Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky
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Название: Historia de la Revolución Rusa Tomo II

Автор: Leon Trotsky

Издательство: Bookwire

Жанр: Социология

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isbn: 9789874767233

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СКАЧАТЬ su fidelidad a la democracia y a Kerenski. Esas fuerzas enviaban delegaciones al palacio de Táurida o al mando militar de la región. Por fin, empezaron a llegar las tropas del frente. A cada hora que pasaba iba cambiando el estado de ánimo de los conciliadores. Las tropas que llegaban del frente estaban dispuestas a arrebatar la capital, en lucha sangrienta, a los agentes del káiser. Ahora, cuando no había necesidad alguna de las tropas, era preciso justificar que se las hubiera llamado. Para no infundir ellos mismos sospechas, los conciliadores se esforzaban con vehemencia en demostrar a los oficiales que los mencheviques y los socialrevolucionarios pertenecían al mismo bando que ellos, y que los bolcheviques eran el enemigo común. Cuando Kámenev intentó recordar a los miembros de la mesa del Comité Ejecutivo el acuerdo pactado unas horas antes, Líber le contestó, con el tono de un férreo hombre de Estado: «Ahora la correlación de fuerzas se ha modificado». Líber sabía, por los discursos populares de Lassalle, que los cañones eran un importante fragmento de constitución. La delegación de los marinos de Kronstadt, presidida por Raskólnikov, fue llamada varias veces a la Comisión militar del Comité Ejecutivo, donde las exigencias, de hora en hora más exageradas, se terminaron con el siguiente ultimátum de Líber: acceder inmediatamente al desarme de los marinos de Kronstadt. «Al salir de la reunión de la Comisión militar —relata Raskólnikov— reanudamos nuestras conferencias con Trotsky y Kámenev. Lev Davídovich (Trotsky) aconsejó que inmediatamente se mandara a los marinos de Kronstadt a sus casas. Se tomó el acuerdo de que algunos camaradas recorrieran los cuarteles e informaran a la gente de Kronstadt del desarme forzoso que se estaba preparando. La mayor parte de ellos se marchó a tiempo. Sólo se quedaron pequeños destacamentos en el palacio de la Kchesinskaya y en la fortaleza de Pedro y Pablo». El 4 de julio el príncipe Lvov, con la venia de los ministros socialistas, había dado ya al general Polovtsiev la orden escrita de «detener a los bolcheviques que ocupan la casa de la Kchesinskaya, desalojar dicha casa y ocuparla militarmente». Ahora, después de la devastación de la imprenta y de la redacción, la cuestión de la suerte de la sede central de los bolcheviques se planteaba de un modo muy agudo. Había que poner al palacio en condiciones de defensa. La Organización Militar nombró comandante del edificio a Raskólnikov. Éste interpretó su misión de un modo amplio, a la manera de Kronstadt: exigió que se le enviaran cañones y hasta un pequeño buque de guerra a la desembocadura del Nevá. Posteriormente, Raskólnikov explicó su conducta de aquellos días del modo siguiente: «Naturalmente, había hecho por mi parte preparativos militares, no sólo para el caso de que tuviéramos que defendernos, pues en el aire se respiraba, no sólo la pólvora, sino también la posibilidad de pogromos... Parecíame, no sin fundamento, que bastaba con poner un buen buque de guerra en la desembocadura del Nevá para que la decisión del gobierno provisional decayera considerablemente». Todo esto es más que impreciso y no del todo serio. Hay que suponer más bien que en el transcurso del día 5 de julio los dirigentes de la Organización Militar, y Raskólnikov con ellos, no se daban aún completamente cuenta del cambio sufrido por la situación, y que en el momento en que la manifestación armada debía efectuar una rápida retirada para no convertirse en la insurrección que quería provocar el enemigo, había dirigentes militares que, al azar e irreflexivamente, daban algunos pasos adelante. Los jóvenes caudillos de Kronstadt extremaban la nota. Pero ¿acaso se puede hacer la revolución sin que participen en ella gentes que extremen la nota? ¿Y acaso no entra necesariamente un determinado tanto por ciento de ligereza en todas las grandes obras humanas? En esa ocasión todo se redujo a unas cuantas órdenes, rápidamente revocadas por el propio Raskólnikov.

      Entre tanto, afluían al palacio de la Kchesinskaya noticias cada vez más alarmantes: uno había visto en las ventanas de una casa situada en la orilla opuesta del Nevá ametralladoras enfiladas sobre el Cuartel General de los bolcheviques; otro había observado una columna de automóviles blindados que se dirigía asimismo hacia allí; un tercero anunciaba que se aproximaban patrullas de cosacos. Se enviaron dos miembros de la Organización Militar a entablar negociaciones con el comandante de la región. Polovtsiev aseguró a los parlamentarios que la devastación de la Pravda se había efectuado sin su consentimiento, y que no se preparaba represión alguna contra la Organización Militar. La verdad era que estaba esperando para obrar a que llegasen suficientes refuerzos del frente.

