajo de su mirada fija, en un recitado largo, jadeante, ritualista que parecía repetirse más o menos cada veinte segundos. Quizás ya se estaba presentando a sí misma a la deidad que estuviera esperando encontrar del otro lado de la línea. Quizás se estaba tratando de convencer a sí misma de que de verdad había una deidad, y una línea.
El tren se detuvo en la estación de la calle 23. Las puertas se abrieron. No se bajó nadie. No se subió nadie. Vi los carteles rojos de salida por encima del andén: 22 y Park, esquina noreste, o 23 y Park, esquina sudeste. Unas extensiones de acera de Manhattan sin mayor interés, pero de repente atractivas.
Me quedé en mi asiento. Las puertas se cerraron. El tren siguió.
Punto diez: una mochila grande.
La dinamita es un explosivo estable, siempre y cuando esté fresca. No explota por accidente. Tiene que ser accionada mediante detonadores. Los detonadores están conectados a un suministro de energía y a un interruptor mediante un cable detonante. Los detonadores grandes tipo cajas en las viejas películas del Oeste eran las dos cosas a la vez. La primera parte hacia arriba del movimiento del mango ponía en funcionamiento un dinamo, como un teléfono de campaña, y después se accionaba un interruptor. No práctico para su uso portátil. Para un uso portátil se necesita una batería, y para un metro lineal de explosivo se necesita cierto voltaje y cierto amperaje. Las pilas pequeñas AA descargan un débil voltio y medio. No alcanza, de acuerdo con las reglas generales prevalecientes. Una batería de nueve voltios es mejor, y para una descarga decente lo que uno quiere es una de las pilas grandes y cuadradas del tamaño de una lata de tomate de las que se venden para linternas importantes. Demasiado grande y demasiado pesada para un bolsillo, de ahí la mochila. La batería va en el fondo de la mochila, los cables van desde ahí hasta el interruptor, luego salen de la mochila por una discreta hendidura en la parte de atrás y luego pasan hacia arriba por debajo del dobladillo de la prenda inadecuada.
La pasajera número cuatro llevaba una mochila de tela negra como de cartero, de estilo urbano, colgada por la parte delantera de uno de los hombros y por detrás del otro, apoyada en su regazo. La manera en que la tela dura se abultaba y se hundía hacía que pareciera vacía excepto por un único objeto pesado.
El tren se detuvo en la estación de la calle 28. Las puertas se abrieron. No se subió nadie. No se bajó nadie. Las puertas se cerraron y el tren siguió.
Punto once: las manos en la mochila.
Veinte años atrás el punto once fue un añadido reciente. Previamente la lista había terminado en el punto diez. Pero las cosas evolucionan. Acción, y después reacción. Las fuerzas de seguridad israelíes y algunos miembros valientes del público habían adoptado una nueva táctica. Si algo te despertaba sospechas, no corrías. No tiene sentido, en realidad. No puedes correr más rápido que una esquirla. Lo que hacías en cambio era agarrar al sospechoso en un desesperado abrazo de oso. Le inmovilizabas los brazos a los costados. Les impedías que alcanzaran el botón. Se evitaron bastantes ataques de esa manera. Se salvaron muchas vidas. Pero los terroristas suicidas aprendieron. Ahora se les enseña que mantengan el pulgar en el botón todo el tiempo, para que el abrazo de oso sea irrelevante. El botón está en la mochila, junto a la batería. De ahí las manos en la mochila.
La pasajera número cuatro tenía las manos en la mochila. La solapa estaba plegada y arrugada entre sus muñecas.
El tren se detuvo en la estación de la calle 33. Las puertas se abrieron. No se bajó nadie. Una pasajera sola dudó y después avanzó hacia su derecha y se subió al vagón siguiente. Me giré y miré por la ventanita que estaba detrás de mi cabeza y la vi sentarse cerca de mí. Dos separaciones inoxidables, y el espacio del enganche. Quería hacerle señas para que se alejara. Podía sobrevivir en el otro extremo del vagón. Pero no le hice señas. No hicimos contacto visual y de todos modos me habría ignorado. Conozco Nueva York. Los gestos de locura en los trenes nocturnos no tienen ninguna credibilidad.
Las puertas se mantuvieron abiertas un instante más de lo normal. Durante un segundo absurdo pensé en intentar arriar a todos fuera del vagón. Pero no lo hice. Habría sido una comedia. Sorpresa, incomprensión, quizás barreras lingüísticas. СКАЧАТЬ