Nuevas noches árabes. Robert Louis Stevenson
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Читать онлайн книгу Nuevas noches árabes - Robert Louis Stevenson страница 8

Название: Nuevas noches árabes

Автор: Robert Louis Stevenson

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9786079889821

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      Casi todos dudaban, y más de una vez vieron temblar los dedos de algún jugador antes de que le diera la vuelta al trascendental trozo de cartulina. A medida que se acercaba su turno, el príncipe sintió una emoción creciente y angustiosa, aunque tenía madera de jugador y no le quedó más remedio que admitir, casi con sorpresa, que sus sensaciones eran hasta cierto punto placenteras. A él le tocó el nueve de tréboles; el tres de espadas le correspondió a Geraldine y la reina de corazones, al señor Malthus, que no reprimió un suspiro de alivio. El joven de los pasteles de crema iba justo después; al darle la vuelta a su carta, descubrió que era el as de tréboles y se quedó helado por el horror, con el naipe aún entre los dedos: no había ido ahí a matar, sino a que lo mataran, y el príncipe, generosamente conmovido por su situación, estuvo a punto de olvidar el peligro que aún pendía sobre él y su amigo.

      Continuaron repartiendo las cartas y la de la muerte seguía sin salir. Los jugadores contenían la respiración y sólo daban boqueadas. Al príncipe volvieron a tocarle tréboles; a Geraldine, diamantes, y cuando el señor Malthus le dio la vuelta a su carta, de su boca escapó un sonido horrible, como el de algo que se rompe, se puso de pie y volvió a sentarse sin el menor síntoma de parálisis. Era el as de espadas. El miembro honorario había jugado demasiado a menudo con sus terrores.

      La conversación se reanudó casi de inmediato. Los jugadores se relajaron y se fueron levantando de la mesa para volver al salón en grupos de dos y de tres. El presidente se desperezó y bostezó, como quien ha terminado el trabajo de la jornada. En cambio, el señor Malthus se quedó en su sitio, borracho e inmóvil, con la cabeza apoyada en las manos y éstas sobre la mesa, abatido por completo.

      El príncipe y Geraldine se fueron de ahí enseguida. El aire frío de la noche redobló el terror que les inspiraba la escena a la que acababan de asistir.

      —¡Ay! —gritó el príncipe—. ¡Estar atado por un juramento en un asunto semejante y tener que permitir que este negocio criminal continúe con provecho e impunidad! ¡Ojalá me atreviera a violar mi palabra!

      —Eso es imposible para su alteza —replicó el coronel—, cuyo honor equivale al honor de Bohemia. Sin embargo, ¡yo sí me atrevo y violaría la mía con justificación!

      —Geraldine —dijo el príncipe—, si su honor se viera menoscabado por culpa de las aventuras en que me sirve de acompañante, no sólo nunca se lo perdonaría, sino que tampoco yo lo haría, lo cual es probable que lo afecte más.

      —Acepto las órdenes de su alteza —respondió el coronel—. ¿Nos vamos de este maldito lugar?

      —Sí —dijo el príncipe—. Llame un coche, por el amor de Dios, y permita que intente olvidar con el sueño el recuerdo de esta noche infame —pero antes de irse, leyó con cuidado el nombre de la calle.

      A la mañana siguiente, en cuanto el príncipe empezó a agitarse en el lecho, el coronel Geraldine le llevó el periódico del día con el siguiente párrafo subrayado:

      LAMENTABLE ACCIDENTE.— Esta madrugada, alrededor de las dos, el señor Bartholomew Malthus, domiciliado en el número 16 de Chepstow Place, Westbourne Grove, se cayó por el barandal de Trafalgar Square cuando volvía a casa tras asistir a una fiesta en la residencia de un amigo, con el resultado de que se fracturó el cráneo y se partió un brazo y una pierna. La muerte fue instantánea. Cuando ocurrió el triste suceso, el señor Malthus iba acompañado de un amigo y buscaba un coche. Dado que era paralítico, se cree que su caída debió de ser motivada por otro ataque. El desdichado caballero era muy conocido en los círculos más respetables y su fallecimiento será profundamente sentido por todos.

