Название: Nuevas noches árabes
Автор: Robert Louis Stevenson
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9786079889821
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—Me temo que debo pedirle que sea más explícito —dijo el coronel—. Recuerde que todavía no estoy al corriente de las normas del club.
—Cualquier socio ordinario que viene al encuentro de la muerte como usted —replicó el paralítico— necesita pasarse por aquí cada tarde hasta que la fortuna le resulte favorable. Incluso, si carece de fondos, puede solicitar al presidente comida y alojamiento: bastante pasable, según entiendo, y limpio, aunque, claro, no muy lujoso; eso sería difícil, tomando en cuenta lo exiguo, si se me permite expresarlo así, de la cuota, aparte de que gozar de la compañía del presidente es ya todo un lujo.
—¿Ah, sí? —exclamó Geraldine—. Pues a mí no me impresionó demasiado.
—¡Ah! —dijo el señor Malthus—. Usted no lo ha tratado tanto como yo. ¡Un tipo muy ocurrente! ¡Cuántas historias sabe! ¡Y qué cinismo el suyo! Es admirable lo bien que conoce la vida. Entre nosotros, no me extrañaría que fuera el granuja más corrupto de la cristiandad.
—¿Es también, y lo digo sin ánimo de ofenderlo, socio permanente… como usted? —preguntó el coronel.
—Desde luego que es socio permanente, en un sentido muy distinto al mío —replicó el señor Malthus—. A mí se me ha perdonado graciosamente la vida, aunque tarde o temprano llegará mi hora. En cambio, él nunca juega. Baraja y reparte las cartas en nombre del club y se ocupa de los detalles. Ese hombre, mi querido señor Hammersmith, es el ingenio personificado. Lleva tres años dedicado a su útil y, me parece que puedo añadir, artística ocupación en Londres sin despertar ni la más leve sospecha. Creo que es un hombre inspirado. Sin duda recordará el famoso caso, ocurrido hace seis meses, del caballero que se envenenó por accidente en una farmacia. Ésa fue una de sus ocurrencias menos brillantes, y aun así… ¡qué sencilla! ¡Y qué segura!
—Me deja usted de una pieza —respondió el coronel—. ¿Acaso aquel desafortunado caballero fue… —estuvo a punto de decir “una de las víctimas”, pero se corrigió a tiempo y dijo—… uno de los miembros del club? —casi al mismo tiempo, notó que el señor Malthus no hablaba en el tono de quien sostiene un idilio con la muerte y añadió—: Veo que sigo en tinieblas. Habla usted de barajar y repartir: acláreme, por favor, con qué objeto. Y, como no me parece usted muy dispuesto a morir, debo confesarle que no comprendo qué lo trae por aquí.
—Dice usted con razón que sigue en tinieblas —replicó el señor Malthus, más animado—. Verá, amigo mío, este club es un templo de la embriaguez. Si mi debilitada salud soportara mejor la tensión, tenga por seguro que vendría más a menudo. Hace falta un gran sentido del deber, motivado por un largo periodo de mala salud y un régimen cuidadoso, para impedir que me exceda en esto, que podría decirse que es mi última disipación. Créame que he probado todas, señor mío —prosiguió, tomando del brazo a Geraldine—, todas sin excepción, y por mi honor que no he encontrado ninguna cuya importancia no haya sido falsamente sobrevalorada. La gente juega con el amor. Pues bien, yo niego que el amor sea una pasión muy fuerte. El miedo sí lo es. Y es con el miedo con lo que se debe jugar si se quieren saborear los placeres más intensos de la vida. Envídieme… envídieme usted, señor —añadió con una risita—, ¡pues soy un cobarde!
Geraldine apenas logró contener un gesto de repulsión por aquel deplorable canalla, aunque se esforzó por dominarse y continuó con sus preguntas.
—¿Cómo prolongan la emoción tanto tiempo de manera artificial? —preguntó—. ¿Y qué papel desempeña aquí la incertidumbre?
—Le explicaré cómo se escoge a la víctima cada noche —replicó el señor Malthus—, y no sólo a la víctima, sino también al socio que será el instrumento del club y el sumo sacerdote de la muerte en esa ocasión.
