Nuevas noches árabes. Robert Louis Stevenson
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Название: Nuevas noches árabes

Автор: Robert Louis Stevenson

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9786079889821

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СКАЧАТЬ poderosas —respondió Florizel—, pero sí lo suficiente para traerlo aquí. Ha sufrido bastante para hastiar de la vida hasta al más tenaz de los hombres. El otro día lo degradaron por hacer trampa en el juego.

      —Un buen motivo, por supuesto —replicó el presidente—. Por lo menos tenemos a otro en la misma situación y me fío de él. ¿Puedo preguntarle si usted también ha estado en el ejército?

      —Lo estuve —respondió—, aunque era demasiado perezoso y no tardé en dejarlo.

      —¿Y qué razón tiene para haberse cansado de vivir? —prosiguió el presidente.

      —Supongo que la misma que le acabo de decir —replicó el príncipe—: una pereza absoluta.

      El presidente pareció sorprendido.

      —¡Qué demonios! —dijo—. Alguna otra razón tendrá.

      —No me queda dinero —añadió Florizel—. Desde luego, eso también es un fastidio. Y agudiza en extremo mi sensación de inutilidad.

      El presidente hizo girar su puro en la boca durante unos segundos mientras miraba a los ojos a aquel neófito tan peculiar, y el príncipe soportó su escrutinio sin inmutarse.

      —Si no fuera por mi experiencia —dijo por fin el presidente—, lo echaría de aquí ahora mismo, pero soy un hombre de mundo y sé que a menudo los motivos más frívolos para el suicidio son los más difíciles de aceptar. Y cuando doy con alguien tan sincero como usted, prefiero hacer una excepción a negarme a admitirlo.

      El príncipe y el coronel respondieron, uno tras otro, a un largo y peculiar interrogatorio: el príncipe solo y Geraldine en presencia del príncipe, para que el presidente observara su semblante mientras lo interrogaban. El resultado fue satisfactorio y el presidente, luego de anotar los detalles de cada caso, les entregó un formulario con el juramento que debían aceptar. Era inimaginable una obediencia más pasiva que la que ahí se prometía o unos términos que comprometieran en forma tan rigurosa. Al hombre que pronunciara un juramento tan terrible difícilmente le quedaría un rastro de honor o el consuelo de la religión. Florizel firmó el documento con un escalofrío; el coronel siguió su ejemplo con gesto muy abatido. Luego el presidente les cobró la cuota de admisión y, sin mayores preámbulos, condujo a los dos amigos al salón del Club de los Suicidas.

      El salón tenía la misma altura que la oficina con que se comunicaba, pero era mucho mayor y estaba empapelado de arriba abajo imitando paneles de roble. Un fuego alegre y vivo y varias lámparas de gas iluminaban al grupo. Con el príncipe y su acompañante eran dieciocho. La mayoría fumaba y bebía champaña; reinaba una hilaridad febril en la que se producían de vez en cuando algunas pausas súbitas y espeluznantes.

      —¿Están aquí todos los socios? —preguntó el príncipe.

      —La mitad —dijo el presidente—. A propósito —añadió—, si les queda un poco de dinero, es costumbre invitar un poco de champaña. Ayuda a levantar los ánimos y constituye uno de mis pocos ingresos.

      —Hammersmith —dijo Florizel—, ocúpese de la champaña.