      Mientras que los de Kronstadt se retiraban, la escuadra del Báltico no hacía más que prepararse para el ataque. La parte principal de la escuadra, con 70.000 marinos, estaba fondeada en aguas de Finlandia; había, además, en ésta un cuerpo de artillería, y en las fábricas y en el puerto de Helsingfors trabajaban hasta 10.000 obreros rusos. Estos hombres eran un puño imponente de la revolución. La presión de los marinos y los soldados era tan irresistible, que incluso el Comité de Helsingfors de los socialrevolucionarios se había pronunciado contra la coalición, como resultado de lo cual todos los órganos soviéticos de la escuadra y del ejército en Finlandia exigieron unánimemente que el Comité Ejecutivo Central tomara en sus manos el poder. La gente del Báltico estaba dispuesta a presentarse en cualquier momento en la desembocadura del Nevá para sostener sus reivindicaciones. Les contenía, sin embargo, el miedo a debilitar la línea de defensa marítima y facilitar el ataque de la flota alemana contra Kronstadt y Petrogrado. Pero ocurrió algo completamente imprevisto. El Comité Central de la Flota del Báltico —el llamado Tsentrobalt— convocó el 4 de julio una reunión extraordinaria de los Comités de buque, en la que el presidente, Dibenko, dio lectura a dos órdenes secretas, firmadas por el adjunto del ministro de Marina, Dudariev, que el comandante de la escuadra acababa de recibir: la primera ordenaba al almirante Verderevski que mandase a Petrogrado cuatro torpederos, a fin de impedir por la fuerza el desembarque de los revoltosos de Kronstadt; la segunda exigía del comandante de la escuadra que no consintiera de ningún modo la salida de buques de Helsingfors para Kronstadt, no deteniéndose, si necesario era, ni ante el hundimiento, por medio de los submarinos de los buques rebeldes. El almirante, que se hallaba entre dos fuegos, y preocupado, sobre todo, de la salvación de su propia cabeza, se apresuró a transmitir el telegrama al Tsentrobalt, declarando que no cumplida la orden aunque dicho Tsentrobalt estampara su sello en la misma. La lectura de los telegramas produjo gran impresión entre los marinos. Es verdad que éstos llenaban despiadadamente de improperios por cualquier motivo a Kerenski y a los conciliadores. Pero, a sus ojos, no se trataba más que de una lucha intestina en el Soviet. ¿Acaso la mayoría del Comité Ejecutivo no pertenecía a los mismos partidos que la del Comité regional de Finlandia, que recientemente había votado por la entrega del poder a los soviets? Era evidente que ni los mencheviques ni los socialrevolucionarios podían aprobar el hundimiento de los buques que votaran por el traspaso del poder al Comité Ejecutivo.

      ¿Cómo era posible que el antiguo oficial de Marina Dudariev se inmiscuyera en la disputa familiar soviética para convertirla en un combate naval? Todavía ayer mismo los grandes buques eran oficialmente considerados como el punto de apoyo de la revolución, a diferencia de los retardatarios torpederos y los submarinos, a los que apenas si había llegado la propaganda. ¿Era posible que ahora el gobierno se dispusiera seriamente a echar a pique los buques con auxilio de los submarinos?

      Estos hechos no podían caber de ningún modo en las cabezas obstinadas de los marinos. Sin embargo, la orden que, no sin fundamento, les parecía una pesadilla, era un fruto legítimo, aparecido en julio, de la simiente de marzo. Ya desde abril los mencheviques y socialrevolucionarios apelaban a provincias contra Petrogrado, a los soldados contra los obreros y a la caballería contra los regimientos de ametralladoras. En los soviets daban una representación más privilegiada a los regimientos que a las fábricas; protegían los establecimientos pequeños y dispersos contra las empresas metalúrgicas gigantescas. Representantes como eran del pasado, buscaban un punto de apoyo en el atraso, en todos sus aspectos. Al perder el terreno, lanzaban la retaguardia contra la vanguardia. La política tiene su lógica, sobre todo durante la revolución. Apretados por todas partes, los conciliadores viéronse obligados a encargar al almirante Verdenoski que echara a pique los buques más avanzados. Desgraciadamente para los conciliadores, los elementos atrasados en que querían apoyarse iban acercándose cada día más a los avanzados: la tripulación de los submarinos mostró no menos indignación que la de los acorazados ante la orden de Dudariev.

      Al frente del Tsentrobalt СКАЧАТЬ