—¡Dios mío! —dijo el coronel—. ¿Es que se matan unos a otros?
—De esa manera se elimina el problema del suicidio —respondió Malthus con un gesto afirmativo.
—¡Que el cielo se apiade de nosotros! —exclamó el coronel—. ¿Y podría usted… yo… el… quiero decir mi amigo… cualquiera de nosotros ser elegido para inmolar el cuerpo y el alma inmortal de otro? ¿Será posible algo así entre hombres nacidos de mujer? ¡Oh! ¡Infamia entre las infamias! —estaba a punto de levantarse, horrorizado, cuando vio al príncipe, que lo miraba con fijeza desde el otro extremo de la sala con un gesto ceñudo y enojado; al instante, Geraldine recobró la compostura—. Aunque, bien mirado —añadió—, ¿por qué no? Y, ya que dice usted que el juego resulta entretenido, vogue la galère… ¡haré lo que diga el club!
El señor Malthus había disfrutado mucho con la sorpresa y la repugnancia del coronel. Le gustaba alardear de su perversidad y lo satisfacía ver cómo los demás se dejaban llevar por un impulso generoso porque, en su corrupción, se creía por encima de tales emociones.
—Ahora —dijo—, después del primer momento de sorpresa, apreciará los deleites de nuestra sociedad. Verá cómo combina las emociones de la mesa de juego, el duelo y el anfiteatro romano. Los paganos no lo hacían mal del todo; admiro con cordialidad lo refinado de su espíritu, pero ha debido ser en un país cristiano donde se llegó a estos extremos, esta quintaesencia y esta absoluta intensidad. Comprenderá lo insulsos que resultan los demás entretenimientos para quien se ha aficionado a éste. El juego al que jugamos no puede ser más sencillo —prosiguió—. Una baraja… Ahora lo verá con sus propios ojos. ¿Le importaría prestarme el apoyo de su brazo? Por desgracia, soy paralítico.
En efecto, justo cuando el señor Malthus acababa de empezar su descripción, se abrió otra puerta plegable y el club entero comenzó a pasar, no sin cierta precipitación, al salón contiguo. Era similar en todo al anterior, aunque amueblado de manera diferente. El centro lo ocupaba una mesa verde y alargada a la que se había sentado el presidente a revolver con gran cuidado una baraja. Incluso con la ayuda del bastón y el brazo del coronel, el señor Malthus andaba con tanta dificultad que todos se sentaron antes de que ellos dos y el príncipe, que los había esperado, entraran en la sala y, en consecuencia, los tres debieron sentarse juntos en un extremo.
—La baraja tiene cincuenta y dos cartas —susurró el señor Malthus—. Estén atentos a la aparición del as de espadas, que es el signo de la muerte, y del as de tréboles, que designa al ejecutor de la noche. ¡Dichosos, dichosos los jóvenes! —añadió—. Ustedes gozan de buena vista y pueden seguir el juego. ¡Ay! Desde aquí yo no distingo un as de un dos —y procedió a equiparse con un segundo par de lentes—. Al menos quiero ver las caras —explicó.
El coronel informó deprisa a su amigo lo que había averiguado por el socio honorario y el horrible dilema que se les planteaba. El príncipe sintió un escalofrío y notó cómo se le encogía el corazón, tragó con dificultad y miró de un lado al otro, como si estuviera en un laberinto.
—Un golpe de audacia —susurró el coronel—, y aún podemos escapar.
No obstante, su sugerencia tan sólo sirvió para que el príncipe recobrara los ánimos.
—¡Silencio! Demuestre que es capaz de actuar como un caballero en cualquier circunstancia, por difícil que sea —dijo.
Y miró en torno suyo, de nuevo en apariencia dueño de sí mismo, aunque el corazón le latía con fuerza y notaba un desagradable ardor en el pecho. Los socios seguían muy silenciosos y concentrados; todos estaban muy pálidos, pero ninguno tanto como el señor Malthus. Los ojos se le salían de las órbitas, cabeceaba sin cesar de modo involuntario, se llevaba en forma sucesiva las manos a la boca y se pellizcaba los labios trémulos y descoloridos. Resultaba СКАЧАТЬ