      Y con esas palabras se dio la vuelta y empezó a pasearse entre los presentes. Acostumbrado a hacer de anfitrión en los círculos más aristocráticos, cautivó y dominó a cuantos se les acercó: su forma de comportarse tenía algo de triunfadora y autoritaria, y su extraordinaria sangre fría le daba cierta distinción en aquella sociedad medio desquiciada. Mientras iba de uno a otro, mantuvo los ojos y los oídos abiertos y pronto empezó a formarse una idea general de la clase de gente que había ahí. Como en cualquier otro sitio de reunión, predominaba un tipo de persona: gente en plena juventud, en apariencia sensata e inteligente, aunque sin la fuerza ni la cualidad que suele imprimir el éxito. Muy pocos tenían más de treinta años, y algunos no habían cumplido los veinte. Se apoyaban en las mesas y arrastraban los pies; a veces fumaban con ansia y otras dejaban que se apagaran los puros; algunos hablaban bien, pero la conversación de otros era tan sólo el fruto de la tensión nerviosa y carecía de ingenio e interés. A cada nueva botella de champaña que se descorchaba, la animación aumentaba de modo notable. Nada más dos estaban sentados: uno en una silla, junto a la ventana, con la cabeza ladeada, las manos en los bolsillos, pálido, empapado de sudor y sin decir una palabra, un auténtico despojo físico y moral; el otro, en el diván junto a la chimenea, llamaba la atención por lo distinto que era de los demás. Es probable que no tuviera más de cuarenta años, pese a que aparentaba diez más, y Florizel pensó que nunca había visto a un hombre más repulsivo por naturaleza ni más carcomido por la enfermedad y los excesos. Era sólo piel y huesos, paralizado en parte y con unos lentes de cristales tan gruesos que sus ojos parecían aumentados y distorsionados. A excepción del príncipe y el presidente, era la única persona en aquel salón que conservaba la compostura.

      Había poco decoro entre los miembros del club. Unos se jactaban de los actos vergonzosos cuyas consecuencias los habían obligado a buscar consuelo en la muerte y otros escuchaban sin desaprobarlos. Imperaba un acuerdo tácito contra los juicios morales, y quienes atravesaban las puertas del club gozaban ya en parte de la inmunidad de la tumba. Brindaban por los recuerdos de los demás y por los suicidas famosos del pasado. Comparaban y discutían sus opiniones acerca de la muerte: unos afirmaban que no era más que negrura y cesación, y otros mantenían la esperanza de que esa misma noche subirían a las estrellas y departirían con los muertos.

      —¡En memoria eterna del barón Trenck, suicida ejemplar! —gritó uno—. Pasó de una pequeña celda a otra aún más pequeña para asomarse a la libertad.

      —Por mi parte —dijo un segundo—, no pido más que una venda en los ojos y algodón en los oídos. Sólo que no existe en este mundo un algodón lo bastante espeso.

      Un tercero aspiraba a desvelar los misterios de la vida en un estado futuro, y un cuarto afirmaba que nunca habría ingresado en el club si no lo hubieran hecho creer en el señor Darwin.

      —No soporto descender del mono —decía el notable suicida.

      En conjunto, al príncipe lo decepcionaron el aspecto y la conversación de los socios.

      “No me parece que haya por qué organizar tanto escándalo”, pensó. “Si uno ha decidido matarse, que lo haga, por el amor de Dios, como un caballero. Esta agitación y parloteo se encuentran fuera de lugar.”

      Entretanto, el coronel Geraldine era presa de las más negras aprensiones: el club y sus normas seguían siendo un misterio y buscó en la sala a alguien que lo tranquilizara. Mientras lo hacía, su mirada recayó en el paralítico de los lentes de cristales gruesos y, al reparar en que se hallaba en extremo sereno, le pidió al presidente, que no hacía más que entrar y salir del salón con profesional apresuramiento, que le presentara al caballero del diván.

      El funcionario le explicó que tales formalidades eran innecesarias en el club; no obstante, le presentó a Hammersmith al señor Malthus. Éste miró al coronel con curiosidad y lo invitó a sentarse en el sillón a su derecha.

      —¿Es usted nuevo? —preguntó—. ¿Y busca información? Acudió al hombre indicado. Hace dos años ingresé en este club tan encantador.

      El coronel recobró el aliento. Si el señor Malthus frecuentaba el lugar desde hacía dos años, no sería tan peligroso que el príncipe pasara ahí una tarde. Sin embargo, se sorprendió y empezó a sospechar un engaño.

      —¿Qué? —gritó—. ¡Dos años! Pensaba que… Ya veo que me gastaron una broma.

      —Ni СКАЧАТЬ