      —Si existe algún alma que se haya ido directa al infierno —dijo Geraldine con aire solemne—, ésa es la de aquel paralítico —el príncipe se tapó la cara con las manos y guardó silencio—. Casi me alegra —siguió el coronel— saber que murió. No obstante, reconozco que me apena pensar en nuestro joven de los pasteles de crema.

      —Geraldine —dijo el príncipe, levantando la cabeza—, anoche ese muchacho desdichado era tan inocente como usted o yo, y esta mañana pesa sobre su alma una culpa sangrienta. Cuando pienso en el presidente, se me revuelve el estómago. No sé cómo lo haré pero, como hay un Dios en el cielo, algún día tendré a ese canalla a mi merced. ¡Qué vivencia y qué lección resultó ese juego de cartas!

      —Sí —dijo el coronel—, ¡como para jamás repetirla! —el príncipe guardó silencio tanto rato que Geraldine se alarmó—. No estará pensando en volver —dijo—. Ya ha sufrido demasiado y asistido a demasiados horrores. El deber de su elevada posición le prohíbe volver a arriesgarse.

      —No le falta razón —replicó el príncipe Florizel—, y no me siento del todo satisfecho con mi decisión. ¡Ah! ¿Qué hay en los zapatos del más grande potentado sino un hombre? Nunca hasta ahora había estado tan consciente de mi debilidad, Geraldine, mas no puedo evitarlo. ¿Acaso debo dejar de interesarme por la suerte del desdichado joven que cenó con nosotros hace sólo unas horas? ¿Debo permitir que el presidente prosiga con su infame negocio sin que nadie se lo impida? ¿Es que emprenderé una aventura tan emocionante sin llevarla hasta el final? No, Geraldine, le pide más al príncipe de lo que puede concederle. Esta noche, una vez más, ocuparemos nuestro lugar a la mesa del Club de los Suicidas.

      El coronel Geraldine se arrodilló.

      —¿Quiere su alteza quitarme la vida? —gritó—. Suya es y puede disponer de ella a su antojo, pero no me pida que le permita correr un riesgo tan terrible.

      —Coronel Geraldine —replicó el príncipe con cierta altivez—, su vida le pertenece a usted. Yo sólo quiero su obediencia, y si me la ofrecerá a regañadientes, prefiero no tenerla. Permítame añadir una cosa más: ya me importunó bastante con este asunto.

      El caballerizo mayor se puso en pie en el acto.

      —¿Me disculpará su alteza si no lo acompaño esta tarde? —preguntó—. No me atrevo, como el hombre honorable que soy, a aventurarme por segunda vez en esa casa fatídica hasta haber puesto mis asuntos en orden. Puedo prometerle a su alteza que no encontrará mayor oposición del más devoto y agradecido de sus siervos.

      —Mi querido Geraldine —replicó el príncipe Florizel—, siempre lamento cuando me obliga a recordarle mi rango. Disponga del día como mejor le parezca, pero preséntese aquí antes de las once con el mismo disfraz.

      Aquella segunda noche el club no estaba tan concurrido, y cuando llegaron Geraldine y el príncipe no habría más de media docena de personas en el salón. Su alteza se llevó aparte al presidente y lo felicitó calurosamente por el fallecimiento del señor Malthus.

      —Me gusta la gente eficiente y usted lo es —dijo—. Y mucho. Su profesión es de naturaleza muy delicada, aunque veo que se las arregla para desempeñarla con éxito y discreción.

      El presidente, al parecer conmovido ante aquellos cumplidos dedicados por alguien del porte y la distinción de su alteza, los aceptó casi con humildad.

      —¡Pobre Malthus! —añadió—. El club no será lo mismo sin él. Casi todos los socios son muchachos, señor, muchachos de espíritu poético que no son compañía para mí. No es que Malthus careciera por completo de sensibilidad poética, aunque era de una índole que yo podía comprender.

      —Entiendo a la perfección que simpatizara con el señor Malthus —respondió el príncipe—. Me pareció un hombre de temperamento muy original.

      El joven de los pasteles СКАЧАТЬ